Festividad del Corpus Christi

Lectura del santo evangelio según san Marcos (14,12-16.22-26):

El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?»
Él envió a dos discípulos, diciéndoles: «Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?» Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.»
Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
Mientras comían. Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo.» Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo: «Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios.»
Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos.

Palabra del Señor

UNA ALIANZA/PACTO DE SANGRE

En el momento central de nuestras celebraciones eucarísticas, proclamamos: «este es el Sacramento de nuestra fe». Con un artículo determinado «el». Como si sólo hubiera un sacramento. No decimos «este es uno de los 7 sacramentos», ni siquiera «este es el sacramento más importante». Y es que realmente, sólo tenemos un sacramento: Jesucristo-Eucaristía. Los otros… no son sino «derivaciones», variaciones, aplicaciones a distintos momentos de la vida de fe. Y sin embargo hay no pocos bautizados que dicen no necesitar este sacramento central de la fe. Y quienes se acercan a él principalmente si es «día de precepto», y no siempre. Muchos no sabrían explicar por qué es «importante» o «necesario»: tal vez ofrecan su testimonio de que se sienten bien al comulgar, que les ayuda a ser mejores, que les falta «algo» si no van a misa… Está bien… pero esto no ayuda gran cosa a los que preguntan «por qué debiera yo ir a la Eucaristía», «por qué es importante o necesario». Eso se queda corto. Tenemos que reconocer que hay una buena falta de formación bíblica, teológica y litúrgica (las tres) que ayude a valorar, disfrutar y aprovechar esto que Jesús nos dejó como Testamento de su vida. Como también evitar convertirlo en algo diferente a lo que Jesús pretendió.

Teniendo en cuenta las lecturas de hoy, me centro sólo en algunos aspectos:

Comienzo por subrayar/recordar que en la Eucaristía hacemos «un pacto de sangre» con Dios. Las palabras «Pacto», «Alianza» (nueva) y «Testamento» son sinónimas. Precisamente dan nombre a cada una de las dos partes de la Biblia. Para comprender su importancia y alcance, necesitamos mirar al que fue el «Primer Testamento» (ahora se prefiere este nombre), o Antigua Alianza o Pacto.

En el principio, Dios quiso elegir y constituir un pueblo y sellar con él un compromiso. En las culturas antiguas había dos formas de hacerlo: con un banquete y con sangre de animales. La iniciativa de Dios le llevó a fijarse en un grupo de gente que se encontraba en Egipto en estado «penoso» (esclavos, dispersos, sin identidad…) y empezó pidiéndoles que cenaran juntos, antes de emprender aquel largo Éxodo. Porque compartir la misma mesa supone empezar a crear «lazos» de amistad y comunión. Para los pueblos mediterráneos esto era y es muy significativo: a la gente que nos importa, la invitamos a comer; las personas de mayor confianza y cercanía comparten a menudo la misma mesa. Cuando queremos celebrar algo importante… comemos juntos. Y es que Dios pretendía, desde el principio, la convivencia, la unión, la cercanía, la amistad, la intimidad entre los que iban a formar su pueblo.

También ése fue un objetivo muy significativo para Jesús que, con tantísima frecuencia, compartía la mesa con toda clase de personas, sin discriminaciones ni condiciones. Y se lo llegaron a reprochar: «éste come con pecadores». Les escandalizaba por lo que eso significaba: una oferta de amistad, cercanía, acogida, intimidad… a personas frecuentemente alejadas de Dios. Y lo hacía en el nombre de su Padre: era «parte» esencial de su mensaje universal y del verdadero rostro de Dios. Comía también a menudo con sus amigos más íntimos. Tanto, que el criterio de discernimiento para buscar el sustituto de Judas (y nos serviría como la primera definición de discípulo) es: «el que ha comido con Jesús». Precisamente su despedida y Testamento consistió en una Cena, en la que pidió a sus discípulos: sed uno, amaos, sabrán que sois de los míos por el amor que haya entre vosotros. Compartir la mesa, por tanto, DEBE estrechar los lazos entre nosotros… porque si no la vaciamos de sentido, no es lo que Jesús quiso. No podemos «privatizar» el Cuerpo de Cristo, pretendiendo comulgar con él… y excluyendo o ignorando a los que comparten con nosotros la misma mesa.

Después de la liberación de Egipto, llegaron al Sinaí, donde culminaría y se ratificaría un pacto/alianza o contrato. Lo resume esa frase repetida en las Escrituras: «Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios». Moisés presenta al pueblo las Palabras/Mandamientos que ha escuchado a Dios, y que había puesto por escrito. El pueblo repite que «haremos lo que manda el Señor». Y luego viene un rito hecho a base de sangre de animales, por el que se sella un «pacto de sangre», para el cual toman sangre de animales que se derrama a la vez sobre un altar (Dios) y sobre el pueblo, expresando con este rito que ambos quedaban comprometidos de por vida (=sangre), y así se convertían en una nueva familia (consanguíneos) que se definía por hacer lo que les decía el Señor. Y el Señor, por su parte, se comprometía a estar siempre con ellos. (Primera lectura de hoy)

Jesús reformulará esa Alianza. Primero: habrá solo un mandamiento (nuevo): amarnos como él nos amó. Considerará discípulos suyos a los que hagan lo que él manda: amar como él. Y se compromete a estar con ellos todos los días hasta el fin del mundo, se compromete a darles su propia vida, a hacerlos hermanos e hijos. Y esto lo hace por medio de un gesto: compartir el pan y beber la copa. Son discípulos suyos los que comen su cuerpo y beben su copa. Y este pacto/Alianza lo sella Jesús con su propia sangre. Como signo de su fidelidad y de su amor incondicional él ofrece toda una vida (eso es la «sangre») entregada/derramada desde el amor. Y pide a sus discípulos:

– A partir de ahora vosotros -todos juntos, en comunión- vais a ser mi Cuerpo, haciéndome presente en el mundo cuando yo ya no esté.

– Vais a hacer de vuestra vida una entrega hasta el final, como mi propia entrega

– Recibir su Cuerpo y Sangre es irnos convirtiendo en el mismo Jesús para hacer lo mismo que él hizo, en memoria suya. Hasta poder decir, como san Pablo, «ya no soy yo… es Cristo quien vive en mí».

Por último: la sangre (nos lo recordaba la Carta a los Hebreos) tenía también un sentido de purificación/renovación cuando el pueblo quebrantaba su compromiso, su Alianza. Se repetía todos los años en la fiesta del «Yom Kippur». Jesús sustituye todos esos antiguos ritos y ofrece su vida, derrama su sangre «para el perdón de los pecados». Jesús muere en la cruz pidiendo el perdón al Padre para nosotros. De modo que ya no necesitamos más sangres de animales: la participación en el Sacramento de nuestra fe nos devuelve a la comunión con Dios tantas veces como la perdamos. Es realmente el Sacramento del perdón para los pecadores.

¿CONCLUSIONES?

– Recibir el Cuerpo de Cristo es aceptar su invitación y comprometernos a construir comunidad, a fortalecer lazos, a amar a los que Jesús elige sentar conmigo a su mesa

– Recibir el Cuerpo de Cristo es integrarse en el grupo de discípulos, aceptar ser Cuerpo vivo de Cristo y vida entregada en el amor cada día, sellando la Alianza que Jesús me ofrece con su sangre

– Recibir el Cuerpo de Cristo es estar dispuesto a «hacer» todo lo que el Señor nos ha dicho en la Liturgia de la Palabra, lo que encontramos en las Escrituras

– Recibir el Cuerpo de Cristo supone a menudo reconocer que hemos «fallado» en nuestra entrega a Dios a través de los hermanos, y necesitamos renovar nuestra Alianza y acoger la vida, el Espíritu, el Amor el perdón que Cristo nos ofreció durante toda su vida culminada en la muerte de Cruz

– Recibir el Cuerpo de Cristo es aceptar que Dios se pone en mis manos (de ahí la costumbre y el sentido de recibir la comunión en la mano, que durante los primeros 10 siglos fue ¡el único modo de comulgar!), y depende de mí, para que lo lleve conmigo, y le reparta y me reparta con él a cualquier hermano que tenga hambre.

– Recibir el Cuerpo de Cristo no es un «premio» a los que son «buenos», a los que creen merecerlo… sino la ayuda que Cristo ofrece a sus discípulos débiles, pecadores, miedosos, traidores…porque bien sabe que «sin mí no podéis hacer nada».

Y muchas más… Por hoy ya valen.

Que de verdad SEAMOS juntos el Cuerpo de Cristo, porque Cristo sigue teniendo tanto que hacer… con ayuda de los que somos miembros de su Cuerpo…

Evangelio del Domingo de la Santísima Trinidad


Evangelio según San Mateo 28,16-20

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»

Palabra del Señor

EL «MISTERIO» DE LA TRINIDAD


«Sólo el Dios encontrado.
Ningún Dios enseñado puede ser verdadero,
ningún Dios enseñado.
Sólo el Dios encontrado
puede ser verdadero».

