Evangelio 27° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (21,33-43):

En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: «Tendrán respeto a mi hijo.» Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: «Éste es el heredero, venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia.» Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?»
Le contestaron: «Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos.»
Y Jesús les dice: «¿No habéis leído nunca en la Escritura: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente?» Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.»

Palabra del Señor

Los dueños y señores de la Viña

¡Pues sí que parecen malvados, desagradecidos y criminales todos estos labradores a los que el dueño les encomendó su viña! Con premeditación y alevosía: “Este es el heredero; venid, lo matamos, y nos quedamos con su herencia”. De administradores, de encargados, quisieron pasar a ser dueños. Habían confiado en ellos para encomendarles su cuidado y aprovechamiento y se plantearon adueñarse de ella a cualquier precio. Pero para adueñarse de algo, hay que quitar al dueño de en medio, en este caso, al heredero. Uno se pregunta cómo es posible este cambio tan radical. ¿Se equivocó el dueño al elegirles para gestionar su viña? ¿Algo en ellos se «corrompió» al ocuparse de sus tareas en la viña? ¿Cómo es posible que «todos» sin excepción se pasaran al lado oscuro? La parábola no entra en esos detalles, pero a mí me ha inquietado bastante toda esta descripción de Jesús. Esta historia la dirige Jesús directamente nada menos que a los “sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo”. Por una parte, de manera elegante y diplomática, anuncia su propia muerte el “heredero Jesús”. Y de una manera también elegante y diplomática, pero muy directa acusa y reprocha a los que se han hecho (o lo pretenden) dueños de Dios, de la salvación, de la Ley, de su Palabra, de su voluntad… Ciertamente que tiene no pocos riesgos e inconvenientes cantarles las verdades a los de arriba, a los que tienen la sartén por el mango, a los Jefes y «mandamás» (curiosa y significativa palabra, por cierto). Para ello se necesita tener mucha libertad de espíritu. A los de abajo cualquiera se atreve a decirles lo que sea. No hace falta ser muy valientes para decirles las verdades aunque duelan, porque tenemos una rara habilidad para detectar y echar en cara a los de abajo las cosas que hacen mal, pero con los de arriba hay que tantearse mucho, porque suelen contar con recursos para defender las «alturas» en las que andan situados. Pero toda esta situación, está parábola, ¿tiene algo que decir a nuestro mundo de hoy, y particularmente a la Iglesia? Porque, como dice la antífona del Salmo de hoy: «La Viña del Señor es la casa de Israel». O como decía Isaías: «La viña del Señor del universo es la casa de Israel y los hombres de Judá su plantel preferido. Esperaba de ellos derecho… esperaba justicia…». Nosotros somos su viña, y nosotros hemos recibido el encargo de cuidarla y ayudarla a producir. Puede que sea evidente, pero no está de más subrayarlo: nadie es, ni puede hacerse dueño de la Iglesia, porque ya tiene un Dueño. Y en ella todos somos viñadores, labradores, servidores, encargados. La Iglesia no tiene más dueño que Dios y su heredero Jesucristo. Todos los demás somos servidores y empleados. Muy bien que el Señor haya considerado que se puede fiar de nosotros, y nos haya encomendado su cuidado. Es todo un honor al que hay que saber corresponder, mostrar que no se ha equivocado al elegirnos.

Uno de nuestros teólogos ha escrito: «Sólo hay comunidad cristiana allí donde el Espíritu suscita la nueva obediencia a la soberanía de Cristo. Una Iglesia animada por el Espíritu no puede servir a otro Señor que no sea Jesucristo. Este señorío de Cristo es el que ha de liberar también hoy a la Iglesia de falsos señores, impuestos desde afuera o desde dentro. La Iglesia no es de la jerarquía ni del pueblo, ni siquiera de los pobres. Es de su Señor. No es de éste ni de aquel movimiento; no pertenece ni a la cultura moderna ni a una tradición concreta. Es de su Señor. Y ese señorío ha de impedir siempre que la Iglesia quede en manos de la autoridad absoluta de una jerarquía, o se convierta en una especie de “asamblea popular». Del señorío de Cristo nace una comunidad de hermanos que busca ser fiel a su único Señor”. A Jesús lo mataron literalmente los que se sentían dueños de la viña. Y esto ya no se puede repetir, claro. Pero hay otras maneras de quitar de en medio al “heredero» para hacernos dueños de su viña. Por ejemplo considerar al laicado como de segunda categoría en la Iglesia.

Ha dicho el Papa Francisco:

“Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por el proselitismo sino por la “atracción”. Pero ¿puede haber atracción allí donde uno es marginado y que carece de voz y decisión?”. La Iglesia ha tenido y sigue teniendo una gran tentación, en la que ha caído y cae no pocas veces: que una de sus partes necesarias e imprescindibles (la jerarquía y los sacerdotes) asuma/absorba todos los ministerios. Dueños de la Palabra. Dueños de las decisiones. Dueños de los discernimientos. Dueños de lo que se hace y se puede hacer. No es raro, por tanto, que los laicos (la inmensa mayoría de los fieles), a pesar de estar bautizados, y por ello ser como todos «sacerdotes, profetas y reyes», acaben sintiéndose y siendo «espectadores» en la Iglesia, simples oyentes, receptores de las decisiones que van tomando los que entienden y tienen la responsabilidad de mandar. Como si la viña no se les hubiera encomendado también a ellos como “viñadores y trabajadores”.A menudo ha pesado más el “señorío sacerdotal” que el «Señorío de Jesús”. Y hay que reconocer con tristeza que una inmensa mayoría de laicos no se plantea qué puede y debe aportar a la comunidad cristiana en la que vive su fe. El lenguaje, que es limitado pero significativo, no habla de participar o celebrar la Cena del Señor, sino de «oír» misa. ¡Con lo que queda expresado su rol principal: el de «oír»! Y así no es rato escuchar aquello de “yo no creo en la Iglesia”, la Iglesia “es de los curas”… Aunque no está de más decir que también encontramos laicos más clericales que el propio clero, y que quieren imponer a toda costa sus puntos de vista. Al menos desde el Concilio Vaticano II se está intentando devolverles lo que es suyo. O si se quiere: redistribuir y mentalizar a unos y a otros que nadie sobra, que todos los carismas y ministerios son necesarios. Y más si cabe en estos tiempos de «deserción» en la fe de tantos hermanos. Últimamente venimos hablando mucho de «sinodalidad». Hasta hay previsto un sínodo. Ha dicho el Papa: «una Iglesia sinodal, es una Iglesia de la escucha. Escuchar y sentir. Es una escucha recíproca: pueblo fiel, colegio episcopal, obispo de Roma. Los unos escuchando a los otros, y todos a la escucha del Espíritu Santo, el espíritu de verdad, para saber qué dice Él a la Iglesia». Precisamente «sínodo» significa «caminar juntos». Se trata, por tanto -y así hay que enfrentar este Tercer Milenio-, de recuperar la conciencia del Señorío de Jesús en la Iglesia y a la vez recuperar la conciencia de que todos los demás somos “viñadores y labradores”, cada uno según su carisma. La Iglesia no es de unos pocos. La Iglesia es de Jesús. Y sólo será verdadera Iglesia cuando logre ser la Iglesia del Señorío de Jesús, que se pone sinodalmente a la escucha de lo que el Espíritu Santo tiene que decirnos hoy.

En este mes de Octubre, misionero por excelencia, en el que celebraremos pronto el Domund, y la fiesta del gran Misionero Claret… es tiempo de preguntarnos todos: qué hago yo y qué mas puedo hacer por la viña del Señor, y cómo. Pues cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará conmigo?

Evangelio 26° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (21,28-32):

En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: «Hijo, ve hoy a trabajar en la viña.» Él le contestó: «No quiero.» Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: «Voy, señor.» Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?»
Contestaron: «El primero.»
Jesús les dijo: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis.»

Palabra del Señor

¿VOY O NO VOY A «MI» VIÑA?

Pongamos el contexto a la escena del Evangelio de hoy, imprescindible para entenderla correctamente.

Jesús se encuentra en Jerusalem, en los últimos días de su vida. Lo primero que Jesús ha hecho, según la versión del Evangelio, después de entrar por última vez en la ciudad, ha sido expulsar del Templo a los vendedores y cambistas (Mt 21, 12-13), manifestando así desacuerdo y enfrentamiento con las autoridades religiosas, que buscarán la forma de acabar con él. En este contexto es donde Jesús cuenta la parábola. ¿Por qué ese conflicto de las autoridades del Templo con Jesús?

Jesús ha presentado con claridad y radicalidad un rostro de Dios que es Padre bueno y misericordioso, que muestra su preferencia y cuidado por los «enfermos», los pobres, pecadores y marginados… Un Dios que pone a las personas por encima de las normas y tradiciones, y cuyas entrañas se conmueven ante los muchos abandonados como ovejas sin pastor (ellos, que son teóricamente sus pastores), un Dios de vida y amor. Por su parte los sacerdotes y dirigentes piensan y actúan desde un Dios del Templo y de los sacrificios, un Dios que pone montones de condiciones para ganarse su favor, que fundamenta las divisiones y exclusiones, que justifica las marginaciones: el pecador, el leproso, el extranjero, los buenos y los malos, los creyentes y los no creyentes… Es un Dios que excluye y rechaza a unos (de los que las autoridades del Templo pasan a tope) y que lo ordena y regula todo milimétricamente, con ellos como mediadores absolutos. No pensemos que esto son cosas del ayer remoto, de hace 21 siglos… También hoy, dentro de nuestra Iglesia, aparecen personajes muy similares, con autoridad, que se escandalizan y tachan de hereje a un Papa que se sale de «lo de siempre», y que parece que se salta las sagradas tradiciones y enseñanzas de siempre, que parece muy comprensivo y cercano con comportamientos tradicionalmente inmorales… Y hay un número de cristianos que recuerdan con añoranza a Papas anteriores, a quienes consideran con mayor autoridad moral… sobre todo porque se sentían confirmados en sus opiniones y fastidiados o desconcertados por las del actual. Dejando esto a un lado, este Evangelio nos invita (como el domingo anterior) a preguntarnos cuál es nuestra imagen o idea, o rostro de Dios. El real, el que se descubre detrás de nuestras opciones y acciones, ¿coincide con el que nos presentó Jesús? Repetir en nuestras celebraciones que «creemos en un solo Dios Padre…» tiene poco valor si nuestra «creencia» no va acompañada de un determinado estilo de vida. Según las encuestas, muchos españoles que se reconocen católicos, al mismo tiempo se declaran abiertamente en contra de los inmigrantes, cuando son pobres (= «aporofobia», según Adela Cortina). Un solo Dios y Padre no puede estar muy contento con nuestras fronteras y divisiones. Recordemos que hoy es la 106 Jornada Mundial del migrante y del refugiado.

