Lectura del santo evangelio según san Marcos (9,38-43.45.47-48)
En aquel tiempo, Juan dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de nuestro grupo.»
Jesús replicó: «No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro. Os aseguro que el que os dé a beber un vaso de agua porque sois del Mesías no quedará sin recompensa. Al que sea ocasión de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran del cuello una piedra de molino y lo echaran al mar. Y si tu mano es ocasión de pecado para ti, córtatela. Más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al fuego eterno que no se extingue. Y si tu pie es ocasión de pecado para ti, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la vida, que ser arrojado con los dos pies al fuego eterno. Y si tu ojo es ocasión de pecado para ti, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el reino de Dios que ser arrojado con los dos ojos al fuego eterno, donde el gusano que roe no muere y el fuego no se extingue.»
Palabra del Señor
Los que estamos dentro de la Iglesia, hemos de reconocer que, todavía, nos solemos parecer más a esos discípulos de corazón pequeño: «Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en su nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no era de los nuestros»; que a la actitud abierta, confiada, generosa de Jesús: «el que no está contra nosotros, está a favor de nosotros»
Aún nos frenan demasiados los recelos, los capillismos, los anatemas, la resistencia a reconocer que en el “otro” hay también una huella, una verdad, una Palabra viva del Señor que nos interpela.
El Espíritu del Señor salta los muros más altos y borra las fronteras más infranqueables. No es miope el Señor, ni celoso de que su nombre se extienda por el mundo con otros apellidos.
¡Déjate envolver por el aire fresco que trae el espíritu, deja de ver enemigos, adversarios y fantasmas donde solo hay hermanos a los que querer y servir!
Lectura del santo evangelio según san Marcos (8,27-35)
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus díscípulos:
«¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decirselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»
Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
Palabra del Señor
Es fácil seguir a Jesús cuando todo sonríe, cuando todo sale bien. Pero cuando azota el viento del dolor, la prueba, la dificultad, el rechazo por creer o la muerte ¿quién se atreve a mantenerse fiel a Jesús? ¿Quién es capaz de mirar al cielo y decir: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”?
Pedro respondió muy bien a la pregunta de Jesus, dió en el clavo, pero no del todo.
Ciertamente que Jesús es el Mesías, pero no de la manera que Pedro imaginaba. No se trata, Pedro, solo de decir, se trata de comprender. Y no solo de comprender sino, sobre todo de vivir: “¿De qué le sirve a uno, nos dice hoy la carta de Santiago, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿es que esa fe lo podrá salvar?
Hoy el Señor nos invita a revisar nuestro talante ante la cruz, a descubrir cuál es nuestra actitud ante el dolor inevitable, nuestra capacidad de arriesgar algo por amor, nuestra respuesta al sufrimiento de la gente que tenemos cerca o que nos grita desde lejos, nuestra manera de compartir, nuestra disponibilidad desarraigada, nuestra opción por quién y cómo….
La cruz está ahí, siempre. Si queremos seguir a Jesús, habrá que abrazarse a ella.
Lectura del santo Evangelio según san Marcos 7, 31-37
En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga la mano.
Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua.
Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá» (esto es, «ábrete»). Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente.
Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
Palabra del Señor.
En este domingo 23 del tiempo ordinario, el evangelio nos relata el poder del señor ante la enfermedad, pero hoy también celebramos una de las más entrañables fiestas de la virgen María.
Hoy es la fiesta de la Natividad de la Virgen Maria, hoy son muchos los pueblos que veneran a la Virgen bajo multitud de advocaciones. El nacimiento de María es, usando una imagen que utiliza la liturgia, la Aurora que anuncia el nacimiento del Sol de justicia, Cristo el Señor. En efecto, en el seno de esta niña que nace acampará el Verbo de Dios hecho carne.
Agradezcamos al Señor de la vida y de la historia sus designios de amor y su fidelidad a su proyecto de salvación que sigue avanzando misteriosamente de generación en generación entre infidelidades y miseria, pero también gracias al sí de Maria, a su fidelidad y entrega al proyecto De Dios nacerá el Hombre Nuevo, la clave que permite entender la historia de la salvación.
¡Viva la Virgen de la Fuensanta patrona de Córdoba y patrona de las Cofradias!
Lectura del santo evangelio según san Marcos (7,1-8.14-15.21-23)
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.)
Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?»
Él les contestó: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.» Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.» Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.»
Palabra del Señor
¡No¡ La religión de Jesús, no consiste en lavarse las manos, en alabar a Dios con los labios pero el corazón no se inmuta con el dolor del mundo. Todo lo contrario, la impureza comienza a adherirsenos a la piel el mismo día en el que pretendemos lavarnos la mano del dolor y del sufrimiento del mundo; el día en que queremos preservarnos y buscar a Dios en algún tipo de refugio esterilizado solo para provecho personal.
«¡Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!» Es decir, dichosos cuando tomemos en nuestras manos la miseria del mundo, cuando nuestro corazón llegue a ser un corazón hecho de misericordia como el de Dios, entonces veremos a Dios.
Y si nos obsesiona nuestras manos sucias, alcemos los ojos a Cristo en la cruz. Sus manos están agujereadas y chorreando sangre. Fijemos nuestra mirada en sus ojos, miremos con Él el mundo y contemplemos a los hombres en su miseria, para creer aún en ellos.
Dios en ningún momento se lavó las manos para quitar de ellas las manchas de nuestra miseria, precisamente por eso, Él es la pureza, la santidad absoluta y no nos pide otra santidad que la de sentamos a la mesa de su Hijo y acogernos como hijos que tienen sucia las manos y el corazón pesado pero, eso si, por haber amado y haberse hecho cargo del mundo.
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,60-69):
En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen.» Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede.» Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.»
Palabra del Señor
Tú tienes palabras de vida eterna.
Podemos pensar que los hebreos eran muy desagradecidos. El Señor los saca de Egipto, donde las condiciones laborales no eran nada buenas – es lo que tiene la esclavitud, que no hay pagas extras ni 30 días de vacaciones, ni nada – y después, los guía por el desierto, va ganando todas las batallas con los pueblos que se encuentran, derriba las murallas de Jericó, los alimenta con el maná para que no mueran de hambre… Pero, de repente, empiezan a quejarse, se olvidan de todo e incluso se apartan de Dios. ¡Qué gente!
En realidad, es algo parecido a lo que nos sucede a cada uno de nosotros, cuando ha transcurrido ya algún tiempo desde la última confesión, se nos ha pasado el fervor, y volvemos a caer en los mismos errores, o sea, pecados. En la duda, no siempre optamos por Dios, no nos apoyamos en Él en los momentos de tentación. Una pena.
Se trata, como todo en esta vida, de optar. De tomar decisiones, a veces menos importantes (qué camisa me pongo, qué libro leo o qué película voy a ver), a veces muy importantes (voy o no voy a Misa, tomo esa cosa que no es mía, engaño o no engaño a mi esposo…) Todos debemos decidir qué hacer con nuestra vida, en mayor o menor medida. Y de las pequeñas decisiones va a depender, seguramente, lo que decidamos en los momentos más serios. Es lo que nos ha enseñado, a lo largo de la historia, la vida de los mártires cristianos. La muerte por la fe, morir por la causa de Jesús, es posible porque se ha ido muriendo poco a poco al “yo”, para que viva Cristo en ellos.
Dentro de la familia, también hay que optar. Elegir el estilo de vida de Jesús. Que vino no para que le sirvieran, sino para servir. Por eso, las indicaciones de san Pablo, en la segunda lectura, para que todos los miembros de la familia – todos – se preocupen de todos. Hijo de su tiempo, Pablo añade a los esclavos, pero siempre pidiendo que el trato mutuo sea conforme a la dignidad de toda persona. Ese amor recíproco es imagen del amor de Cristo a la Iglesia. Una cosa muy seria, ya que, por amor, Cristo murió por nosotros. Por todos. Así pues, todos, hijos, padres, esposos, estamos llamados a cuidar unos de otros, con respeto y cariño, sabiendo que estamos construyendo una iglesia doméstica. Aunque cueste.
Porque se oyen comentarios acerca de lo complicado que es vivir como creyentes hoy en día. Y ser fieles en el matrimonio, por ejemplo. Es curioso, porque aquellos que nos han precedido en la fe han vivido quizá situaciones más duras que nosotros, y sin embargo han sido más fieles en la fe. No hay más que recordar la situación de los cristianos en la Unión Soviética, por ejemplo. Cómo mantuvieron viva la llama de la fe, sin el apoyo del clero o de la vida religiosa.