Charo Rodríguez, La luz de la niebla


Hay que reconocer que para muchos cristianos eso de la Trinidad es un “rollo”. A veces lo dicen así de claro, dando por sentado que todas esas frases del Credo Nicenoconstantinopolitano son un “rollo”, aunque se repitan en muchas Misas, porque no las entienden, y no saben qué tienen que ver con su experiencia personal de fe. ¿Tres sustancias en una esencia? ¿Tres personas en una sustancia? ¿Una naturaleza en tres personas? ¿Dos naturalezas en una sola persona? El valor que tienen nuestras definiciones y afirmaciones sobre Dios es sobre todo «sugerir», porque a Dios no podremos nunca “meterlo” dentro de una definición, por muy “ex cátedra” que sea. Estas formulaciones y otras parecidas les decían mucho a la Iglesia de Nicea o de Calcedonia… pero pueden haberse quedado vacías para nosotros después de tantos siglos y de tantos cambios. El lenguaje evoluciona muy deprisa. También nosotros tenemos no pocas dificultades para leer a Cervantes o a Santa Teresa en sus versiones originales, y sólo han pasado cinco siglos. Decía el Papa Francisco que «la misión es siempre la misma, pero el lenguaje para anunciar el Evangelio pide ser renovado con sabiduría pastoral». (Mayo 2015)

Con una sorprendente comparación, no recuerdo quién, comentaba que las fórmulas dogmáticas de los concilios son como “albóndigas teológicas”: Bien picadas y calentitas, pueden resultar muy digestivas, apetitosas y alimenticias. Pero si, después de haber estado en el horno, se han quedado frías, pueden resultar incluso indigestas, por muy buena carne que lleven. Y sería absurdo empeñarse en metérselas a la gente en la boca, por la simple razón de que, cuando fueron hechas estaban buenísimas.

Es verdad que esas afirmaciones forman parte de una riquísima Tradición, y del esfuerzo de muchos pensadores por dar respuesta a las dificultades que se iban presentando a la fe… Y por eso no podemos deshacernos de ellas a la ligera. Pero hay que prestar atención a las dificultades, retos y necesidades de la fe que tiene HOY el hombre de la calle, y no menor cuidado merece el LENGUAJE, para que pueda ser significativo en este siglo XXI. Hoy muchos se preguntan cómo encontrar a Dios en la vida cotidiana, cuáles son los caminos de la oración, qué tiene que ver Dios con el problema del mal en el mundo, si el cristianismo es la única religión “verdadera”, cuáles son los valores que hoy tenemos que defender según nuestra fe, qué se puede o se debe cambiar en nuestros ritos y tradiciones litúrgicas, en el modo de comprenderse a sí misma la Iglesia, los dogmas, la moral… Mucha tela para una sencilla homilía, claro y para este humilde misionero.

Pero vamos a intentar decir algo comprensible sobre el «Misterio» de la Trinidad.

EL «MISTERIO» DE LA TRINIDAD.

El primer sentido de “misterio” que nos viene a la cabeza es de algo incomprensible, ininteligible, jeroglífico, crucigrama sin solución, ¡tres en uno!… un rompecabezas. Pero claro, la Trinidad no quiere ser como un pasatiempo para ratos perdidos… Y sobre todo, no consta que Jesús, Mateo, Lucas o Pablo tuvieran afición a los acertijos. Ellos, al hablar de la Trinidad, estaban hablando de su experiencia vital.

También decimos que “la persona es un misterio”. Es decir, que tiene una profundidad que nunca captamos del todo, que no se puede tocar, ver, clasificar, definir, encerrar…. Nos llega algo de ella por medio de su rostro y de su aspecto… pero eso sólo no es ella. Nos ayudará el contemplar sin prejuicios su comportamiento, sus actitudes, sus ideas… Y si amamos a esa persona, todavía captamos muchos más aspectos que se escapan a los demás: quien más te quiere es quien mejor te conoce… De lejos no conocemos realmente a nadie. Y nunca conocemos a nadie del todo.

Pues para poder decir algo sobre Dios y su misterio, es necesario tener una mínima experiencia personal de él. Porque si no, convertimos a Dios en ideas, especulaciones, discusiones, discursos, normas… y no en una persona (mejor dicho, tres). Primero hay que haber “olido” a Dios:

Discutía un grupo de alumnos en qué consistía exactamente eso del ‘Dios Trinidad’. Cuando llegó el maestro, todos se abalanzaron sobre él, pidiéndole explicaciones. Él les dijo: ¿Quién de vosotros ha sentido alguna vez el aroma de una rosa? “Todos”, le contestaron al unísono. Y de nuevo preguntó: ¿Quién de vosotros puede describírnosla?

Decir que “la Trinidad es un Misterio” es afirmar que nos desborda; que algo de Él comprendemos porque nos hemos cruzado con Él, hemos notado su rastro, hemos sentido su aroma. Intuimos que en Dios hay tanta riqueza de vida, tanta creatividad y originalidad… que ni en toda la eternidad podremos abarcarlo del todo.

Escribía el Papa Benedicto: “La doctrina de la Trinidad no pretende haber comprendido a Dios. Es expresión de los límites, gesto reprimido que indica algo más allá”. Y también: “Todo intento de aprehender a Dios en conceptos humanos lleva al absurdo. En rigor, sólo podemos hablar de Él cuando renunciamos a comprenderlo y lo dejamos tranquilo”.

Por eso debemos poner mucho cuidado con tantas “imágenes falsas de Dios”, deformaciones que hacemos, consciente o inconscientemente. Y debemos poner cuidado porque nuestra manera de entender y relacionarnos con Dios, condiciona y afecta a nuestro modo de situarnos en la vida y de vivir la fe. Dime cómo es tu Dios y te diré cómo te relacionas con él y cómo te comportas con los otros, y en la vida.

Yo no sé explicar o definir lo que es el amor o la amistad. Pero sí sé decir cuándo los siento y cuándo los recibo, o lo que me pasa cuando no están. Y eso es lo más importante. Yo no sé explicar lo que es el silencio, pero sí sé decir cómo me siento cuando me recojo y me escucho, y cómo me va en la vida cuando me falta. Y así tantas cosas importantes de mi vida: la alegría, la ternura, la comprensión, vivir con sentido, la belleza… y también Dios.

Por dar unas pinceladas. Para mí, si Dios es Padre… quiere decir que yo soy hijo, que tengo quien me ama sin condiciones, que me quiere entrañablemente y que hace todo lo posible para que sea feliz. Que de él vengo y hacia él voy. Que por mis venas corre su ADN divino.

Si Dios es Hijo… quiere decir que yo valgo mucho, porque él quiso ser como yo. Y que me enseña que sobre todo soy «hermano». Que mi tarea en la vida es construir fraternidad y comunidad. Que puedo y debo pasar por el mundo dándome, haciendo el bien, luchando contra cualquier injusticia o sufrimiento que afecte al ser humano.

Y si Dios es Espíritu Santo, me sé consagrado, perteneciente a Dios, portador de Dios… para hacerle presente donde quiera que voy, y haga lo que haga. Que estoy habitado, acompañado, fortalecido y animado por una presencia amorosa, de modo que puedo ser libremente instrumento de su amor, manos suyas, ojos suyos, pasos suyos, misericordia suya….

Por eso, en esta fiesta, yo recibo hoy la invitación a ser “buscador” de Dios. Primero con el corazón, con la experiencia. Y luego también con la cabeza. Ambas necesarias. A irlo conociendo cada día un poco más. Sabiendo -y esto es muy importante- que si Dios es Trinidad (comunión de personas), para poder conocerle, para encontrarle un poco, tendré que caminar acompañado de otros hermanos, compartiendo fe y vida. Los otros son camino hacia el Dios Trinidad. Juntos podremos rastrear mejor sus múltiples huellas en el Universo, en el hombre y en el interior de cada uno.

Evangelio Domingo de Pentecostés

Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-23):

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Palabra del Señor

LAS TAREAS DEL ESPÍRITU

Podríamos hablar de una primera etapa en la Historia de la Salvación, protagonizada por el que luego llamaríamos con más propiedad el Dios Padre. Fue el comienzo de la revelación de Dios, en la que se va dando a conocer como el Dios Altísimo, el Dios Creador, el Dios de la nube, del rayo, del diluvio, el que libera de la esclavitud del faraón y conduce a la tierra de la libertad…

Vendría una segunda etapa en la que llega al culmen esa revelación de Dios por medio de su Hijo Jesucristo, haciendo presente germinalmente el Reino de Dios. Podríamos llamarla la etapa del «Dios con nosotros», Dios uno de nosotros, Dios en medio de nosotros. El Hijo de Dios hecho carne frágil en Jesús nos ofreció las claves de la felicidad (bienaventuranzas), las claves para hacer de este mundo «otro», el Hijo de Dios empeñado en la comunión fraterna, y que nos dejó como testamento el «sed uno, amaos como yo, servid y lavaos los pies, acoged a los más pequeños»… Se trata del Hijo de Dios que venció el pecado, el mal y la muerte, y que es ya para siempre el Señor, sentado a la derecha del Padre… (Ascensión).

Y llega por fin una tercera etapa. Podríamos llamarla la del «Dios en nosotros», o también la etapa de la Iglesia y de la misión. En definitiva: el Tiempo del Espíritu.

El Espíritu es el Gran Desconocido en el cristianismo Occidental. En una de sus homilías el Papa Francisco comentaba:

El Espíritu Santo es el gran olvidado de nuestra vida. Yo quisiera preguntaros: ¿cuántos de vosotros rezáis al Espíritu Santo? Es el gran olvidado, ¡el gran olvidado! Y Él es el Don, el Don que nos da la paz, que nos enseña a amar y que nos llena de alegría.

Ciertamente que rezamos el Padrenuestro, rezamos al Señor Jesús, rezamos a la Virgen y a los santos… Pero himnos como este tan bello que hoy nos acompaña en la liturgia, que es el himno más antiguo al Espíritu Santo y que data probablemente del siglo XI, pocos lo saben, pocos lo usan. ¡Pocos se dirigen al «Dios-Espíritu» en su oración!