Ha escrito el Papa para este día:

«La pandemia nos ha recordado cuán esencial es la corresponsabilidad y que sólo con la colaboración de todos —incluso de las categorías a menudo subestimadas— es posible encarar la crisis. Debemos «motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad» Tampoco es aceptable la agresividad con que se expresan algunos hermanos por cuestiones políticas o de cualquier otra índole. No pretendo dar ni quitar razones a nadie, ni organizar aquí un debate. Pero sí tengo que decir que «el tono», actitud y lenguaje con el que muchos expresan sus posturas está bastante lejos del espíritu fraterno y evangélico: no tienden puentes, no tratan con respeto, no ofrecen alternativas… sino que más bien abren heridas, buscan culpables, y provocan divisiones y enfrentamientos… incluso con los más cercanos. Así entiendo las palabras de san Pablo: «No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás». Bueno será revisarse en este punto. La parábola de hoy presenta a un «hijo» que desobedece rotundamente a su padre, no le reconoce su autoridad, se siente con el derecho de no hacerle caso. El otro, en cambio, parece todo un modelo: «Sí, padre, lo que tú digas, padre, enseguida…». Pero «¿cuál de los dos hizo lo que quería el padre?». Aquí es donde se juega lo importante. A lo mejor el desobediente termina por ir a la viña no por la autoridad de su padre, sino por convencimiento: la viña es de su padre, como también lo es suya. Hay que cuidarla, trabajarla, porque si no será también su propia ruina. Puede que sea un insolente, un maleducado y un chulo,… pero le preocupa la viña y se ocupa de ella. El otro, en cambio, cuida mucho las apariencias, se muestra disponible, contesta como debe ser, pero se engaña sobre todo a sí mismo. Es un hipócrita. Las palabras, las proclamaciones de obediencia, las supuestas creencias, y el sentimiento de familia se quedan en nada. No ha descubierto que la viña también es suya. Es más probable que nos reconozcamos en el segundo hijo. A menudo se nos va la fuerza por la boca. Nos cargamos de buenas intenciones, y nos declaramos dispuestos a colaborar en muchas cosas… y luego los hechos desmienten nuestras palabras. Se firman declaraciones y derechos y compromisos en favor de la justicia, del reparto de ayudas, de la acogida de inmigrantes, de desarme, de… ¡Papel mojado!, y pocas veces reclamamos a quienes los firmaron tan solemnemente, poniendo «cara de foto». Se llama «falta de coherencia». Esto daña mucho nuestra credibilidad. No se trata de que seamos perfectos, porque somos criaturas frágiles, y nos equivocamos, nos despreocupamos, nos vencen los miedos… Pero sí se trata de lo que San Pablo nos pedía hoy: «No obréis por rivalidad ni por ostentación, no os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás, y dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir».

Si Jesús echaba mano hoy de una parábola, invitando a revisar posturas, quiero terminar yo con una anécdota de Mahatma Gandhi:

En la India había una mujer cuyo hijo menor era diabético, y no sólo era un goloso tremendo del azúcar, sino también un admirador de Gandhi. Aquella madre decidió buscar la sabiduría de Gandhi, y tomó un tren con su hijo para encontrarle. Cuando llegaron, tuvieron que esperar bastantes horas hasta que les dieron permiso para hablar con él. Una vez que la madre hubo explicado la historia, Gandhi le respondió:

  • “Por favor vuelve en 15 días.”

Pasado el plazo, volvieron de nuevo donde estaba Gandhi, esperando su consejo. Esta vez Gandhi se puso de pie, tomó al niño por los hombros, y dijo:

  • “Hijo mío, debes parar de comer azúcar.”

La madre estaba furiosa.

  • “Con todo respeto, hemos hecho un largo viaje para buscar tu consejo, ¿y esto es todo lo que tienes que decirnos?”

A lo que Gandhi respondió: – “Señora, no podía pedirle a su hijo que hiciera algo que yo mismo no podía hacer. Hasta ayer no había sido capaz de apartar por completo el azúcar de mi propia dieta.” Las palabras y los hechos. Nuestra coherencia. Fraternidad universal, creemos en un solo Dios y Padre, instrumentos de paz, compromiso con la justicia. Quitemos por fin el azúcar de nuestra dieta. El mundo será mucho más sano. Porque la viña es de Dios… pero también es nuestra. ¿Vas o no vas?

Evangelio 25° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del Santo Evangelio Según San Mateo (20,1-16):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: «Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido.» Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: «¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?» Le respondieron: «Nadie nos ha contratado.» Él les dijo: «Id también vosotros a mi viña.» Cuando oscureció, el dueño de la viña dijo al capataz: «Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros.» Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: «Estos últimos han trabajado sólo una hora, y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno.» Él replicó a uno de ellos: «Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?» Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.»