Por otra parte, es inevitable que la fe pase por momentos de crisis. Vamos creciendo, y la fe tiene que crecer con la edad, igual que la ropa infantil nos queda pequeña cuando somos ya jóvenes: uno se hace adolescente, y hay otros intereses en la vida y fácilmente se olvida de ese Dios en el que ha aprendido a creer y al que ha aprendido a orar en la familia y en la parroquia, en la catequesis, o se protesta ante esa mirada omnipresente y controladora de Dios; llega la juventud, y parece que lo sabes todo, y no es fácil encontrar razones para seguir creyendo. Cuesta ver el Evangelio como algo plenamente serio y plenamente fundado, como Palabra de Dios que es. Llega la madurez y recibimos los golpes que nos da la vida, o se nos abren más los ojos ante el escándalo de la injusticia que hay en el mundo, o nos quejamos de la aparente indiferencia de Dios ante nuestras súplicas, y su silencio se nos hace difícil de entender. Cuántos hermanos nuestros se han alejado de Dios y de la Iglesia por este motivo.
Hoy, nos encontramos, además, con un fenómeno muy extendido. Esta época, que no parece tan propicia para la fe, es una época de notable credulidad. Por todas partes abundan los creyentes en el tarot, en el horóscopo, en los echadores de cartas, los astrólogos, todo tipo de videntes y presuntos adivinos. Quizá haya personas con facultades fuera de lo común, pero ese negocio que se ha montado a base de pura charlatanería es un signo de la gran desorientación y de la enorme credulidad de mucha gente.
La fe es algo más sobrio, más serio y más fundado. Porque, en el fondo, sí tenemos razones para creer: el sentimiento profundo de sabernos creados y amados, el orden en el universo, la sabiduría del Evangelio, la inabarcable realidad de la entrega de Jesús, todos los frutos de santidad que ha producido el Evangelio en la Iglesia. Pero las razones para creer no nos liberan de la tarea de creer. Don y tarea, al mismo tiempo, la fe. Por eso somos libres para prestar asentimiento o para desentendernos; pero no podemos olvidar que tenemos que dar alguna respuesta al misterio de la vida. En cada fase de ésta estamos llamados a dar nuestro consentimiento a Dios, ese Dios misterioso que nos ha dado señales de su existencia, de su cercanía, pero que no fuerza nuestra libertad.
El Señor, porque sabe y conoce muy bien nuestra debilidad, siempre tiene sus puertas abiertas: unas veces para entrar y gozar con su presencia y, otras, igual de abiertas para marcharnos cuando – por lo que sea – nos resulta imposible cumplir con sus mandatos. Ahora bien; permanecer con El – nos lo garantiza el Espíritu – es tener la firme convicción de que nunca nos dejará solos. De que compartirá nuestros pesares y sufrimientos, ideales y sueños, fracasos y triunfos. Porque fiarse del Señor es comprender que no existen los grandes inconvenientes, sino el combate, el buen combate desde la fe. Y, Jesús, nos acompaña, nos enseña y nos anima en esa lucha contra el mal y a favor del bien. Él mismo pasó por todo eso.
Es el momento de responder a la pregunta de Jesús, personalmente: ¿también tú quieres marcharte? Dar una respuesta sincera puede ser un modo de incentivar nuestra fe, si es que está algo dormida. Si creemos y servimos al Señor, que lo hagamos con valentía, con generosidad y transparencia, sabedores de que seguirle, aunque no sea fácil, siempre merece la pena. Gracias a Dios – nunca mejor dicho – no suelen faltar a nuestro lado personas que tienen una fe madura, y que responden como Pedro: «¿A quién vamos a acudir? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna». La compañía de esas personas es un apoyo para nuestra fe, que a veces puede sentirse pequeña, frágil y tentada. Ojalá nosotros podamos ser también ejemplo para otros. Es el camino para ser feliz. El camino de la cruz, recorrido con Cristo y con los hermanos. Es el camino para ser santo.
Hoy en nuestra Cofradía estamos de fiesta, celebramos la festividad de nuestro Titular San Bartolomé.
Lectura del santo evangelio según san Juan (1,45-51):
En aquel tiempo, Felipe encuentra a Natanael y le dice: «Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret.» Natanael le replicó: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» Felipe le contestó: «Ven y verás.» Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño.» Natanael le contesta: «¿De qué me conoces?» Jesús le responde: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.» Natanael respondió: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.» Jesús le contestó: «¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has ver cosas mayores.» Y le añadió: «Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre.»