Aquí se dice que es el Padre amoroso del pobre, repartidor de dones, luz, consuelo, huésped del alma, tregua y brisa en los momentos duros, que reconforta en el duelo (en la muerte), y enjuga lágrimas, el que impide que el pecado nos derrote, que nos sintamos vacíos por dentro, riega lo que está seco, sana el corazón enfermo, doma a los espíritus rebeldes, guía al que se sale del camino, salva al que busca salvarse… En definitiva: es TODO LO QUE DIOS HACE o puede hacer EN NOSOTROS HOY. La acción del Dios vivo en los seres humanos.

Y así empezaríamos por reconocer que «no sabemos orar como conviene» (Rom 8, 26-27), y a menudo intentamos manejar a Dios en nuestro beneficio, nos llenamos de palabrería, nos evadimos de la realidad. Pero dice San Pablo que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad» y nos hace ponernos delante del Dios Padre y de su voluntad. Necesitamos pedirlo sinceramente, y el Padre «nunca lo niega a quien se lo pide» (Lc 11, 13). Y es bien importante aprender a descubrir la voluntad de Dios sobre mí (hasta lo decimos en el Padrenuestro), lo que tengo que ir eligiendo y decidiendo en mi vida, cómo distinguir la voz de Dios en mi conciencia, cómo reconocer su presencia en mi vida cotidiana y en nuestra historia. Es lo que se llama el discernimiento, que es una de las tareas del Espíritu.

La presencia del Espíritu derramado sobre nosotros nos da ocasión para profundizar en la universalidad del mensaje del Evangelio y del amor de Dios («de toda raza, lengua, pueblo y nación», Apoc 5, 9). «Todos» los que lo reciben son profetas, portavoces de Dios, de modo que «cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua». Y cada bautizado recibe dones y cualidades para el bien común (Segunda Lectura de San Pablo). Por eso, en este día dedicado al Apostolado Seglar, podemos afirmar que el «clericalismo» es un pecado contra el Espíritu Santo. Decía el Papa Francisco:

“Recuerdo ahora la famosa expresión: «es la hora de los laicos». Pues pareciera que el reloj se ha parado”. Todos ingresamos a la Iglesia como laicos, puesto que el primer sacramento, el que sella para siempre nuestra identidad y del que tendríamos que estar siempre orgullosos es el del bautismo. Nos hace bien recordar que la Iglesia no es una élite de los sacerdotes, de los consagrados, de los obispos, sino que todos formamos el Santo Pueblo fiel de Dios. Hay que poner atención al clericalismo, que lleva a la funcionalización del laicado; tratándolo como ‘recaderos’, y coarta las distintas iniciativas, esfuerzos y hasta -me animo a decir- osadías necesarias para llevar el Evangelio a todos los ámbitos del quehacer social y especialmente político”. El clericalismo poco a poco va apagando el fuego profético que la Iglesia está llamada a testimoniar en el corazón de sus pueblos. El clericalismo se olvida de que la visibilidad y la sacramentalidad de la Iglesia pertenece a todo el Pueblo de Dios (cfr. LG 9-14) Y no solo a unos pocos elegidos e iluminados”.

Sería, por tanto, oportuno e incluso urgente que revisáramos de qué manera estamos contribuyendo todos, conjuntamente, entrelazadamente, a la Iglesia de Jesús: qué aporto yo personalmente, cómo valoro y me relaciono con otros carismas, sensibilidades, espiritualidades, misiones… En el plano personal, parroquial, diocesano, nacional… Hay mucho clericalismo que superar. Pero también mucha pasividad en muchos bautizados y muchos «grupos» que trabajan por libre o incluso en contra de otros…

Es el Espíritu el que nos ayuda a salir de nuestros encierros, de nuestro cristianismo anquilosado, que pretende seguir siempre igual, aunque todo cambie alrededor… sin arriesgarnos a buscar nuevos caminos y respuestas. No sé quién afirmaba que «hay peligrosas novedades, pero hay mas peligrosas antigüedades». Ese empeño por mantener lo de ayer por ser de ayer, y rechazar todo lo que suene a cambio, novedad, búsqueda, adaptación, renovación es miedo, comodidad, el no querer leer los «signos de los tiempos»… es rechazo del Dios-Espíritu Santo, que «hace nuevas todas las cosas» (eso dice la Biblia de él: Is 43,18: Apoca 21, 5).

Pero hoy me voy a fijar en un punto: la vida «espiritual», que es la vida del Espíritu. Uno de los más grandes teólogos del Concilio Vaticano II, decía: el verdadero problema de la Iglesia es «seguir tirando con una resignación y un tedio/rutina/inercia cada vez mayores por los caminos habituales de una mediocridad espiritual» (Karl Rahner). En el corazón de muchos cristianos se está apagando la experiencia interior de Dios. La sociedad moderna ha apostado por «lo exterior». Todo nos invita a vivir desde fuera. Todo nos presiona para movernos con prisa, sin apenas detenernos en nada ni en nadie. La paz tiene difícil encontrar resquicios para penetrar hasta nuestro corazón. Vivimos casi siempre en la corteza de la vida. Se nos está olvidando lo que es saborear la vida desde dentro. Para ser humana, a nuestra vida le falta una dimensión esencial: la interioridad. Muchos no han descubierto lo que es el silencio del corazón, ni han aprendido a vivir la fe desde dentro. Y se mantienen como pueden, repitiendo oraciones aprendidas, practicando algunas costumbres tradicionales… pero con poca capacidad de contagiar algo a los que vienen detrás. Acoger al Espíritu de Dios quiere decir aprender a escucharlo en el silencio del corazón. Dejar de pensar a Dios solo con la cabeza, y aprender a percibirlo en los más íntimo de nuestro ser. No es probable que se mantenga la fe en Dios, en medio de la agitación y frivolidad de la vida moderna, sin una comunidad fraterna con la que compartirla y madurarla y testimoniarla. ¡Somos templos el Espíritu!

Lo dejo como reto, como inquietud, como propuesta, como… ¡yo qué sé! Esto es lo que me ha sugerido hoy el Espíritu… y es lo que os he dicho, con mayor o menor acierto, pero con un corazón deseando que arda como llama de amor viva (que era como Juan de la Cruz se dirigía al Espíritu) de mi alma y de nuestra alma en el más profundo centro. Espíritu que nos habitas y nos conduces: ¡VEN!

Evangelio de la Festividad de la Ascensión del Señor al Cielo

Conclusión del santo evangelio según san Marcos (16,15-20):

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: «ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.»
Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.

Palabra del Señor

EL TIRÓN DEL PADRE

Nadie puede dudar del tirón tan fuerte que el Padre ejercía sobre Jesús. Había como una «química» especial entre los dos. No hay más que escucharle hablar, porque de lo que está lleno el corazón, habla la boca (Mt 22,34). Jesús estaba permanentemente «enganchado» al Padre. Y no dejaba de hablar de él (además de hablar frecuentemente con él). Algunos especialistas sugieren que toda la vida de Jesús, y todo el Evangelio, se podrían resumir en una sola palabra: «Abbá», Padre, palabra del entorno familiar, con la que los niños se dirigían a sus padres. Nadie antes en Israel se había atrevido nunca a dirigirse a Dios de ese modo.

Jesús habla del Padre con infinita ternura, y también con añoranza. Sólo habría que contar, por ejemplo, las veces que pronuncia esta palabra en cuarto Evangelio: ¡115 veces! Le oyeron decir: Sí Abbá; aquí estoy, Abbá; lo que tú quieras, Abbá; Abbá, tú sabes que te quiero; Abbá, te doy gracias porque has revelado estas cosas a los sencillos; Padre, que se haga tu voluntad; Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu… Sin duda que Jesús vivía en el Padre, para el Padre, por el Padre, desde el Padre, con el Padre, hacia el Padre… Hasta decía que su alimento era «hacer la voluntad del Padre». Y les repetía a sus discípulos: «vuestro Padre del cielo», queriendo que también ellos gozaran de esa especial intimidad y cercanía.

Pero también el Padre, por su parte, estaba pendiente de él, y vivía en él, como dice el mismo Jesús: «Felipe, ¿no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?»; o bien: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (aquí tenéis resumida la misión del cristiano: que vean al Padre en nosotros):

+ Cada palabra de Jesús tiene los ecos de lo que ha escuchado (en su oración) al Padre.

+ Comparte los mismos sentimientos del Padre. Particularmente la compasión y la misericordia.

+ No sólo habla y siente, sino que también «hace» lo que el Padre le ha encomendado, por más que le cueste sangre, sudor y lágrimas (Getsemaní).

Por eso Jesús tuvo tanto «tirón» popular: era un canal eficaz por el que les llegaba el amor del Padre. Pasaba haciendo el bien, daba esperanza, defendía a lo más débiles, se ponía del lado de los marginados, tocaba el dolor de los enfermos, sanaba, denunciaba… en el nombre del Padre.

En uno de los más antiguos himnos cristianos, recogido por San Pablo en una de sus cartas, se nos dice que Jesús se dedicó a «bajar» a «rebajarse»: Primero bajó del cielo hasta el seno de una mujer, y bajó después a un miserable pesebre en Belén. «Bajó» al río Jordán para ser bautizado entre los pecadores. «Bajó» para mezclarse con los pobres, los marginados (que siempre están «abajo» y «debajo»). Y tanto bajar, tanto rebajarse, quedó hecho una auténtica piltrafa de hombre, colgado entre el cielo y la tierra. Y se hundió en la muerte, y bajó al sepulcro, a las entrañas de la tierra, y -como decimos en el Credo- bajó a los infiernos… No se puede bajar más abajo en todos sentidos. Al contario de tantos, empeñados hasta límites insospechados en «subir» como sea, en escalar puestos, en «estar arriba».