Palabra del Señor

Buscad al Señor mientras se deja encontrar. Así de golpe empieza el oráculo de Isaías. Quizá resulte sorprendente que invite al Pueblo de Dios a buscar a Dios, como si se hubieran alejado de él, como si Dios estuviera ausente. Pero es que en las duras circunstancias en que el profeta hace esta llamada, quiere hacerles ver que su «imagen» de Dios, los rasgos que le atribuyen, las expectativas que de él tienen ni son las más convenientes para salir adelante de su difícil situación en el destierro, ni responden al auténtico rostro de Dios. Por eso su llamada supone una conversión, un cambio de mentalidad, para abrirse al Dios que les quiere acompañar en una renovadora experiencia de Éxodo, de vuelta a su tierra. Los caminos de Dios no son los caminos de su pueblo. Van por distinta autopista. Me parece oportuno reocger aquí lo que decía San Agustín: “Aquel a quien hay que encontrar está oculto, para que lo busquemos; y es inmenso, para que, después de hallarlo, lo sigamos buscando”. Nunca podemos decir que «ya hemos encontrado a Dios», que ya le conocemos, que ya sabemos definitivamente su voluntad. Como tampoco podemos decir que «ya tenemos conseguido el amor de alguien» (menos si ese Alguien es Dios). Porque el amor no es una «cosa» que se encarga, se compra o se consigue, se tiene, se posee, se controla… sino algo que hay que sembrar, trabajar y cuidar cada día. Como una viña: al comenzar el día, a media mañana, a media tarde y al anochecer… Como puede ser engañoso pensar que «ya hemos encontrado el sentido de nuestra vida», porque la vida es algo cambiable e incontrolable, imprevisible, sorprendente, que pide a cada momento que vayamos reorientando, corrigiendo, adaptando, interpretando, discerniendo lo que ella nos va trayendo. El sentido de la vida es algo dinámico, en continuo movimiento. Como la vida misma. Ni conviene dar por hecho que «yo me conozco muy bien» y ya no es necesario andar mirándome por dentro, escucharme, sentirme. Hace ya más de veinticinco siglos, Tales de Mileto afirmaba que la cosa más difícil del mundo es conocerse a uno mismo. En el templo de Delfos podía leerse aquella famosa inscripción socrática: «conócete a ti mismo». Hasta el último día de tu vida, hasta el último momento, no podrás decir: me conozco, sé quién soy. Por tanto en tantos aspectos de la vida y en todas nuestras relaciones personales… hay que estar siempre buscando, renovando, adaptando. Isaías lanzó su reto al Pueblo de Dios, al de entonces y al de ahora: «Buscad al Señor». No asegura que lo encontremos. Pero hay que buscarlo, porque «se deja encontrar». ¿Tú le buscas? ¿Dónde, cuándo, cómo, y sobre todo con quién? Hay quien busca a Dios en la Naturaleza: ante el mar inmenso, en una elevada montaña, en los prados de su pueblo… Hay quien le busca con técnicas de meditación y relajación de todo tipo, practicando el silencio y la contemplación. Hay quien le busca en algunos lugares especiales: una ermita, una determinada capilla, la inmensidad de una catedral, un cierto santuario, un rincón lleno de recuerdos… Hay quien le busca en la belleza y la estética de la música, la danza, la arquitectura, el arte en general. Hay quien le busca en los ritos y ceremonias especiales, donde se cuidan los gestos, los inciensos, el órgano, el coro, la solemnidad… Hay quien le busca en los libros de teología, meditación o devocionales. También la Ciencia ha sido un camino de búsqueda para algunos… Pero ninguno de ellos «garantiza» la experiencia de Dios, el encuentro con el auténtico rostro de Dios.

Además, para el cristiano es muy relevante «buscar con otros». «Buscad», no simplemente «busca». Es un rasgo seguro del rostro de Dios su opción y su progresiva revelación por medio de un pueblo, de una comunidad, de una Iglesia. La fe cristiana es comunitaria: nos llega por medio de otros, madura con otros, se mantiene viva compartida con otros. Y también nos ayuda a purificar nuestras obsesiones, limitaciones y bloqueos en esa búsqueda. Por otra parte, San Agustín, por propia experiencia, afirma que aun encontrando, no se termina la búsqueda. Porque nosotros cambianos, porque la vida cambia, porque la sociedad cambia. Es el Dios que se esconde para que le sigamos buscando; es el Dios que no nos quiere acomodados. Es el Dios siempre nuevo y sorprendente, distinto al de ayer, porque nuestro hoy y lo que yo soy hoy… no es como ayer. Se oculta para que lo busquemos. La tarea del hombre es buscar y buscar siempre … Cuando dejamos de buscar… empezamos a morir. Pero si los caminos de Dios no son nuestros caminos, puede ocurrir que por donde caminamos pretendiendo encontrarlo… no es el mismo camino porque el que anda Dios. Hay estilos de vida, actitudes, costumbres, ideas, ideologías que bloquean, impiden el encuentro con Dios. El individualismo, el egoísmo, la falta de compromiso por construir un mundo más justo, menos contaminado, más fraterno; la superficialidad, la falta de silencio, el no saber valorar y agradecer… Al Dios de Jesús se le encuentra entre los débiles, los pobres, los necesitados, los marginados… y no en lugares (o grupos) cómodos, seguros, protegidos, ala defensiva… Lo diremos mejor con las mismas palabras de San Pablo: «Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo». El contexto de esta frase importa, para comprender su significado. Pablo se encuentra en la cárcel, cansado, le empiezan a pesar los años, y su «cuerpo» le pide ya dejar la tarea apostólica y prepararse para el encuentro definitivo con el Señor. Es lo que más le apetece. Aunque depende en buena medida del juez que lo libere o le condene. Pues bien, en ese contexto no «elige» lo que le pide el cuerpo, sino que Cristo sea glorificado, pase lo que pase. El dilema entre su propio bienestar y el servicio a las comunidades cristianas a las que tiene que seguir educando y acompañando, se resuelve por lo segundo: quedarse con ellos y seguir. «Para mí vivir es Cristo», podríamos traducirlo también: «para mí vivir es entregarme a vosotros como hizo Cristo». Ya se nota que conocía bien a su Señor. Y una vida digna del Evangelio de Cristo es aquella en que nos convertimos en Buena Noticia (Evangelio) con nuestra entrega diaria hasta el final. La parábola del Evangelio nos aporta algunas luces importantes para conocer y experimentar al Dios que buscamos:

Cuando olvidamos todo esto… estamos presentando un falso rostro de Dios. Y se hará expecialmente urgente «salir a buscarlo».

Primero: que es más bien el propio Dios quien sale a buscarnos. Quiero contar con nosotros. Me busca él. Y es él quien decide a qué hora me llama.

Segundo: nos invita a trabajar en su viña (el mundo, el Reino). Esta viña tiene que ser importante para nosotros. Para aquellos trabajadores de las primeras horas, la viña no importaba nada: les importaba «lo suyo». Y se sentían con más derechos que los demás.