Palabra del Señor
Natanael, que quiere decir Bartolomé, fue apóstol un poco por casualidad. Pasaba por allí y se encontró con su amigo Felipe. Claro que también tenemos que suponer que andaba buscando algo en su vida. Por eso, Felipe le habló de Jesús. Si Natanael hubiese estado solo preocupado por la cosecha o por la enfermedad o por el desperfecto en el tejado de su casa, casi seguro que Felipe no le habría hablado de Jesús. Pero Felipe debía saber de las inquietudes de Natanael y por eso le habló de Jesús.
Natanael es un buen ejemplo de lo que tantas veces somos nosotros. Tenemos inquietudes pero también tenemos prejuicios. Las inquietudes pueden abrirnos a otras realidad. Podríamos decir que nos excitan la curiosidad, que nos abren o, al menos, señalan puertas a lo nuevo, a lo desconocido, allá donde quizá podemos encontrar respuesta a nuestras inquietudes.
Pero también están los prejuicios. Estos se encargan exactamente de lo contrario. ¿Para que intentar nuevos caminos, para que atravesar umbrales a lo desconocido si ya sabemos lo que nos vamos a encontrar ahí detrás? Es esa pregunta de Natanael a Felipe: ¿Puede salir algo bueno de Nazaret? Parece que Natanael ya lo tenía controlado todo. Sabía lo que buscaba y, al mismo tiempo, tampoco quería buscar mucho porque ya sabía…
Menos mal que le pudo la curiosidad más que el prejuicio inútil. Y se animó a seguir a Felipe y a conocer a Jesús. Descubrió que sí, que de Nazaret, podía salir algo bueno. Bueno y sorprendente. Aquella puerta que abrió, aquel umbral que atravesó le cambió la vida. Si se hubiese quedado en el prejuicio, en el “ya me sé lo que hay ahí”, habría seguido siendo también hijo de Dios, pero se habría perdido el encuentro directo con el que es la gracia, el testigo del amor de Dios por cada uno de nosotros. Se habría perdido la oportunidad de su vida. Conclusión: hay que esforzarse por vencer los prejuicios porque Dios nos espera allá donde menos lo esperamos. ¡Incluso en Nazaret!
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: «Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es mi carne, para que el mundo tenga vida».
Entonces los judíos se pusieron a discutir entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Jesús les dijo: «Yo les aseguro: Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día.
Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí.
Éste es el pan que ha bajado del cielo; no es como el maná que comieron sus padres, pues murieron. El que come de este pan vivirá para siempre».
Palabra del Señor.
«Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (v. 53). Aquí junto a la carne aparece también la sangre. Carne y sangre en el lenguaje bíblico expresan la humanidad concreta. La gente y los mismos discípulos instituyen que Jesús les invita a entrar en comunión con Él, a «comer» a Él, su humanidad para compartir con Él el don de la vida para el mundo. ¡Mucho más que triunfos y espejismos exitosos! Es precisamente el sacrificio de Jesús lo que se dona a sí mismo por nosotros. Este pan de vida, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, viene a nosotros donado gratuitamente en la mesa de la eucaristía. En torno al altar encontramos lo que nos alimenta y nos sacia la sed espiritualmente hoy y para la eternidad. Cada vez que participamos en la santa misa, en un cierto sentido, anticipamos el cielo en la tierra, porque del alimento eucarístico, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, aprendemos qué es la vida eterna. Esta es vivir por el Señor: «el que me coma vivirá por mí» (v. 57), dice el Señor. La eucaristía nos moldea para que no vivamos solo por nosotros mismos, sino por el Señor y por los hermanos. La felicidad y la eternidad de la vida dependen de nuestra capacidad de hacer fecundo el amor evangélico que recibimos en la eucaristía. (…) Nutriéndonos con este alimento podemos entrar en plena sintonía con Cristo, como sus sentimientos, con sus comportamientos. Esto es muy importante: ir a misa y comunicarse, porque recibir la comunión es recibir este Cristo vivo, que nos transforma dentro y nos prepara para el cielo. ( Papa Francisco)
Lectura del santo Evangelio según san Juan (Jn 6, 41-51)
En aquel tiempo, los judíos murmuraban contra Jesús, porque había dicho: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo», y decían: «¿No es éste, Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo nos dice ahora que ha bajado del cielo?»