¡Tanto bajar! ¡Tanto bajar! Aunque nunca bajaba solo. El Padre lo acompañaba en todos esos «abajamientos». Los largos y frecuentes ratos de oración a solas con Él, le despertaban su sed de infinito, su añoranza del cielo (también esto nos ocurre al resto de los mortales, cuando oramos «cristianamente»). Así que, una vez cumplida su misión, es el momento del «tirón» definitivo del Padre, del reencuentro final. Y así nos hemos podido enterar de que el destino del hombre no está «abajo», sino arriba. El destino del hombre no es el fracaso, sino la gloria. El futuro del hombre no son los gusanos y el olvido, sino la eternidad y la gloria de Dios. Con palabras de San Agustín: «Nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto (desasosegado) hasta que no descanse en Ti».

Y allá que se fue. Como decimos en el Credo, a «sentarse a la derecha del Padre». Es un modo de hablar, claro. En el cielo no hay asientos, ni Dios tiene derecha ni izquierda. Con palabras menos «teológicas», diríamos: Se fue a fundirse con el Padre en un abrazo tan inmenso, que saltaron las chispas del Espíritu, sobre la tierra, desparramándose sobre nuestras cabezas, llenándonos de dones. Lo celebraremos el domingo próximo.

Pero, como todas las despedidas, también aquí hay una sombra de «tristeza» en el que se va, y en los que se quedan. El Señor se aleja físicamente de sus queridos discípulos, y ellos… se quedan sin él. Siempre se acaba queriendo a aquellos con quienes compartimos la intimidad y la vida, tantos buenos como malos momentos. Toda despedida, toda «partida» siempre supone un «partirse», porque nos dejamos un trozo de nosotros, algo/alguien que quisiéramos llevarnos y no puede ser… Esto mismo le ocurre a Jesús. El corazón se le parte un poco, y así se lo confiesa a sus amigos:

– Me voy, pero vuelvo, no tardaré mucho

– Me voy, pero me seguiréis más tarde

– Me voy, pero es para prepararos un sitio en la casa de mi Padre

– Me voy, pero no os olvidaré, porque os llevo en el corazón

– Me voy, pero volveréis a verme

– Me voy, pero os enviaré al Espíritu Defensor, Consolador, Espíritu de la Verdad, el mismo Amor…

– Me voy, pero el Padre seguirá cuidando de vosotros, como lo hizo conmigo, para que ninguno se pierda.

Por eso, mientras andemos por aquí abajo, y siguiendo el ejemplo del Señor, necesitaremos con frecuencia dirigirnos al Padre Nuestro que estás en los cielos. Para que nuestra esperanza y nuestros proyectos no se queden alicortos, para que veamos siempre más allá de la cruda realidad, para que soñemos el sueño de Jesús, para que no nos importe bajar y rebajarnos cuando sea necesario, o incluso cuando nos «bajen» por la fuerza… Porque «el de arriba» ya tirará de nosotros cuando andemos hundidos. Lo ha dicho con bellas palabras la segunda lectura de hoy: «Que el Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros». De este modo, podremos tomar el relevo al Señor Jesús, poniendo todo lo que somos y podemos al servicio de lo único importante: El Reino y la justicia. El Espíritu será nuestra fuerza interior y nos ayudará a discernir los caminos para llevar adelante la tarea. Inmensa tarea en la que todas las manos son pocas: el encargo es hacer discípulos de todos los pueblos. Como ha escrito el Papa Francisco (EG 20):

Hoy, en este “id” de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva “salida” misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar esta llamada: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio.

Así que el cielo lo miraremos de reojo (porque allí está el Padre que nos espera), pero para llenarnos de fuerza, porque el trabajo lo tenemos aquí abajo, en la tierra, donde el Espíritu del Señor sigue cooperando y actuando para que se haga su voluntad aquí en la tierra como en el cielo.

Evangelio 6° Domingo de Pascua

Lectura del santo evangelio según san Juan (15,9-17):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.»

Palabra del Señor

DIOS ES AMOR

La primera gran palabra que existió jamás, y origen de todas las palabras bellas y de todas las cosas buenas es «amor».

En el principio fue el Amor de Dios. Y como el Amor es comunicación y expresión, el Amor se puso a hablar y a cambiarlo todo: fue vencido el caos, el desorden, la oscuridad, y creó la luz, la vida, el equilibrio, el paraíso… y al ser humano para que recibiese todo lo que él era y daba, y lo hizo capaz de entregarse, dialogar, fundirse y amar. Y como todo era fruto del Amor, todo era muy bueno. El Amor sigue diciendo muchas veces «hágase», y lo hace todo bueno, vital, luminoso, humano.

Cuando decimos que Dios «es» amor, estamos diciendo que Dios «ama», que está hecho de amor, que sólo sabe y sólo puede amar, y que todo lo que hace es por amor, para hacer crecer el amor, para sostener el amor, para hacer posible el amor. El amor es lo que está detrás y antes de mi nacimiento. Él me amó y quiso que yo existiera. Y el amor será el abrazo final que recibiré cuando se acabe mi existir. Y entre el nacimiento y el descanso eterno, el amor es la «fórmula secreta» para llenar de sentido la vida y hacerla fecunda.

Si esta es la «definición» de Dios, quiere decir que donde está Dios, allí hay amor. Por tanto, todo el que se acerque a Dios tiene que amar, porque el amor lo empapa y lo envuelve y sale siempre hacia afuera, se expande, se multiplica, se contagia.

Cuanto más cerca está uno de Dios, más tiene que notarse por su amor; todo el que es tocado por Dios, aunque no se haya dado cuenta, aunque diga que no cree en Dios, se habrá contagiado de amor y esto vale para todos y para siempre… porque nada ni nadie existe sin el amor de Dios.

Nadie puede decir con verdad que ha visto a Dios, que conoce a Dios, que cree en Dios, que ama a Dios, que ha comulgado el sacramento del amor, que ha hablado con Dios… si su corazón está frío, duro, violento, egoísta, si es individualista, si su corazón hace distinciones, si ama selectivamente, si ama exigiendo correspondencia, si ama poseyendo y dominando, si ama absorbiendo o aislando, si ama con celos, controlando.

«Dios es amor» quiere decir también que donde hay amor allí está Dios.

Si encuentras señales de amor auténtico, estás rastreando las huellas de Dios. Donde hay personas que se ayudan, se perdonan, se unen, se comprometen entre sí y en favor de los otros, es que están movidas -aunque quizá no lo sepan- por el Espíritu de Dios, que es el Amor de Dios derramado en nuestros corazones.

Es cierto que la palabra «amor», tan corta, tan sencilla pero tan rica, se usa sin mucha precisión, sin respeto, vaciándola de contenido, confundiéndola con otras cosas.

Y acabamos por llamar «amor» a casi cualquier cosa. Y luego vienen los desengaños. Salpicamos la palabra con nuestro barro y llegamos a decir «amor» a lo que es puro egoísmo, manipulación, dominio, atracción física, deseo o sentimentalismo, dependencia, necesidad…. Por eso es importante y necesario que cuando hablemos de amor o queramos llamar a algo «amor» miremos al que más sabe de amor: A Dios Padre en Jesucristo por el Espíritu.

El auténtico amor es LIBERADOR.

No soporta ver al otro enredado, sin dignidad, esclavo, limitado, usado, disminuido. Y entonces se pone a romper cadenas y a plantar cara a cualquier faraón que pretenda aprovecharse. Así se presentó Dios a Moisés en la zarza, y a ello dedicó Jesús toda su vida.

El auténtico amor es DIALOGANTE.

Cuando el otro se ha equivocado, ha fallado, ha metido «la pataza», se esconde, se escapa…. Cuando el otro piensa distinto, cuando tiene sus propios criterios… Sabe salir a buscarlo allá donde esté escondido, deprimido, avergonzado, sufriente, y pregunta, echando un punte: «¿Dónde estás? ¿qué te ha pasado?»… para procurar restaurar la comunión, tender puentes, hacer posible el encuentro.

El auténtico amor REVELA LA PROPIA INTIMIDAD, se atreve a confiar lo más secreto.

Ahí tenemos a Jesús «desvelando» a sus discípulos su entrañable relación con el Padre: «A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». El silencio, la oración, las inquietudes, los sueños, las lágrimas, los miedos, el discernimiento cuando hace falta tomar decisiones… también son compartidos.

El auténtico amor es SACRIFICIO. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó lo que más quería, su Hijo único», para hacer posible el amor entre nosotros.

Cuando el amor es verdadero y limpio, es capaz incluso de quitarse de en medio para no ser un obstáculo: «te quiero tanto, que te quiero feliz… aunque sea sin mí». «Me importas más tú que yo mismo». «Seré feliz si tú lo eres, aunque me cueste y me duela no estar contigo». Esto lo saben muy bien los padres y madres. Pero también todos los que entienden lo que es un auténtico amor.

Y «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». Es la máxima renuncia a los propios y justos deseos o intereses personales. Con tal de hacer posible la felicidad del otro, quien ama está dispuesto a la máxima renuncia: renunciar a uno mismo y al otro. Así es Dios, así lo hizo Jesús. Así lo debemos hacer también nosotros. Y de ese modo, el auténtico amor SE MULTIPLICA y crece.