Tercero: conviene ser conscientes de quién nos llama, y procurar sintonizar y vibrar con él, con su sorprendente rostro, con su preocupación de que a nadie le falte lo necesario, aunque haya trabajado poco. Trabajar para quien nos ha invitado a su viña significa dejarse transformar por él, parecerse a él. Siempre me ha estremecido esta oración de Claret: «Guárdame, no sea que anunciando a otros el Evangelio, quede yo excluido del Reino». En otra de sus parábolas Jesús afirma que los trabajadores… acabaron expulsados de su viña.

Cuando olvidamos todo esto… estamos presentando un falso rostro de Dios. Y se hará expecialmente urgente «salir a buscarlo».

Busquemos. Juntos. Contamos con la ayuda del Espíritu de Dios. Dejemos que Dios nos busque y vayamos a su viña.

Evangelio 24° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (18,21-35):

En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?»
Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: «Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo.» El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: «Págame lo que me debes.» El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: «Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré.» Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: «¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.»

Palabra del Señor

QUÉ DIFÍCIL ES PEDIR PERDÓN Y PERDONAR

Después de una lectura reposada del Evangelio de hoy, he sentido la necesidad de mirar para adentro de mí mismo y fijarme con calma en con quiénes me sentía yo distanciado u ofendido, herido, incómodo, molesto… y por qué. Y había más nombres de lo que a primera vista se me habría ocurrido pensar. He preferido centrarme en cuándo me había sentido últimamente ofendido, por quién y qué efectos y reacciones había producía esa situación en mí. Unas habían tenido un final «feliz», pero otras… ahí seguían enquistadas. Sé de sobra que buena parte de los conflictos, incomprensiones, enfados y malos rollos que ocurren en medio de la convivencia cotidiana se deben a falta de comprensión (ponerse en la situación del otro) y de comunicación. En algunas ocasiones me he sentido juzgado y sentenciado, sin que me preguntaran nada, sin intentar aclarar sus impresiones. Lo tenían claro y ya está. (Supongo que a mí me habrá pasado los mismo). Me sentí mal al pensar que no tenían mucho interés en dialogar y quizás comprender mis razones y sentimientos: la «sentencia» estaba ya puesta. Y tampoco partió de mí la iniciativa de dar alguna explicación. No tuve fuerzas. Otras veces la tensión y las mañas palabras, y el dejarme a un lado, pasando de mí… Fue la consecuencia de que alguna de mis decisiones, opiniones o comportamientos no eran compartido, no estaban de acuerdo conmigo. Es verdad que los de mi tierra (los aragoneses) decimos que «siempre tenemos razón»… pero también es cierto que los de mi tierra y los de todas las tierras no hemos nacido sabiendo buscar puntos algún punto de acuerdo, o el procurar tomarnos un respiro para considerar los puntos de vista del otro con ánimo más sereno…

Cuando más duele es al sentirnos defraudados por aquellos que más te importan, de quienes esperabas un apoyo, un detalle, una llamada, un gesto… Y resultó que no. Esperábamos de ellos otra cosa. Debieran saber que… podían imaginar que… lo lógico era que… Pero resultó que no. Cuando ocurren estas situaciones, una primera tentación/reacción es el aislamiento. Se mete uno en su torre y echa los siete candados. Como si te dijeras por dentro: – Pues no quiero saber nada de ellos, no vuelvo a contar con ellos, no vuelvo a abrir la boca, que luego no me vengan a pedirme que…

Una segunda tentación tiene que ver con rebuscar en el baúl de los recuerdos razones para el reprochar y el enfadarse. Tiramos de sus errores, defectos y limitaciones como para decirnos por dentro (y tal vez hasta lo soltemos hacia afuera): ¡Pues anda que tú!…

Una tercera tentación es la violencia o agresividad. Uno se muestra maleducado, irónico, borde o distante, malhablado… y se enroca y ataca, y hiere, y exagera… Por otro lado, no es raro que ese malestar interior lo paguen otros que nada tienen que ver con el asunto.

El resultado de todo ello es… que te vas sintiendo cada vez peor. Y se encuentra uno con el pasaje evangélico de hoy… y toca poner en marcha la dinámica del perdón. No es nada fácil. Pero no hay alternativa. Pedir perdón puede significar que reconoces tu error, reconocerse limitado, de barro, y querer confiar de nuevo en el otro… aunque sin saber cómo reaccionará cuando me acerque humildemente. Lo mismo no quiere. El perdón es una decisión personal, pero reconciliarse es cosa de dos. Puede suponer reconocer que el otro tenía razón. Pero no siempre. Porque quizá yo tuviera razón (o parte de razón), aunque mis «modos» de expresarme no fueron los adecuados.

Pedir perdón no significa decir que «lo que me has hecho no tiene ninguna importancia».

Pedir perdón no quiere decir que automáticamente se cierren las heridas, que aquí no ha pasado nada y que ya está todo aclarado y ya eres de nuevo mi hermano del alma. Algunas veces se necesita algo de tiempo, puede que mucho. No por echar agua oxigenada en una herida, ésta se cura de golpe. Las cicatrices exigen paciencia y cuidados. Tal vez las cosas nunca vuelvan a ser como antes. Es posible que los problemas sigan ahí. Pero no por eso hay que pensar que el perdón sea falso o incompleto. Pedir perdón, según las lecturas de hoy, significa negarse a que los comportamientos de los demás provoquen en mí actitudes y comportamientos que me hacen daño. Porque entonces me han vencido. No les voy a devolver «lo que se merecen». No.