Jesús les respondió: «No murmuren. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre, que me ha enviado; y a ése yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: Todos serán discípulos de Dios. Todo aquel que escucha al Padre y aprende de él, se acerca a mí. No es que alguien haya visto al Padre, fuera de aquel que procede de Dios. Ese sí ha visto al Padre.
Yo les aseguro: el que cree en mí, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y sin embargo, murieron. Éste es el pan que ha bajado del cielo para que, quien lo coma, no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida».
Palabra del Señor.
Nos sorprende, y nos hace reflexionar esta palabra del Señor: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre”, “el que cree en mí, tiene la vida eterna”. Nos hace reflexionar. Esta palabra introduce en la dinámica de la fe, que es una relación: la relación entre la persona humana, todos nosotros, y la persona de Jesús, donde el Padre juega un papel decisivo, y naturalmente, también el Espíritu Santo, que está implícito aquí. No basta encontrar a Jesús para creer en Él, no basta leer la Biblia, el Evangelio, eso es importante ¿eh?, pero no basta. No basta ni siquiera asistir a un milagro, como el de la multiplicación de los panes. (…) Dios Padre siempre nos atrae hacia Jesús. Somos nosotros quienes abrimos nuestro corazón o lo cerramos. En cambio, la fe, que es como una semilla en lo profundo del corazón, florece cuando nos dejamos “atraer” por el Padre hacia Jesús, y “vamos a Él” con ánimo abierto, con corazón abierto, sin prejuicios; entonces reconocemos en su rostro el rostro de Dios y en sus palabras la palabra de Dios, porque el Espíritu Santo nos ha hecho entrar en la relación de amor y de vida que hay entre Jesús y Dios Padre. Y ahí nosotros recibimos el don, el regalo de la fe. Entonces, con esta actitud de fe, podemos comprender el sentido del “Pan de la vida” que Jesús nos dona, y que Él expresa así: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51). En Jesús, en su “carne” –es decir, en su concreta humanidad– está presente todo el amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Quien se deja atraer por este amor va hacia Jesús, y va con fe, y recibe de Él la vida, la vida eterna. (Papa Francisco)
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,24-35):
En aquel tiempo, al no ver allí a Jesús ni a sus discípulos, la gente subió a las barcas y se dirigió en busca suya a Cafarnaún. Al llegar a la otra orilla del lago, encontraron a Jesús y le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?» Jesús les dijo: «Os aseguro que vosotros no me buscáis porque hayáis visto las señales milagrosas, sino porque habéis comido hasta hartaros. No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna. Ésta es la comida que os dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, ha puesto su sello en él.» Le preguntaron: «¿Qué debemos hacer para que nuestras obras sean las obras de Dios?» Jesús les contestó: «La obra de Dios es que creáis en aquel que él ha enviado.» «¿Y qué señal puedes darnos –le preguntaron– para que, al verla, te creamos? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: «Dios les dio a comer pan del cielo.»» Jesús les contestó: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo. ¡Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo! Porque el pan que Dios da es aquel que ha bajado del cielo y da vida al mundo.» Ellos le pidieron: «Señor, danos siempre ese pan.» Y Jesús les dijo: «Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed.»
Palabra del Señor
De nuevo en el centro de nuestra meditación el pan. El pan nuestro de cada día, el “maná” que el Señor envió a su pueblo en el desierto.
maneras de vivir distintas a la que Jesús nos propone, a actitudes contrarias al evangelio. La fe en Jesús nos pide y nos exige un testimonio de vida, un testimonio que esté a la altura del mundo en el que vivimos y de las necesidades que hay en él.
Los contemporáneos de Jesús siguen buscándole. “Por el interés te quiero, Andrés”, seguramente. Son las cosas de haber comido en abundancia. El comentario de Jesús es muy adecuado: “me buscáis porque habéis comido hasta hartaros”. Cristo sabe que no siempre nos atrae el aroma de Dios, sino que nos entusiasma el aroma del pan recién hecho, como les pasaba a los judíos. Si supiéramos lo que nos conviene, nuestra petición debería ser no “Señor, tenemos hambre”, sino “Señor, ayúdanos, porque tenemos hambre de ti”.