Me resulta muy significativo que Jesús, después de esa «declaración» amorosa hacia sus discípulos, después de llamarles «amigos», de revelarles su intimidad, y todo lo demás, no reclama amor hacia sí mismo. Habría sido lógico oírle decir: «Amadme así también vosotros». Pero no: la prueba de que le amamos a él, de que hemos acogido y valorado su amor… es el amor que nos tengamos entre nosotros. Sorprendente exigencia. La señal de que amamos a alguien (incluido Dios), es que creamos alrededor comunión, comunidad, fraternidad. Sentimos la necesidad de que también los que estén a nuestro alrededor se amen y se sientan amados. Todavía más: que cualquier hombre o mujer se sienta amado, y con más razón aquellos que andan escasos o más necesitados de amor: los enfermos, los hambrientos, los que viven sin dignidad, los fracasados en la vida, los que no pueden estar en su tierra, los sometidos, los enfermos, los mayores, los emigrantes sin recursos…

«Oséase»: que es imprescindible recordar y saborear a menudo que Dios es Amor y todo lo que ha hecho por nosotros por amor… para que nosotros, que fuimos hechos a su imagen y semejanza, pongamos el amor por delante, sobre todo con obras, con hechos: ¡Hay tanto que amar! ¡Y podemos amar tanto más! Permaneciendo a tiro de su inmerecido Amor. Su Amor es el que hace posible el nuestro.

Hermano mío: yo te amo. Yo te quiero por mil razones:

Yo te amo porque Dios quiere que te ame y me ha hecho tu hermano.

Te amo porque Dios me lo manda. Te amo porque Dios te ama.

Te amo porque Dios te ha creado a su imagen y para el cielo.

Te amo porque Dios derramó su sangre para darte la vida.

Te amo por lo mucho que Jesucristo ha hecho y sufrido por ti.

Y como prueba del amor que te tengo haré y sufriré por ti todas las penas y trabajos, incluso la muerte si fuera necesario.

Te amo porque era amado de María, mi queridísima Madre.

Te amo, y por amor te enseñaré de qué males te debieras apartar, qué virtudes debes desarrollar, y te acompañaré por los caminos de las obras buenas y del cielo. (San Antonio M Claret)

Evangelio 5° Domingo de Pascua

Lectura del santo evangelio según san Juan (15,1-8):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.»

Palabra del Señor

CREER Y DAR FRUTOS


No hay sarmientos sin vid: quedan reducidos a unos palos secos, que dicen que son estupendos para asar chuletas o preparar una paella, o calentarse con una buena fogata. Y poco más. Tampoco hay vino sin uvas, en número suficiente. Con una sola uva no hacemos nada. Ni siquiera con un racimo. Por lo tanto: Si nosotros somos los sarmientos, y Cristo es la vid, sin estar unidos a él no podemos hacer nada. Nos quedamos «secos». Y estando unidos a él y al resto de los sarmientos… debiéramos dar frutos suficientes como para poder tener buen vino. La afirmación de Jesús es: «Yo soy la vid, vosotros (en plural) los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis (en plural de nuevo) hacer nada». Es un mensaje referido especialmente a la comunidad de seguidores. Estas sencillas afirmaciones, no necesitan que les demos muchas vueltas: se comprenden muy bien. Otra cosa es que seamos coherentes con ellas.

En cuanto al fruto abundante al que se refiere Jesús (y ya que él es el grano enterrado que da mucho «fruto») tiene que ver con una vida entregada, como la suya, y con el Reino… que es descrito con palabras como «justicia, paz, servicio, misericordia, compromiso con el pobre, el enfermo, el emigrante…, acogida, libertad, perdón, fraternidad…». Palabras todas ellas relacionadas y referidas a los otros. Aunque hay que tener cuidado con las «palabras» porque, como advierte hoy la carta de Juan: no nos quedemos en las palabras, en las creencias, en las ideas, en los discursos, en las grandes afirmaciones, no amemos de «boquilla», sino con obras, con hechos. O sea: dando frutos. «Este es su mandamientos: «que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó». Creer en Jesucristo es amar, amarnos.

Estamos, pues, ante un punto central: ¿Qué aporta la fe realmente a nuestra vida?¿En qué consiste para nosotros «tener fe»?

La fe no se juega en el terreno de los sentimientos: «Ya no siento nada… debo estar perdiendo la fe», dicen algunos. No hay duda de que la fe toca el corazón, se siente, se experimenta, se disfruta, a veces duele… Pero sería un error reducirla a sentimientos y aún peor a «sentimentalismo»: tendría fe si me emociono, si se me saltan las lágrimas, si «siento algo» cuando comulgo, etc. La fe -como el amor auténtico- es una actitud responsable y razonada, una decisión personal, un compromiso: haya o no haya sentimientos.

La fe no es tampoco una opinión. Cada creyente tiene la responsabilidad de aceptar a Dios en su vida, e ir madurando y profundizando lo que supone ser discípulo de Jesús hoy, en sus circunstancias personales y sociales concretas. Cada cual vive su fe de un modo personal, único e intransferible. Pero no significa caer en el subjetivismo: «yo tengo mis propias ideas y creo lo que a mí me parece». La fe no es un «menú» que yo elijo con lo que me apetece, lo que me viene bien, lo que está de acuerdo con mis opciones previas, y la vivo con los que tienen ideas parecidas a las mías… pero dejando a un lado lo que no me gusta, no me encaja o no me viene bien. No puedo hacerme un dios a mi imagen y semejanza, ni puedo construirme una fe sin los otros, sin contrastar y discernir honestamente, para ir purificando y madurando lo que fuera necesario. No puedo ignorar o rechazar a los «distintos» por el simple hecho de serlo, ni estar siempre a la defensiva y con el impermeable puesto para todo lo que no vaya conmigo. Eso es más propio de las sectas, o quizá de los partidos políticos, pero no del cristiano. Como dice san Pablo, el criterio principal ha de ser el «bien común», la construcción del Cuerpo de Cristo.

La fe no es simple costumbre o tradición recibida de los padres, y que a menudo se queda en cumplir con ciertos ritos y obligaciones religiosas. Eso puede ser un comienzo, un buen comienzo… pero después hay que personalizar, madurar, aplicarlo a la propia vida, trabajar y buscar el encuentro personal con Dios, responder a la propia vocación. Traducirlo en «obras», para que sea la fe de/en Jesús.

La fe no se reduce a una especie de «tranquilizante», que me ayudaría a sentirme bien, o evadirme de la realidad en ciertos momentos. Creer en Dios es, sin duda, fuente de paz, consuelo y serenidad, pero la fe no es sólo un «agarradero» para los momentos críticos: «yo cuando me encuentro en apuros acudo a la Virgen o a San Antonio que es muy milagrero». Creer es el mejor estímulo para luchar, trabajar y vivir de manera digna y responsable, un impulso para levantarse y salir adelante cuando las cosas vienen mal. Para comprometerse y transformar la realidad. A Jesús su tarea misionera le trajo muchas complicaciones, y acudía al Padre no tanto para sacarle favores (o «mercedes», como se decía antes), cuanto para preguntarle cuál era en cada momento su voluntad y para contar con su fuerza.

La fe no es simplemente un conjunto de recetas morales, o autoexigencias con las que podamos estar en orden delante de Dios. Es muy limitada la fe que se centra en corregir los defectos, fallos y debilidades personales, donde el yo y mi propia perfección son el centro de mi examen de conciencia y de mis propósitos… El AMOR es lo que debe ocupar el centro, mi entrega, mi servicio, mi compromiso en favor del Reino. Cierto que cometemos errores, que estamos condicionados por defectos y hábitos que nos cuesta mucho corregir. Y nos cuesta liberarnos de la idea de que por eso Dios nos rechaza y nos condena, del mismo modo como nos condena nuestro corazón/conciencia. Muy luminoso lo que nos decía la Carta de Juan: si nos comprometemos con un amor práctico al hermano, ya no tenemos que tener miedo de nuestras miserias, de nuestra fragilidad y ni siquiera del juicio severo de nuestra conciencia; de lo que ésta pueda reprocharnos. Podemos tranquilizarnos, porque “Dios es más grande que nuestro conciencia” (v. 20).

El amor a los hermanos, la justicia, el trabajar por la comunión, el construir un mundo mejor para todos son los frutos que el Señor espera de sus sarmientos. Que dejemos de mirarnos tanto a nosotros mismos, y nos preocupemos de producir las «uvas» PARA QUE COMAN/BEBAN OTROS, para alegrar y hacer mejor la vida de los otros. La obra de Jesús fue vivir entregándose. Y su «savia» en nosotros tiene que producir lo mismo, aunque el sarmiento pueda ser feo, imperfecto o estar muy retorcido por la vida. Si permanecemos unidos a la vid… daremos frutos, que es lo que al Labrador le importa.

La verdadera fe tiene, sobre todo, tres grandes pilares, según nos enseñan las lecturas de hoy:

La Palabra de Jesús, que permanece en nosotros y nos va «limpiando», podando, purificando para que aumenten los frutos de Amor. «Si mis palabras permanecen en vosotros…». Por tanto en encuentro frecuente con la Palabra en nuestras celebraciones y en nuestra vida espiritual.

La Eucaristía, como el medio excepcional para estar en comunión con él, para recibir su savia. Es decir: que la Eucaristía es importante y necesaria. Imprescindible. No como algo obligatorio con lo que «cumplir» los días de precepto, sino como la fuerza que necesitamos para amar y entregarnos «por Cristo, con él y en él». «Comulgar» no es simplemente «comer» un trozo de Pan. Sino ir haciendo de mi vida un «pan» que se parte, se reparte y se entrega, «en memoria suya». Es identificarme con el Señor, y permitirle que se entregue hoy a través de mí.