Pedir perdón no es un acto de debilidad o de rendición, sino un acto de fuerza. Porque me enfrento con todo aquello que quiero arrancar de mí, y porque decido tratar a los otros de manera nueva, constructiva, diferente a como he sentido yo tratado. Y sobre todo pedir perdón es la consecuencia de haber experimentado yo mismo el perdón. Es decir, verme acogido y querido a pesar de mis errores y limitaciones, y dejándome la posibilidad de que cambie lo que sea, si es que soy capaz.

Esto es algo que nos hace experimentar Dios cada vez que somos sinceros con nosotros mismos, y como un pobre, sin poderlo exigir, solicitamos a Dios que espere, que ya cambiaremos, que nos hemos propuesto ser mejores… y él nos dice: ¡Deuda cancelada! ¡Se acabó! Empieza de nuevo y no te acuerdes más de todo eso que tanto de duele y avergüenza. Y por eso mismo nos vemos capaces de hacerlo experimentar a otros. El perdón se convierte en una dinámica contagiosa cuando nosotros procuramos acoger, comprender y acompañar al otro a pesar de todo… simplemente porque lo queremos y es nuestro hermano. Y porque lo han hecho también conmigo. Seguramente nos falta experimentar con más frecuencia el perdón de Dios, para sentirnos con más necesidad de perdonar. Los fariseos eran tan perfectos y autoexigentes que eran incapaces de compasión y misericordia. Don Perfecto siempre machaca a los Imperfectos. Y don Perfecto siempre está cegato, porque Perfecto sólo es Dios. Y esa perfección le hace misericordioso.

Tal vez debiéramos procurar repartir generosamente nuestro perdón, para que nos sintamos más reconciliados e instrumentos de reconciliación y de paz. El mundo necesita perdón, reconciliación, encuentro, diálogo. Y los discípulos de Jesús debemos hacerlo más que nadie. Empezando por la propia familia, que a veces es lo más difícil.

Evangelio 23° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (18,15-20):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.»

Palabra del Señor

Tu «hermano». Si tu hermano… has salvado a tu hermano.

Al leer estas palabras del Evangelio, me ha venido a la cabeza la parábola del hijo pródigo, cuando el hijo/hermano mayor, hablando con su padre, se refiere al pequeño como «ese hijo tuyo». Como cuando el hijo de cualquier familia ha hecho algo indebido, y uno de los padres se dirige al otro diciendo: «tu hijo…», como si fuera sólo «hijo del otro» y no propio. Cuando alguien comienza una frase así «ese hijo tuyo»…. ya se sabe que lo que sigue no son alabanzas ni parabienes. Por eso, lo primero que responde el padre de aquella parábola al reproche de ese hijo mayor obediente, intachable y…. ¡también bastante desagradable! es: «tu hermano…». Nos gusta mucho estar en casa como «hijos únicos», sentirnos dueños de la casa, y con derechos adquiridos sobre el padre y su herencia… y el «hermano» que vuelve me estorba, y no pocas veces el que está en casa, que no se ha ido, también. Esto que podría llamarse el «síndrome del hijo único», el que no quiere reconocer en el otro a un hermano, y tiene una buena lista de razones para distanciarse de él… es tan viejo como Caín. Ya recordáis que Yahweh le preguntaba por su hermano, y aquél le respondía: «¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?» Esta palabra «hermano» me da mucho que pensar. Con frecuencia los predicadores se dirigen a los fieles con estas palabras: «Queridos hermanos» (incluso «queridísimos»). A mí sinceramente no me sale. Y no porque no quiera a las personas, y a bastantes las sienta como hermanas, pero es que decir en general «queridos» a personas que desconozco del todo, y «hermanos» a personas con las que ni siquiera me he saludado alguna vez… me parece un poco vacío, o desgastar de contenido palabras muy valiosas. Aunque quizá podría servirme para recordar que tengo/tenemos/hay… en nuestra Iglesia y en nuestras iglesias…. una tarea pendiente: vivirnos como hermanos, que el otro me importe y me implique como un auténtico hermano. Nuestra cultura individualista e insolidaria (y cada vez lo es más), así como el peso cultural de los últimos siglos… nos empujan a vivir la fe como un asunto privado, individualista, por muchos padres «nuestros» que recemos.

La Reforma Litúrgica del Concilio Vaticano II quiso remar contracorriente de esta mentalidad. Por ejemplo quitó de en medio esa poco afortunada oración «Señor mío Jesucristo», donde el dolor de los pecados viene de que «podéis castigarme con las penas del infierno», y la sustituyó por otra en la que confesamos «ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado mucho», por eso ruego a Santa María, los ángeles, los santos, y a VOSOTROS HERMANOS, que intercedáis por mí». Importante afirmación, en línea con las lecturas de hoy: La conversión personal necesita de la intercesión, mediación, ayuda, de los hermanos (¡y de todos los santos del cielo!): yo solo poco puedo conseguir.