Quizá es que en nuestro corazón hay mucho ruido, mucha mundanidad, y no nos hace falta buscar a Dios. Y tendríamos que buscarlo permanentemente, como María y José lo buscaron en Jerusalén, como la mujer de la parábola buscó la moneda perdida, el pastor la oveja perdida o como la Magdalena busco al Señor en el sepulcro. La pregunta es, entonces, si busco a Dios. ¿Cómo le busco? ¿Con la curiosidad de Herodes? ¿O no le busco, porque no me responde como yo quiero? Lo dice muy bien santa Teresa de Jesús: debemos buscar, no los dones del Señor, sino buscar al Señor de los dones. Con determinada determinación.
Para buscar a Jesús, tenemos que alimentarnos del Pan de Vida eterna. Se puede hacer de diversas maneras, pero hay dos momentos especiales. El primero es el Pan de la Palabra de Dios. Que el contacto con el Evangelio sea algo habitual; dejar que nos impregne el corazón y la vida, para encarnarlo a lo largo del día.
El otro momento es alimentarnos del Pan de la Eucaristía, comulgando con Jesús. Eso significa entrar en comunión con Él, vivir un estilo de vida que nace de una relación profunda con Jesús, como seguidores suyos. Todo eso, para pensar, sentir amar, trabajar, sufrir y vivir como Jesús. Que sepamos aprovecharlo, que nos alimentemos de él. Que no busquemos a Dios por el interés, como aquella multitud, sino para que sacie, de una vez por todas, nuestra “hambre” y nuestra “sed”. “Señor, danos siempre de este Pan”.
Sería hoy, pues, un buen momento además para recordar que, cada día, es necesario dar gracias a Dios por el alimento, porque es un don de Dios, y bendecirlo, para que, hagamos lo que hagamos, comamos o bebamos, todo sea para mayor gloria de Él (1 Cor 10, 31).
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,1-15)
En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del lago de Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos.
Jesús entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe: «¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?» Lo decía para tentarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer.
Felipe contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo.»
Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero, ¿qué es eso para tantos?»
Jesús dijo: «Decid a la gente que se siente en el suelo.»
Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; sólo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado.
Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie.»
Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada, que sobraron a los que habían comido.
La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: «Éste sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo.»
Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo.
Palabra del Señor
Ante la multitud que lo seguía Jesús preguntó a sus discípulos: ¿Con qué compraremos pan para que coman todos estos? Podría haberlo hecho Él todo; pero no es ese el estilo de Jesús. A Jesús le gusta partir siempre de algo que nosotros hayamos aportado; aunque sea poco y pobre. Estimula primero nuestra generosidad, pidiéndonos lo que sea: nuestro cinco panes y dos peces. Luego Él se vuelca poniendo el resto, bendiciendo y multiplicando esa pobreza nuestra compartida.
Jesús con el milagro de la multiplicación de los panes nos está queriendo decir que Él no va a solucionar el hambre del mundo a base de milagros; lo que sí hará será bendecir, y hacer inmensamente fecundo, todo gesto fraterno de compartir.
Generosidad: es otro trazo de la firma de Jesús en este milagro. Sin tacañería. «Comieron todos hasta quedar satisfechos, y recogieron doce cestos llenos de sobras». Como a Él le gusta siempre dar y darse. Para que vayamos comprendiendo que la medida del amor es, precisamente, dar sin medida. Jesús quiere que pongamos la vista en otro pan diferente y mejor: el de la Eucaristía. Que en este Domingo descubramos la importancia del compartir, única dinámica que hará de la tierra el cielo y de nuestras necesidades ocasión para realizar el verdadero milagro que puede alegrar el corazón del hombre: poner al servicio de los demás lo que somos y tenemos.
Hoy la Iglesia celebra también la IV Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores con el lema, “En la vejez no me abandones” (cf. Sal 71,9). El papa Francisco estableció en 2021 la celebración de esta Jornada el cuarto domingo de julio, en torno a la fiesta, el día 26, de los Santos Joaquín y Ana, abuelos de Jesús.
Además, el Santo Padre ha concedido la indulgencia plenaria a los fieles que asistan a las misas dedicadas a este propósito o visiten a las personas mayores que están solas.
¡Feliz Domingo! ¡Feliz jornada mundial de los abuelos y de los Mayores!