Y en tercer lugar la Comunidad. La comunión con la vid es al mismo tiempo, inseparablemente, comunión con el resto de los sarmientos. La Eucaristía no es un alimento privado, para mí, para mi devoción, para mis necesidades individuales, para hacer yo mis rezos a solas. La Eucaristía es una comida fraterna. Si la consecuencia de mi «comulgar» no me lleva a implicarme con la comunidad de hermanos, sino me lleva a sentir la necesidad de caminar con ellos… será otra cosa distinta a lo que quiso el Señor: «Tomad, comed y sed uno», «Tomad, comed y amaos como yo», «Tomad, comed y lavaos los pies unos a otros».

Al final, lo que «permanece» es el Amor, que es lo que nos mantiene vivos.

Evangelio 4° Domingo de Pascua

Lectura del santo evangelio según san Juan (10,11-18):

En aquel tiempo dijo Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre.»


Palabra del Señor

¡MIRAD QUÉ AMOR!

La segunda lectura de hoy comienza con una invitación a la sorpresa, al agradecimiento, a la emoción, a la contemplación: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre». En el Salmo hemos orado: «Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación, yo te ensalzo». Y en el Evangelio: «Yo soy el Buen Pastor que da su vida por las ovejas; que conozco a las mías, y las mías me conocen, tengo poder para entregarla por esto me ama el Padre». Es decir: Que el Padre nos ama hasta el punto de hacernos sus hijos. El Buen Pastor nos ama hasta el punto de dar la vida por nosotros y hasta por ovejas que aún no están entre las suyas. Y el Espíritu, que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones y que clama «Abbá, Padre». ¡TODO EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN Y LA PASCUA ES UN MISTERIO DE AMOR!. Dios es amor, es el que ama y se entrega, y es el que hace posible el amor entre sus ovejas: la comunidad. Por eso me ha parecido necesario detenerme en ese amor de Dios, tal como nos ha invitado el Apóstol Juan.

Si Dios es Amor no significa simplemente que Dios «a veces ama», de vez en cuando. O que Dios ama a algunos (que se lo merecen y ganan), y a otros no tanto. Sino que Dios no puede dejar de amar, por muy malos que seamos los hombres. Si dejara de amarnos, ya no sería Dios. O si en ciertas circunstancias no amara, no podríamos decir que «es Amor». El amor ama, aunque no reciba respuesta (los padres lo saben muy bien desde su propia experiencia).

Si Dios es amor, no necesitamos cumplir ningún requisito para que Dios nos ame, me ame. De modo que, aunque seamos pecadores, Dios no se aleja de nosotros, ni se enfada. ¡Es que somos sus hijos! Si acaso, -así me lo imagino yo-, se le escapará alguna que otra lágrima de pena, mientras espera a ver si decidimos volver. Porque amar es también tener esperanza, nunca dar algo por perdido. Como decía san Pablo a los de Corinto: «el amor no lleva cuenta de las ofensas, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta». Ya que, como dice un Salmo: «el Señor se acuerda de que somos barro», él nos creó frágiles, y por ser frágiles fallamos…le fallamos. Pero el amor siempre cree y espera que el otro sea mejor. Decimos: «Alguna vez se dará cuenta», «ya madurará, ya cambiará…». Eso mismo dice el Dios-Amor. Y aunque nos creamos merecedores de castigo, nos recuerda la Primera Carta de Juan: «Si nuestra conciencia nos condena, Dios es más grande que nuestra conciencia». Y también: «el amor no consiste en que nosotros amemos a Dios, sino en que él nos amó primero a nosotros»… Todo esto lo sabemos con la cabeza, claro, pero nos cuesta acoger la bondad, el amor, la misericordia de Dios, y andamos pensando que necesitamos «merecer» su amor. Pero la lógica de Dios es que Él ama primero, sin límites y gratuitamente.

Si Dios es amor, significa que me necesita, que desea continuamente encontrarse conmigo para decírmelo y hacérmelo notar. No otra cosa es la oración, como dice la conocida definición de Teresa de Jesús: «Orar es estar (no dice nada de decir, o de hacer: estar) muchas veces tratando de amistad/amor con quien sabemos que nos ama». Tan pronto como nos recogemos en silencio y nos ponemos a la escucha del corazón, suena dentro como una voz que nos dice:«Tú eres mi Hijo amado». ¡Pues lo somos! Pero también me necesita para que su amor llegue a otros: el amor es expansivo y el Buen Pastor tiene otras ovejas lejos… a las que tiene que salir a buscar, acoger y cuidar. Y yo debo ser un «instrumento de su amor». (Hoy precisamente celebramos en muchos lugares la Jornada de oración por las vocaciones): extender, multiplicar, compartir, testimoniar el Amor recibido de Dios.

Si Dios ama al hombre, significa que el hombre es tremendamente importante. Tanto amó Dios al mundo que se bajó de su cielo, para meterse en nuestra carne y experimentar en sí mismo lo que somos y sentimos. Un Amor solidario: haciéndose uno de nosotros, y pobre entre los pobres… estaba atribuyendo al hombre, al pobre, al que «no sirve ni pinta nada» un valor infinito. Y cuando nos ponemos a amarles, nos parecemos mucho a Dios: Somos dioses. Y tanto nos amó que dio la vida por nosotros, que es un signo incomparable de amor. El amor llega hasta ese extremo: que el otro importe más incluso que mi propia vida.

Si Dios es amor, todas nuestras cosas le afectan e importan. Sufre, pelea y se alegra y triunfa conmigo. Le interesan mis pequeñas y grandes preocupaciones, y disfruta cuando las comparto con él: «Yo conozco a mis ovejas». Así es como me doy cuenta de que no se aparta de mí ni de día ni de noche: «Te doy gracias porque me escuchaste» (Salmo). Conocer es una consecuencia de amar, y amar exige conocer.

El Amor de Dios se convierte en compañía cuando sufrimos, es fortaleza para que salgamos adelante. Por Amor se convierte en Pastor Bueno cuando necesitamos protección o guía porque atravesamos por cañadas oscuras. Y nosotros en su nombre, haremos lo mismo.

Si Dios es Amor, yo no soy su siervo, ni su esclavo. No tiene celos de mi libertad, porque me la ha dado precisamente él. Me quiere libre y responsable de mi vida. Y está a mi disposición para levantarme cada vez que me caigo. O cuando el sufrimiento o el mal parecen derrotarme. Le gusta verme de pie, ni postrado ni humillado. Me ayuda a liberarme cuando me dejo enredar con otros falsos dioses y señores: Ellos sí que me enganchan, me «atan», me esclavizan. En cambio él no tiene inconveniente en arrodillarse a lavarme los pies cansados de los caminos. Arrodillarse para servir y amar sí.

Si Dios es Amor, quiere decir que el Amor es lo único que tiene importancia. El 1er mandamiento de la Antigua Alianza decía «Amarás a Dios sobre todas las cosas». Y todos los demás son derivaciones de él. Seguramente no haría falta ningún otro mandamiento. Pero cuando falta el amor… se multiplican las leyes, normas, prohibiciones… Pues después de mostrarnos hasta dónde llega el amor (entregarse, dar la vida, cuidar, proteger, acompañar…) Jesús nos dejó un solo mandato: «Amad/amaos como yo», que viene a ser lo mismo que «poner el amor al hermano por encima de todas las cosas».

¿Por qué digo todas estas cosas tan conocidas por todos? Uno sospecha que la «falta» de vocaciones (cualesquiera que sean) puede deberse a un déficit de amor: y por eso se hace cada vez más urgente y necesario que se noten mucho más los gestos de amor de los pastores de la Iglesia, la preocupación real por el bien de las ovejas, por encima del propio bien y de la propia vida. Y hacer crecer la frecuente escasez de amor entre los hermanos de las comunidades cristianas (¿mirad cómo se aman?); que no parezca más relevante el cumplimiento de leyes, normas y ritos… que el esfuerzo por entregarse, por la caridad, por amar como Cristo nos amó. Y por supuesto: contemplar, profundizar, gozar, orar, meditar… el amor del Dios-Padre-Hijo-Espíritu (¿quizá habría que enseñar cómo hacerlo?).

Termino como comenzaba:

¡MIRAD QUÉ AMOR NOS HA TENIDO DIOS!

Pues eso.

Evangelio 3° Domingo de Pascua


Lectura del santo evangelio según san Lucas (24,35-48):

En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros.»
Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma.
Él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.»
Dicho esto, les mostró las manos y los pies.
Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo que comer?»
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos.
Y les dijo: «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.»
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras.
Y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto.»

Palabra del Señor

“¿Por qué tenéis esas dudas en vuestro corazón?»

El texto evangélico de este domingo nos presenta a los discípulos llenos de dudas, ante la repentina presencia de Jesús resucitado .»Pero Jesús les dijo: –¿Por qué estáis asustados? ¿Por qué tenéis estas dudas en vuestro corazón? … Les enseñó las manos y los pies. Pero como ellos no acababan de creerlo…». Parece que Jesús se asombra ante la reacción de sus amigos.

Ante esta pregunta de Jesús, muchos hombres y mujeres de hoy desplegarían una larga lista de motivos para dudar, para no terminar de creer. La situación sanitaria que estamos pasando ha servido para que algunos profundicen, retomen, fortalezcan y renueven su fe. Pero también se han multiplicado los hermanos que se han ido llenando de dudas, o dicen estar perdiendo la fe, como consecuencia de su desconcierto ante la falta de respuesta de Dios, o por haberse alejado temporalmente de la práctica religiosa… y no saber cómo recuperarla, e incluso… si realmente la necesitan para algo.

Ciertamente que ya pasaron los tiempos de «creer a ciegas». El haber sentado en un trono a la razón y la ciencia, y el no ser ya (si es que alguna vez lo fue) la fe algo generalizado en el ambiente social, e incluso que se mire con recelo, sospecha y hasta rechazo a quienes se dicen llamar creyentes… El haber confundido las prácticas religiosas y las tradiciones sociales con la auténtica fe… han puesto las cosas más difíciles a eso de ser creyentes.

