Evangelio 16° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (13,24-43):

En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola a la gente: «El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, su enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?» Él les dijo: «Un enemigo lo ha hecho.» Los criados le preguntaron: «¿Quieres que vayamos a arrancarla?» Pero él les respondió: «No, que, al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero.»»
Les propuso esta otra parábola: «El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas y vienen los pájaros a anidar en sus ramas.»
Les dijo otra parábola: «El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina y basta para que todo fermente.»
Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada. Así se cumplió el oráculo del profeta: «Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré los secretos desde la fundación del mundo.»
Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: «Acláranos la parábola de la cizaña en el campo.»
Él les contestó: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será el fin del tiempo: el Hijo del Hombre enviará sus ángeles y arrancarán de su reino a todos los corruptos y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su padre. El que tenga oídos, que oiga.»

Palabra del Señor

NO SABEMOS… COMO CONVIENE

Israel ha ido descubriendo, madurando, purificando, profundizando el rostro de Dios a lo largo de su historia, conforme iban pasando por diversas situaciones históricas. Y así ha quedado recogido en los distintos libros de la Biblia, por lo que podemos encontrar diferentes y hasta contradictorios rostros de Dios. También nos pasa lo mismo a nosotros: según vamos experimentando diferentes acontecimientos en nuestra vida, según vamos reflexionando, estudiando, viviendo… vamos conociendo y experimentando e incluso corrigiendo nuestras vivencias sobre Dios.

El Libro de la Sabiduría es de los últimos en escribirse antes de Jesucristo. Los judíos se encontraban dispersos por el mundo, por el Imperio Romano, y la mayoría vivía en grupos aislados, con apuros económicos y discriminados, aunque permanecían fieles a Dios. Y lógicamente se preguntaban: ¿Por qué estamos así, por que Dios permite que los paganos prosperen, y nosotros suframos la injusticia? ¿Por qué no interviene ahora, como hizo en otros tiempos? ¿Ha perdido su poder?

En tiempos de crisis, de conflicto, de dificultades… estas preguntas vuelven de nuevo. Sobre todo (y pasa precisamente en estos momentos) los más frágiles, los que no cuentan, los que no pueden… sufren con mayor intensidad y experimentan la injusticia de los que tienen en su mano el poder.

El autor de este libro comienza diciendo algo que sí sabían: Sólo existe un Dios Creador y Señor de todo, Omnipotente y providente que ama a todas sus criaturas. Pero… tal vez no recordaban o «no sabían» que su señorío le hace compasivo con todos, le «hace perdonar/ser indulgente con todos». Los hombres echamos mano de la fuerza para imponer temor y respeto, para someter y dominar a los más débiles, para conseguir que triunfen nuestros critrios. Dios, por el contario, a pesar de ser el dueño de la fuerza, no la usa para imponer su soberanía; no recurre a castigos y escarmientos, ni a la venganza… sino que se muestra con todos, ¡también con los malvados!, manso e indulgente (vv. 17-18). Quiere enseñar a su pueblo que: el justo debe ser humano y amar a los hombres. A pesar de que actúen de modo inaceptables y rechazable, ningún hombre es despreciable, todos merecen ser amados y esperar su arrepentimiento. Dios no quiere la muerte del malvado, sino que: «se convierta de su conducta y viva» (Ez 18,23); por eso deja siempre la puerta abierta a la posibilidad del arrepentimiento. Nosotros no sabemos todavía ser así (v.19).

