Evangelio 5° Domingo de Pascua

Lectura del santo evangelio según san Juan (15,1-8):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.»

Palabra del Señor

CREER Y DAR FRUTOS


No hay sarmientos sin vid: quedan reducidos a unos palos secos, que dicen que son estupendos para asar chuletas o preparar una paella, o calentarse con una buena fogata. Y poco más. Tampoco hay vino sin uvas, en número suficiente. Con una sola uva no hacemos nada. Ni siquiera con un racimo. Por lo tanto: Si nosotros somos los sarmientos, y Cristo es la vid, sin estar unidos a él no podemos hacer nada. Nos quedamos «secos». Y estando unidos a él y al resto de los sarmientos… debiéramos dar frutos suficientes como para poder tener buen vino. La afirmación de Jesús es: «Yo soy la vid, vosotros (en plural) los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis (en plural de nuevo) hacer nada». Es un mensaje referido especialmente a la comunidad de seguidores. Estas sencillas afirmaciones, no necesitan que les demos muchas vueltas: se comprenden muy bien. Otra cosa es que seamos coherentes con ellas.

En cuanto al fruto abundante al que se refiere Jesús (y ya que él es el grano enterrado que da mucho «fruto») tiene que ver con una vida entregada, como la suya, y con el Reino… que es descrito con palabras como «justicia, paz, servicio, misericordia, compromiso con el pobre, el enfermo, el emigrante…, acogida, libertad, perdón, fraternidad…». Palabras todas ellas relacionadas y referidas a los otros. Aunque hay que tener cuidado con las «palabras» porque, como advierte hoy la carta de Juan: no nos quedemos en las palabras, en las creencias, en las ideas, en los discursos, en las grandes afirmaciones, no amemos de «boquilla», sino con obras, con hechos. O sea: dando frutos. «Este es su mandamientos: «que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó». Creer en Jesucristo es amar, amarnos.

Estamos, pues, ante un punto central: ¿Qué aporta la fe realmente a nuestra vida?¿En qué consiste para nosotros «tener fe»?

La fe no se juega en el terreno de los sentimientos: «Ya no siento nada… debo estar perdiendo la fe», dicen algunos. No hay duda de que la fe toca el corazón, se siente, se experimenta, se disfruta, a veces duele… Pero sería un error reducirla a sentimientos y aún peor a «sentimentalismo»: tendría fe si me emociono, si se me saltan las lágrimas, si «siento algo» cuando comulgo, etc. La fe -como el amor auténtico- es una actitud responsable y razonada, una decisión personal, un compromiso: haya o no haya sentimientos.

La fe no es tampoco una opinión. Cada creyente tiene la responsabilidad de aceptar a Dios en su vida, e ir madurando y profundizando lo que supone ser discípulo de Jesús hoy, en sus circunstancias personales y sociales concretas. Cada cual vive su fe de un modo personal, único e intransferible. Pero no significa caer en el subjetivismo: «yo tengo mis propias ideas y creo lo que a mí me parece». La fe no es un «menú» que yo elijo con lo que me apetece, lo que me viene bien, lo que está de acuerdo con mis opciones previas, y la vivo con los que tienen ideas parecidas a las mías… pero dejando a un lado lo que no me gusta, no me encaja o no me viene bien. No puedo hacerme un dios a mi imagen y semejanza, ni puedo construirme una fe sin los otros, sin contrastar y discernir honestamente, para ir purificando y madurando lo que fuera necesario. No puedo ignorar o rechazar a los «distintos» por el simple hecho de serlo, ni estar siempre a la defensiva y con el impermeable puesto para todo lo que no vaya conmigo. Eso es más propio de las sectas, o quizá de los partidos políticos, pero no del cristiano. Como dice san Pablo, el criterio principal ha de ser el «bien común», la construcción del Cuerpo de Cristo.

La fe no es simple costumbre o tradición recibida de los padres, y que a menudo se queda en cumplir con ciertos ritos y obligaciones religiosas. Eso puede ser un comienzo, un buen comienzo… pero después hay que personalizar, madurar, aplicarlo a la propia vida, trabajar y buscar el encuentro personal con Dios, responder a la propia vocación. Traducirlo en «obras», para que sea la fe de/en Jesús.