El escepticismo, la incredulidad, la desconfianza, las dudas respecto a la «identidad» de aquel que se les aparecía, son rasgos del camino lento y fatigoso que irían conduciendo a los apóstoles hacia la fe. La realidad de la resurrección les parecía demasiado bella como para ser verdad. A veces los apóstoles tuvieron la impresión de tener delante a un fantasma; otras veces, como en el lago de Tiberíades, no «reconocieron» en el Resucitado al Maestro al que habían seguido por los caminos de Palestina. O aquellos dos de Emaús del Evangelio de hoy, que no se dieron cuenta de quién era aquel peregrino hasta la Fracción del Pan. Incluso después de su última manifestación antes de la Ascensión sobre un monte de Galilea –nos cuenta el evangelista Mateo– “algunos dudaron” (Mt 28, 17).

Sus dudas, persistentes incluso después de tantas señales dadas por el Señor, prueban, ante todo, que los apóstoles no eran unos ingenuos. Y además, muestran que la fe no es un rendirse sin más ante la evidencia, ya que el Señor no quiere «imponerse», sino que es la respuesta libre a una llamada. Existen razones respetables para rechazarla, y el hecho de que haya incrédulos prueba que Dios actúa de manera muy discreta, que respeta la libertad humana.

Por eso, lo primero podemos afirmar que la fe no es nunca una certeza absoluta. Que lo normal es tener dudas. Nadie, que de verdad se haya arriesgado a creer, puede decir que alguna vez no lo han sorprendido las dudas frente a las verdades que confiesa y y que han formado parte de su vida. Según vamos avanzando en la vida y vamos acumulando experiencias, aparecen unas dudas y otras. La biografía de grandes creyentes de nuestra historia así nos lo muestran. Recordemos cómo San Juan de la Cruz hablaba de la «noche oscura del alma». O cómo Madre Teresa de Calcuta confesaba haber tenido dudas terribles durante muchísimos años. O Unamuno (entre otros muchos) en permanente lucha entre el creer y el no creer, que dejar como epitafio : «Méteme Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar, dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar. Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo».

Las dudas no se pueden confundir con la falta de fe. La acompañan y empujan a madurar y buscar. Sólo quien duda, avanza. No pocas veces el problema está más bien en nuestras falsas ideas y expectativas sobre Dios. Como los de Emaús es que «nosotros esperábamos, creíamos…» y resulta que la cosa se les había quedado en nada.

En segundo lugar: no todas las dudas tienen el mismo peso. Hay dudas sobre aspectos centrales y esenciales de la fe y otras que no. Por ejemplo: dudar de la resurrección del Señor, de que Él esté vivo en medio de nosotros, o de su presencia en la Eucaristía, o las verdades recogidas en el Credo son cuestiones fundamentales… Pero no es raro que el problema esté más bien en las explicaciones que nos dieron o en el lenguaje utilizado… que tal vez ya no nos valen. Hay cristianos que pretenden que las catequesis que recibieron en su infancia, o las explicaciones más o menos acertadas de las homilías, o de un cura o catequista en concreto… tienen que valerles para siempre y para todo. Y también decir que no pocos confunden sus dudas sobre la Iglesia, la moral o ciertas tradiciones… con la propia fe.

Quiero recoger apenas algunas sencillas pistas que podemos aprovechar de los relatos de san Lucas:

– «Hablar de estas cosas». Jesús se hace presente cuando sus discípulos se están contando mutuamente sus experiencias (estas cosas), no sus ideas. Comparten, expresan, dialogan, contrastan, reflexionan e interpretan lo que les ha pasado, lo que no entienden. Buscan juntos. La fe cristiana es comunitaria. Y en estos tiempos es muy conveniente buscar alguien experimentado que nos acompañe en nuestros caminos de fe.

– La paz del Resucitado. Cuando las cosas están confusas, cuando hay miedos, cuando perdemos las referencias… la presencia del Resucitado pacifica (aunque también nos pueda dejar «inquietos»). Es un signo de que él anda por medio y nos permite identificarlo. Me gusta decir que «Dios no nos saca las castañas del fuego» (como esperaban los dos de Emaús y tantos otros), sino que «nos ayuda a no quemarnos con las castañas», a enfrentar las dificultades sin venirnos abajo. Es necesario, por tanto, dirigirnos a él para pedirle la paz, la serenidad, la luz que necesitamos…. Los Sacramentos son medios especialmente favorables para encontrar luz, fuerza y paz.

– A Jesús le gusta hacerse presente en medio de nuestras cosas cotidianas. «¿Tenéis ahí algo que comer?» Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado». Con demasiada frecuencia nuestra oración no intenta descubrir a Jesús o invitarle a nuestras cosas de cada día: comer, trabajar, compartir, la amistad y los diálogos… La oración y la vida cotidiana andan demasiado a menudo por cauces distintos. Por eso invita a los discípulos a ir a Galilea (donde compartieron la vida): «allí me veréis».

– Comprender las Escrituras. Lucas insiste en que no podemos «entender» a Jesús si desconocemos las Escrituras. No se trata sólo (aunque también ayuda) de tener unos mínimos conocimientos de su lectura e interpretación (esta es tarea pendiente de buena parte de los cristianos). Sino de aprender a poner en relación lo que estamos viviendo con la Palabra escrita. Aquello que dice tan bellamente un Salmo: «Lámpara es tu Palabra, Señor, para mis pasos, luz en mi sendero».

Muchos de nosotros tendremos que seguir creyendo a tientas, entre dudas y búsquedas permanentes, pero sin asustarnos ni huir de ellas. Y si acaso gritaremos, como aquel padre que pedía la curación de su hijo:“¡Creo, Señor, pero aumenta mi fe!” (Mc 9,24).

Evangelio del Domingo de la Divina Misericordia (II de Pascua)

Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-31):

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegria al ver al Señor.
Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús.
Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos.
Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.»
Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Palabra del Señor

LA COMUNIDAD QUE NECESITA TOMÁS

El tema central de este segundo domingo de Pascua es, por encima de todo, la COMUNIDAD. El Evangelio nos ayuda a descubrir cómo es una Comunidad que NO tiene en el centro a Jesús de Nazareth, hasta que él «aparece» y ocupa su lugar («se puso en medio») y qué consecuencias tiene para todos. ¿Y qué pasa cuando en esa Comunidad hay algún hermano que, aun deseándolo, no ha experimentado un encuentro personal con el Resucitado, y vive envueltos en dudas?

Cuando el Resucitado no se ha puesto «en medio» de nuestra vida, vivimos con el alma cerrada, intentando defendernos como podemos de nuestros propios miedos y culpas, levantando muros protectores, desconfiando incluso de los más cercanos, guárdandonos para dentro lo que soñamos, nos duele, necesitamos, nuestras frustraciones… Cerramos puertas, ponemos cerrojos y guardamos silencio. Así estaba Tomás.

¡Qué solos y qué mal estamos cuando nos falta el Resucitado, cuando no lo sentimos, cuando no lo encontramos mientras otros sí lo encuentran. No hay palabras que nos consuelen. Quizá nos digan: «tú confía en Dios, tú reza, tú pide, tú acércate a los sacramentos»… Pero sin resultados.

Y no por ser una Comunidad Cristiana… está necesariamente en medio el Señor. Puede que haya celebraciones solemnes, y charlas y actividades… pero cuando hay luchas de poder, divisiones, o más preocupación por el orden y la ortodoxia que por la vivencia de la fe y el amor, o las relaciones fraternas son poco fraternas, o simplemente pocas; cuando hay poco espacio para la novedad… El Espíritu es siempre constructor de novedad, pero cuando falta el Espíritu, cuando no está el Resucitado… estamos como muertos. O cuando los pobres, los que sufren, o los que «no están» no preocupan demasiado… NO PODEMOS HABLAR DE LA COMUNIDAD DEL RESUCITADO. El evangelista hablaba de que había MIEDO.

Mucha de la actividad en nuestro mundo, mucho de nuestro activismo viene para huir de la relación, se tiene miedo de encontrarse con los demás, se tiene miedo de encontrarse de veras con los demás, se tiene miedo de sentirse responsables de los demás, se tiene miedo de compartir las propias debilidades y de hacerse interdependientes unos de otros. Y por eso se cierra uno dentro de sí. (Jean Vanier)

Ante la desesperanza y el miedo, es fácil caer en la tentación de las nostalgias: otros curas, otros grupos, otros Papas, otros tiempos. Y encerrarnos en recuerdos o intentar olvidarnos de todo, como Pedro -nos lo cuenta otro evangelio- que se  marcha a pescar para distraerse. Aunque no pesca nada. O los de Emaús, que lo dejan todo atrás, se alejan confusos y desanimados. Se alejan de la comunidad. No es difícil, por lo tanto, comprender y sentirse identificados con este Tomás, apodado el Mellizo.

Cuando se escribe el cuarto Evangelio, en torno al año 100, han cesado las «apariciones pascuales». Y la fe no podía depender de una experiencia como aquellas, que por otro lado, no muchos tuvieron. Aquella comunidad, inmersa en una cultura filosófica griega que exigía comprobaciones, razonamientos, pruebas y evidencias no podía simplemente invitar a «creer» porque otros lo dijeran. Eso podría más bien llamarse «credulidad», o lo que antes se llamaba «la fe del carbonero».

Aquella situación no es muy diferente de la nuestra: No es suficiente «creer» porque nos lo digan otros o nos lo cuenten los evangelios. Pero tampoco podemos aportar pruebas concluyentes sobre aquel acontecimiento de la Resurrección de Jesús. ¿Entonces?.