Insisto: mi conversión, mi lucha con el pecado, el perdón que Dios me ofrece por mi arrepentimiento depende en parte de «vosotros hermanos», de que recéis por mí, de que me ayudéis. Como también pedimos en plural, comunitariamente: Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo… ten piedad de NOSOTROS. Por no olvidar el «perdónanos… como nosotros perdonamos»…Sin embargo nos sigue ocurriendo lo de aquel fariseo de la parábola, que a pesar de que estaba nada menos que en el Santo Templo hablando con Dios, miraba de reojo al que estaba bastante más atrás, con evidente desprecio y sentimiento de superioridad, juzgándolo, y condenándolo (incluso con razones teológicas: ¡era un publicano!)… sin sentirse para nada afectado o implicado por su suerte, por su condición. No se le ocurre acercarse, interesarse, ofrecerle alguna palabra de ánimo o misericordia, ¡lo que sea! Aquel fariseo había privatizado a Dios y lo tenía ganado en exclusiva gracias a su comportamiento impecable. Al menos es lo que él se creía, porque dice Jesús que «ni fue escuchado en su oración». Demasiadas veces eso que llamamos «comunidad» lo hemos convertido en una especie de autoservicio para cubrir mis necesidades personales, sin poner de nuestra parte lo que podamos para que sea una auténtica familia con relaciones cercanas, en donde nos interesemos por el otro. Desconocemos los nombres de los que viven la fe con nosotros, sentados cerca en la misma iglesia y en la misma misa, y con los que nos ponemos en la misma fila para ir a comulgar. Y no es nada raro que los fieles desconozcan el nombre de sus pastores: quién celebra esa misa a la que suelen venir, o quién les confiesa, o les lleva la comunión a casa, o… Nos sentamos en los bancos de la iglesia separados, a distancia (bueno, ahora es obligatorio por cuestiones sanitarias). Algunos evitan dar la paz (ya antes de que hubiera coronavirus) al de al lado, y más si tienen que desplazarse un poco para hacer ese gesto de reconciliación fraterna.

Padre, si quiere mandarme algún necesitado al bar… un bocata y un café no le van a faltar. Hágalo con toda confianza…

Qué bien me siento cuando alguien se ofrece: si algún sin-papeles necesita ayuda, yo quizá podría echarle una mano…

Padre, si quiere mandarme algún necesitado al bar… un bocata y un café no le van a faltar. Hágalo con toda confianza…

Me ofrezco a pagar los libros del colegio de alguna familia con dificultades económicas…Cuando esto no es así, cuando estos casos son más bien excepciones, lo de la «corrección fraterna» se vuelve misión imposible. Porque la corrección ha de ser «fraterna». El mensaje de Jesús y del Profeta Ezequiel subrayan con claridad que si mi «hermano» anda perdido, me tiene que preocupar, me tiene que doler, me tengo que sentir urgido a «ganármelo» (mejor traducido que «salvarlo», según el texto litúrgico) como sea. No me puedo reunir «en el nombre del Señor», sin hacer mía su inquietud por la oveja que se perdió, por el hijo que no está en casa… No podemos celebrar auténticamente la Eucaristía, sacramento de la fraternidad/unidad, si no hay experiencia de fraternidad, de «comunión», y la cosa queda reducida a «oír» o «asistir a misa». «Sabrán que sois mis discípulos por el amor que os tenéis unos a otros». No por abarrotar un templo, o seguir escrupulosamente los ritos litúrgicos, o… Considero que una de las tareas más urgentes de nuestra Iglesia (diócesis, parroquias, etc) es buscar medios y gastar todas las energías necesarias para que seamos comunidades de hermanos, que digan algo significativo a esta generación tan sedienta y necesitada de ternura, cercanía y comunicación profunda. «Mirad cómo se aman, se ayudan, comparten, se apoyan, se acompañan, disciernen juntos… Luego ya vendrá el plantearnos como hacer una corrección «fraterna».

También algunos, bastantes, ¡no todos! (no es justo generalizar ni exagerar) rezan «para dentro», casi ni se les oye, sin darse cuenta que la oración litúrgica es de una asamblea que ora «a una sola voz», unánimes.

Qué bien me siento cuando alguien se ofrece: si algún sin-papeles necesita ayuda, yo quizá podría echarle una mano…

Qué bien me hace cuando alguna persona (un «hermano») te dice: si hay por la zona alguna persona mayor muy sola que necesite alguna ayuda o compañía (gratis, claro), yo estoy disponible.

Recuerdo a cierto«hermano» que me decía: si hay alguna persona auténticamente necesitada de comida, me la envía a mi Supermercado, y le lleno el carro con productos que en pocos días acabarán en la basura, pero que aún están bien.

Padre, si quiere mandarme algún necesitado al bar… un bocata y un café no le van a faltar. Hágalo con toda confianza…

Me ofrezco a pagar los libros del colegio de alguna familia con dificultades económicas…Cuando esto no es así, cuando estos casos son más bien excepciones, lo de la «corrección fraterna» se vuelve misión imposible. Porque la corrección ha de ser «fraterna». El mensaje de Jesús y del Profeta Ezequiel subrayan con claridad que si mi «hermano» anda perdido, me tiene que preocupar, me tiene que doler, me tengo que sentir urgido a «ganármelo» (mejor traducido que «salvarlo», según el texto litúrgico) como sea. No me puedo reunir «en el nombre del Señor», sin hacer mía su inquietud por la oveja que se perdió, por el hijo que no está en casa… No podemos celebrar auténticamente la Eucaristía, sacramento de la fraternidad/unidad, si no hay experiencia de fraternidad, de «comunión», y la cosa queda reducida a «oír» o «asistir a misa». «Sabrán que sois mis discípulos por el amor que os tenéis unos a otros». No por abarrotar un templo, o seguir escrupulosamente los ritos litúrgicos, o… Considero que una de las tareas más urgentes de nuestra Iglesia (diócesis, parroquias, etc) es buscar medios y gastar todas las energías necesarias para que seamos comunidades de hermanos, que digan algo significativo a esta generación tan sedienta y necesitada de ternura, cercanía y comunicación profunda. «Mirad cómo se aman, se ayudan, comparten, se apoyan, se acompañan, disciernen juntos… Luego ya vendrá el plantearnos como hacer una corrección «fraterna».