La fe no se reduce a una especie de «tranquilizante», que me ayudaría a sentirme bien, o evadirme de la realidad en ciertos momentos. Creer en Dios es, sin duda, fuente de paz, consuelo y serenidad, pero la fe no es sólo un «agarradero» para los momentos críticos: «yo cuando me encuentro en apuros acudo a la Virgen o a San Antonio que es muy milagrero». Creer es el mejor estímulo para luchar, trabajar y vivir de manera digna y responsable, un impulso para levantarse y salir adelante cuando las cosas vienen mal. Para comprometerse y transformar la realidad. A Jesús su tarea misionera le trajo muchas complicaciones, y acudía al Padre no tanto para sacarle favores (o «mercedes», como se decía antes), cuanto para preguntarle cuál era en cada momento su voluntad y para contar con su fuerza.

La fe no es simplemente un conjunto de recetas morales, o autoexigencias con las que podamos estar en orden delante de Dios. Es muy limitada la fe que se centra en corregir los defectos, fallos y debilidades personales, donde el yo y mi propia perfección son el centro de mi examen de conciencia y de mis propósitos… El AMOR es lo que debe ocupar el centro, mi entrega, mi servicio, mi compromiso en favor del Reino. Cierto que cometemos errores, que estamos condicionados por defectos y hábitos que nos cuesta mucho corregir. Y nos cuesta liberarnos de la idea de que por eso Dios nos rechaza y nos condena, del mismo modo como nos condena nuestro corazón/conciencia. Muy luminoso lo que nos decía la Carta de Juan: si nos comprometemos con un amor práctico al hermano, ya no tenemos que tener miedo de nuestras miserias, de nuestra fragilidad y ni siquiera del juicio severo de nuestra conciencia; de lo que ésta pueda reprocharnos. Podemos tranquilizarnos, porque “Dios es más grande que nuestro conciencia” (v. 20).

El amor a los hermanos, la justicia, el trabajar por la comunión, el construir un mundo mejor para todos son los frutos que el Señor espera de sus sarmientos. Que dejemos de mirarnos tanto a nosotros mismos, y nos preocupemos de producir las «uvas» PARA QUE COMAN/BEBAN OTROS, para alegrar y hacer mejor la vida de los otros. La obra de Jesús fue vivir entregándose. Y su «savia» en nosotros tiene que producir lo mismo, aunque el sarmiento pueda ser feo, imperfecto o estar muy retorcido por la vida. Si permanecemos unidos a la vid… daremos frutos, que es lo que al Labrador le importa.

La verdadera fe tiene, sobre todo, tres grandes pilares, según nos enseñan las lecturas de hoy:

La Palabra de Jesús, que permanece en nosotros y nos va «limpiando», podando, purificando para que aumenten los frutos de Amor. «Si mis palabras permanecen en vosotros…». Por tanto en encuentro frecuente con la Palabra en nuestras celebraciones y en nuestra vida espiritual.

La Eucaristía, como el medio excepcional para estar en comunión con él, para recibir su savia. Es decir: que la Eucaristía es importante y necesaria. Imprescindible. No como algo obligatorio con lo que «cumplir» los días de precepto, sino como la fuerza que necesitamos para amar y entregarnos «por Cristo, con él y en él». «Comulgar» no es simplemente «comer» un trozo de Pan. Sino ir haciendo de mi vida un «pan» que se parte, se reparte y se entrega, «en memoria suya». Es identificarme con el Señor, y permitirle que se entregue hoy a través de mí.

Y en tercer lugar la Comunidad. La comunión con la vid es al mismo tiempo, inseparablemente, comunión con el resto de los sarmientos. La Eucaristía no es un alimento privado, para mí, para mi devoción, para mis necesidades individuales, para hacer yo mis rezos a solas. La Eucaristía es una comida fraterna. Si la consecuencia de mi «comulgar» no me lleva a implicarme con la comunidad de hermanos, sino me lleva a sentir la necesidad de caminar con ellos… será otra cosa distinta a lo que quiso el Señor: «Tomad, comed y sed uno», «Tomad, comed y amaos como yo», «Tomad, comed y lavaos los pies unos a otros».

Al final, lo que «permanece» es el Amor, que es lo que nos mantiene vivos.

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