El domingo pasado meditábamos en que la creación vive con la esperanza de ser liberada y «está gimiendo con dolores de parto». Y nosotros, aun poseyendo las primicias del Espíritu «gemimos en nuestro interior suspirando porque Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo». Y hoy San Pablo afirma que «no sabemos orar como conviene». La creación que gime, nuestra conciencia de ser hijos y la necesidad de ser liberados son, deben ser, contenido de nuestra oración. Pero a menudo nuestra oración anda por otros derroteros: intentando «presionar» a Dios para que cumpla nuestros deseos, demasiado centrados en nuestras cosas, en los nuestros (individualismo, egocentrismo…), con demasiada palabrería («ya sabe el Padre todo lo que necesitáis aun antes de pedírselo», nos advertía Jesús. Con horizontes demasiado bajos y frecuentemente con rutina y dando vueltas a los mismos asuntos. Menos mal que «el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad e intercede por nosotros». Desde nuestro más profundo interior, donde él reside, haciéndonos su Templo, podemos orar para buscar la voluntad de Dios, para que avance el Reino, para plantearnos cómo vivir en esta creación -esta casa común- que hoy gime, para discernir los signos de los tiempos, para colaborar cada cual desde su propia vocación, con el proyecto salvador de Dios. No sabemos hacerlo como conviene, por eso ¡precisamos contar, invocar, dejarnos acompañar por el Espíritu en nuestras oraciones! Personal y comunitariamente. Para orar «como conviene». Ven Espíritu Divino…

Jesús había comenzado su tarea hablando del Reino y de la felicidad que él supone y que ya está presente (bienaventuranzas y sermón del Monte). En la cabeza de la gente y de los mismos discípulos, había muchos sueños, ideas y deseos sobre la acción de Dios en el mundo, alimentadas a veces por los mismos profetas. Pero… después de un cierto tiempo… el resultado es desalentador. No pasa lo que ellos esperaban con tanto anhelo. ¿Por qué? Aún más: ¿pueden ellos hacer algo para que las cosas mejoren?

Jesús quiere centrarles, aclararles las cosas, invitarles a la responsabilidad, a la esperanza y a la paciencia. Para ello se sirve de algunas parábolas. Resumiendo y subrayando:En el mundo, en la Iglesia y en cada uno de nosotros conviven el bien y el mal. Todos tenemos sembrada semillas buenas, pero un «enemigo» ha sembrado también cizaña. Y se nota que ambas crecen juntas. ¿Hacemos una buena limpieza y quitamos estorbos para que el resultado sea mejor? Pues no. No tenemos datos ni criterios suficientes para actuar de jueces: tarea que sólo corresponde a Dios. Y de hacerlo, tendríamos el riesgo de arrancar también lo bueno. El sembrador (como en la primera lectura) prefiere seguir haciendo caer su lluvia sobre malos buenos… hasta el momento de la siega… confiando incluso que las malas yerbas se «conviertan» y produzcan frutos.

En segundo lugar Jesús compara el Reino no con los grandes cedros del Líbano, con un ciprés o algún otro árbol majestuoso. Se sirve del humilde árbol de mostaza, que puede llegar a medir hasta tres metros en el mejor de los casos, pero es pequeño. Sin embargo tiene capacidad de acoger a todos los pájaros que busquen refugio. Es la grandeza de lo pequeño. Desmonta así los deseos de grandeza, de grandiosidad, de triunfo espectacular, de ser muchos, de arrasar con su poder. No son esos los caminos de Dios. Sino crecer, desarrollarse y acoger a los hermanos que quieran refugiarse en sus ramas. Han sido ésas grandes tentaciones de la Iglesia de todos los tiempos. También de hoy. Pero no por ser grandes, no por tener muchos recursos o buenos contactos y pactos, no por ser muchos… se cumplen mejor los proyectos de Dios. Puede que todo lo contrario. Cuidar la comunidad, las relaciones, la acogida, en cambio, sí que le importa al Señor. Es lo que conviene ser.

Por último, la parábola de la «desproporción». Tres medidas de harina vendrían a ser 22 litros… menudo pedazo de pan resulta con un poco de levadura. La masa es mucha, como el mundo, y seguirá siendo masa… pero la presencia discreta y mínima, pero muy potente, de la levadura, hace posible el pan para comer, lo cambia todo. Así también el Reino, la comunidad cristiana, la Palabra de Jesús… «poca cosa», ni se ve, pero su tarea es que todo sea distinto. Así ha sido (y todavía), por ejemplo, la presencia callada de la Iglesia y de muchas personas buenas aliviando esta situación terrible del coronavirus. Acompañando, ofreciendo comida, orando, dando refugio en sus locales, y también esperanza. Sin hacer ruido, sin que se note, sin que una inmensa mayoría se entere. Ha sido levadura. Es lo que tenía que ser, convenía actuar así. Lo sabemos porque Jesús nos lo había dejado claro.