Por una parte hace falta una mínima «confianza» en la veracidad de lo que la Comunidad cristiana nos cuenta (su testimonio). Y por otra parte, necesitamos una experiencia personal de que el Resucitado está vivo y afecta a mi vida. ¿Cómo es esto?

Si la desconfianza y la incredulidad o el rechazo son mi punto de partida… es muy improbable llegar a la fe. Algunas pocas veces ha ocurrido en nuestra historia. Por eso se vuelve indispensable más que las palabras, el testimonio de vida de los actuales seguidores de Jesús, cómo viven, transformados por la presencia del Señor Resucitado.  Las lecturas de hoy nos ofrecen claves importantes sobre cómo ha de ser la Comunidad del Resucitado:

La cercanía a los «heridos» y crucificados de hoy, «tocar sus llagas» en los sufrientes y crucificados de hoy. Eso que el Papa llama una Iglesia «hospital de campaña», una «Iglesia samaritana», una Iglesia que se va a buscar a los descartados.

Una Iglesia comunidad de hermanos que comparten y reparten lo que tienen, y se aman entre sí. El libro de los Hechos de los Apóstoles lo explica suficientemente.

Una Iglesia «misericordiosa», que quiere, procura y sabe reconciliar y perdonar; que pone la compasión y la misericordia por encima de las leyes, y al servicio de las personas.

Una Iglesia instrumento de Paz  (Francisco de Asís), que sabe dialogar, acoger, comprender, acompañar, hacerse presente en los conflictos para tender puentes.

Una Iglesia que no se encierra en sí misma, que sale a las periferias, que pone en el centro al Señor, y no a sí misma; que huye del clericalismo para ser Pueblo de Dios, comunidad fraterna y de servicio mutuo. Una Iglesia valiente, en la que no faltan los mártires.

Cuando alguien busque al Señor… es lo mejor (¿lo único?) que podemos ofrecerle: «esto es lo que hace el Señor con nosotros». De poco valen los documentos, los discursos, ni los catecismos, ni siquiera la lectura de la Biblia. Todo esto, si acaso, vendría después. Antes es… permitir al Señor que me transforme, que me cambie la vida, que me perdone, que me pacifique, que me comprometa al servicio de los más necesitados. Que sea de verdad «Señor mío y Dios mío».

Y por eso la Iglesia tiene que esforzarse, mejorar, convertirse, purificarse, adaptarse y cambiar para poder ofrecer estos «caminos» de fe y responder a los retos de hoy. No hay fe sin comunidad de testigos. No hay fe sin compromiso personal de entrega. No hay fe sin encuentro personal con el Resucitado.

Evangelio de la Pascua de Resurrección de Nuestro Señor

Lectura del santo evangelio según san Juan (20,1-9):

EL primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

Palabra del Señor

LA EXPERIENCIA DEL RESUCITADO

Es bien llamativo que el Resucitado elija a unas mujeres para su primera aparición. Anoche en la Vigilia, la versión de san Marcos nos hablaba de unas cuantas mujeres camino del sepulcro. Y hoy Juan nos presenta la aparición a María Magdalena. El caso es que el Resucitado no se ha presentado ni a Pilato para darle un tirón de orejas por irresponsable y corrupto. Ni mucho menos al gran César de Roma. Tampoco al todopoderoso Sanhedrín o a las autoridades del Templo, que lo habían condenado en Nombre de Dios y su sagrada Ley. Ni siquiera a aquellos Doce discípulos «varones» con los que tanto tiempo había pasado. Fue como una pequeña broma del Resucitado.

Las mujeres, que en aquella época de la sociedad judía, no pintaban nada, no contaban para nada, tenían al menos dos cosas a su favor: querían a Jesús con toda su alma. Tanto, que se pusieron en camino sin preocuparse de pedir que las acompañara algún hombre para retirar la enorme piedra a la entrada del sepulcro. Y lo segundo: no tienen miedo de dar la cara, de que otros se enteren de que ellas sí le conocían, que sí habían estado con él, y aun muerto y despreciado, siguen queriéndole. Valentía y amor.

Después de ellas, poco a poco, los discípulos y demás apóstoles irán teniendo experiencias parecidas. Pero no penséis que la experiencia de resurrección fue de golpe y porrazo, todos a la vez, todos el mismo día. Ni tampoco creyeron todos inmediatamente. La versión de Juan dice que el discípulo amado «vio y creyó», pero de Pedro no lo dice. La tumba vacía no fue suficiente para él.

A lo largo de semanas, meses y hasta de años (pensad en San Pablo), los que conocieron a Jesús (y alguno que no le conoció en persona) fueron experimentando que estaba vivo, y que eso alteraba totalmente sus vidas. Ya no podían seguir como hasta ahora. Si Él estaba vivo después de haber muerto, significaba que todo su mensaje, todo su estilo, toda su vida habían sido ratificadas por el Padre que lo resucita. Nunca olvidemos que el Resucitado es un Crucificado, y que lo fue por unos hombres muy concretos y unas motivaciones muy concretas: Porque Jesús había hecho determinadas opciones, se había enfrentado con ciertas mentalidades, había denunciado muchas cosas… Y entonces, al ser resucitado, es como si el Padre estampase su firma sobre la vida y testamento vital de Jesús… ¡Por lo tanto valía la pena tomarlo en serio! Con nadie más había actuado Dios tan clara y definitivamente. Había mucho que replantear y cambiar.

Hace unos días, me comentaba alguien: «el Jueves Santo es el día más importante de la Semana Santa». Y mirando la religiosidad popular, parece que los Nazarenos, las coronas de espinas, el Santo Sepulcro, los latigazos y las Dolorosas se llevan la parte del león, y podrían darnos la impresión de que el Viernes es el día más significativo. Pero no. Si las cosas fueran así, estaríamos haciendo «memoria» de la enésima muerte injusta de un inocente en manos de los poderosos. Y la «memoria» es importante, claro que sí. Pero por sí misma no resuelve nada. Sacaríamos la conclusión de que ganan los de siempre, sin que Dios haga absolutamente nada al respecto.

Menos mal que no es así. La resurrección de Jesús significa que sólo una vida planteada, vivida y ofrecida/entregada desde el amor… tiene sentido, es más poderosa que la muerte. Y por tanto, no es indiferente cómo sea el estilo de vida personal de cada uno. Hay vidas que se «pierden», se desperdician, se condenan. Y otras que están en las manos de Dios, Señor de la Historia y de la Vida, para ser llevadas a la plenitud («Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»).

El sepulcro vacío y la ausencia del cadáver del Maestro… no demuestran nada. Los primeros «remisos» en creer que el Señor estaba vivo fueron los propios discípulos. Lo que les contasen las mujeres (y sobre todo ellas) u otros testigos… no era suficiente. La fe no es creer lo que otros han vivido, o nos han contado, sino tener nuestra PROPIA EXPERIENCIA PERSONAL, habernos encontrado con él, experimentar que está vivo y me salva. Este el centro de nuestra fe.

Algunas sencillas pistas que podrían facilitar esta experiencia, atendiendo a la experiencia de los primeros discípulos:

En primer lugar sienten a Jesús como uno de ellos cuanto están reunidos «en su nombre». Es decir, en la COMUNIDAD. Por libre no hay nada que hacer. Hay que estar entre los suyos, con los suyos y aceptar ser de los suyos.

En segundo lugar, la EUCARISTÍA. Cuando hacen lo mismo que él hizo, parten el pan, beben la copa y se comprometen a vivir su mismo estilo de vida, él se les hace presente. Con el paso del tiempo, algunos podrán llegar a decir como san Pablo: «Ya no soy yo el que está vivo, sino que es Cristo quien vive en mí». Cada discípulo de Jesús se irá transformando en otro Cristo que seguirá haciendo las mismas cosas que hizo entonces.

En tercer lugar, CUANDO ORAN, dejándose cuestionar por lo que Jesús había dicho y hecho. Cuando escuchan con el corazón, como María, y no sólo con la cabeza, para llevarlo a la vida. Cuando preguntan a las Escrituras: Señor, ¿qué tengo que hacer para entrar en el Reino? ¿cuál es tu voluntad sobre mí?. Cuando se van atreviendo a hacer suyas las oraciones que otros hicieron antes y fueron escuchados: Si quieres, puedes curarme; Señor, que vea; Señor, mi hija está muy enferma; Soy un pecador, he pecado contra el cielo y contra ti» y tantas otras.

Y también, cuando impulsados por la misericordia, reconocen al Señor en aquellos con los que especialmente él quiso identificarse: Quien acoge a uno de estos niños, a mí me acoge; y el que dé de comer al hambriento, de beber al sediento, el que viste al desnudo, el que hace compañía al enfermo, el que acoge a un refugiado … a él se lo hacemos. Ahí le seguimos encontrando.

Os decía antes que la experiencia de que Cristo había resucitado fue poco a poco. Y también los apóstoles fueron cambiando, haciéndose hombres nuevos, poco a poco. Por eso la Iglesia celebra este día de Pascua durante 50 días, como diciendo: ya irás resucitando. Y aún más: el último empujón resucitador, el que abrirá nuestras puertas cerradas, nuestros corazones de piedra nos lo dará el Espíritu del Resucitado, el Espíritu Santo.

Por eso: oremos con insistencia durante todo este tiempo pascual, deseando resucitar, deseando que el Señor nos resucite (no es cosa de nuestra voluntad) y repitamos a menudo: ¡Ven, Espíritu Santo! Una de las mejores oraciones posibles.