Por Fermín Pérez Martínez
Hace solo unas horas daba comienzo, un año más, un nuevo 24 de julio. Mas este no ha sido un año más, pues también hace solo unas horas concluía la memorable procesión que ha acompañado en triunfo por las calles de su barrio a la imagen del beato padre Cristóbal de Santa Catalina. Llego a casa y busco en la red visiones periodísticas de lo que acabo de vivir, tal vez para contrastar mi entusiasmo con opiniones sin duda más objetivas. Y me siento gozosamente identificado al leer en la web Gente de Paz la crónica El Beato Cristóbal enamoró al pueblo de Córdoba. Y en ella, entre otras, entresaco la idea conmovedora en relación con lo experimentado: «Escenas vividas por primera vez nacidas con la vocación de que se transformen en habituales».
Tras el triduo amorosa y acertadamente preparado por mis hermanas franciscanas de Jesús Nazareno, que ha de culminar esta misma mañana en la solemne eucaristía de la festividad del beato, daba inicio la anhelada procesión. Tras el primer golpe de llamador, cuántas veces, pensé, atravesó la puerta de esta iglesia, baja la mirada, alzada el alma, la humana fragilidad del padre Cristóbal, al hombro la talega para recoger la dadivosa ofrenda de los cordobeses.
Ahora, ante su plaza, aparece colmada del pan de la Providencia, ofrecido en ese caminar airoso con el que el padre Cristóbal parece querer corresponder a la ciudad que fue testigo de su santidad, simbolizada por el primoroso nimbo de cordobesa platería que plásticamente proclama lo reconocido por la Iglesia aquel inolvidable Domingo de la Divina Misericordia de hace nueve años.
Emotivo en extremo el encuentro con sus predilectos en la puerta de la residencia, en tarde de altísimas temperaturas físicas y espirituales. Asombroso el incesante acompañamiento de los cordobeses, cuando el calor hacía presagiar justo lo contrario. Muy vivo en mi memoria, el caminar solemne sobre el mar de cabezas camino de la que fue su parroquia cordobesa de San Lorenzo, que para él había cedido generosamente el paso.
Allí, asomado a aquellas mismas naves, pudo venerar de nuevo, visible en el Sagrario, a la imagen bendita de la Virgen de Villaviciosa, a la que sin duda oró en vida en el viejo hospital de San Juan de Letrán, a cuya imagen aparecida sabemos que visitó en repetidas ocasiones, a la que dedicó su congregación de ermitaños y aquella iglesita entrañable del desierto del Bañuelo.
Luego vendría la histórica estación en San Andrés, la actual parroquia de la Casa de Jesús y el templo donde, aún en su primitiva arquitectura, recibió las aguas bautismales su amigo, confesor y biógrafo, el también beato fray Francisco de Posadas. La espléndida cruz parroquial, que ambos conocieron, figuraba con total propiedad encabezando la procesión.
Puedo aún ver su rica hechura renacentista llegando al Reajelo ante el apretado cortejo, para mí tan rico en humanos afectos: mis hermanas hospitalarias, mis hermanos de Jesús Nazareno y de Villaviciosa, los de las cofradías nazarenas ligadas a la congregación, los voluntarios y devotos, la agrupación musical de mi Cristo de Gracia… Hasta los candelabros de mi Virgen del Socorro vinieron a alumbrar entre los simbólicos girasoles al beato.
Ahora que casi duele el cansancio físico, un recuerdo muy especial a los anónimos costaleros cuyo esfuerzo esta noche califico, sin dudarlo, de heroico. En ellos y en su impecable equipo de capataces, cuántas vivencias que solo Dios conoce, cuántas historias en las que brilló la ternura misericordiosa del Padre a través del padre Cristóbal.
A ellos y a cuantos han hecho posible tan maravillosa realidad, mi más encendida gratitud. Por todos, mi más fraterna oración.