Evangelio 22° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (16,21-27):

En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.»
Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.»
Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»

Palabra del Señor

«El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga»

Hoy, contemplamos a Pedro —figura emblemática y gran testimonio y maestro de la fe— también como hombre de carne y huesos, con virtudes y debilidades, como cada uno de nosotros. Hemos de agradecer a los evangelistas que nos hayan presentado la personalidad de los primeros seguidores de Jesús con realismo. Pedro, quien hace una excelente confesión de fe —como vemos en el Evangelio del Domingo XXI— y merece un gran elogio por parte de Jesús y la promesa de la autoridad máxima dentro de la Iglesia (cf. Mt 16,16-19), recibe también del Maestro una severa amonestación, porque en el camino de la fe todavía le queda mucho por aprender: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios» (Mt 16,23).

Escuchar la amonestación de Jesús a Pedro es un buen motivo para hacer un examen de conciencia acerca de nuestro ser cristiano. ¿Somos de verdad fieles a la enseñanza de Jesucristo, hasta el punto de pensar realmente como Dios, o más bien nos amoldamos a la manera de pensar y a los criterios de este mundo? A lo largo de la historia, los hijos de la Iglesia hemos caído en la tentación de pensar según el mundo, de apoyarnos en las riquezas materiales, de buscar con afán el poder político o el prestigio social; y a veces nos mueven más los intereses mundanos que el espíritu del Evangelio. Ante estos hechos, se nos vuelve a plantear la pregunta: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?» (Mt 16,26).

Después de haber puesto las cosas en claro, Jesús nos enseña qué quiere decir pensar como Dios: amar, con todo lo que esto comporta de renuncia por el bien del prójimo. Por esto, el seguimiento de Cristo pasa por la cruz. Es un seguimiento entrañable, porque «con la presencia de un amigo y capitán tan bueno como Cristo Jesús, que se ha puesto en la vanguardia de los sufrimientos, se puede sufrir todo: nos ayuda y anima; no falla nunca, es un verdadero amigo» (Santa Teresa de Ávila). Y…, cuando la cruz es signo del amor sincero, entonces se convierte en luminosa y en signo de salvación.

Festividad de San Bartolomé Apostol

Hoy la Real e Ilustre Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, María Santísima Nazarena, San Bartolomé y Beato Padre Cristóbal de Santa Catalina, como está preceptuado en nuestros Estutos Cofrades, celebra la festividad de San Bartolomé Apóstol.

Debido a la situación sanitaria que vivimos y por mantener la seguridad y la salud de los residentes de nuestra Residencia y de las Hermanas Hospitalarias de Jesús Nazareno no podremos celebrarla toda la comunidad hospitalaria reunida en nuestra Iglesia.

No obstante desde la Vocalia de Formación, no queremos dejar pasar la oportunidad de reflexionar sobre esta importante festividad para la Cofradía y sobre la figura de San Bartolomé, tan ligada a nosotros incluso antes de la fundación, ya que en la calle Carchenilla, hoy de Jesús Nazareno, del barrio cordobés de San Lorenzo se documenta la existencia, anterior a 1490, del hospital de San Bartolomé, establecimiento asistencial con seis camas para pobres enfermos. Este pequeño hospital y su ermita son propiedad de una antigua hermandad que en 1579 se convierte en cofradía de penitencia sin por ello abandonar su primitivo carisma asistencial, como lo prueban el mantenimiento del antiguo hospital.

En la fecha histórica del 21 de marzo de 1579 el obispo fray Martín de Córdoba y Mendoza aprobaba la Regla de los cofrades de Jesús Nazareno y del glorioso apóstol San Bartolomé, quedando así fundada la primera cofradía que en la diócesis cordobesa instauraba las nuevas formas penitenciales de las primeras horas del Viernes Santo.

Este santo (que fue uno de los doce apóstoles de Jesús) se representa en ocasiones con la piel en sus brazos como quien lleva un abrigo, porque la tradición cuenta que su martirio consistió en arrancarle la piel de su cuerpo estando aún vivo. También suele representársele con un gran cuchillo, aludiendo a su martirio, razón por la que es el patrón de los curtidores. En la época barroca es común verlo representado como Apóstol, con largo manto blanco, haciendo las escrituras sagradas y mostrando el cuchillo.

Martirio de San Bartolomé. Francisco Camilo

Parece que Bartolomé es un sobrenombre o segundo nombre que le fue añadido a su antiguo nombre que era Natanael (que significa «regalo de Dios»).

Muchos autores creen que el personaje que el evangelista San Juan llama Natanael, es el mismo que otros evangelistas llaman Bartolomé. Porque San Mateo, San Lucas y San Marcos cuando nombran al apóstol Felipe, le colocan como compañero de Natanael.

Desde entonces nuestro Santo fue un discípulo incondicional de este enviado de Dios, Cristo Jesús que tenía poderes y sabiduría del todo sobrenaturales. Con los otros 11 apóstoles presenció los admirables milagros de Jesús, oyó sus sublimes enseñanzas y recibió el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego.

Para San Bartolomé, como para nosotros, la santidad no se basa en hacer milagros, ni en deslumbrar a otros con hazañas extraordinarias, sino en dedicar la vida a amar a Dios, a hacer conocer y amar más a Jesucristo, a extender su santa religión, y en tener una constante caridad con los demás tratando de hacer a todos el mayor bien posible.

En el Evangelio de hoy se nos cuenta el primer encuentro entre el Apóstol San Bartolomé y Jesucristo.

Lectura del santo evangelio según san Juan (1,45-51):

En aquel tiempo, Felipe encuentra a Natanael y le dice: «Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret.». Natanael le replicó: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?»
Felipe le contestó: «Ven y verás.»
Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño.»
Natanael le contesta: «¿De qué me conoces?»
Jesús le responde: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.»
Natanael respondió: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.»
Jesús le contestó: «¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores.» Y le añadió: «Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre.»

Palabra del Señor

Queridos hermanos:

En esta fiesta de San Bartolomé Apóstol, queremos recordar la intervención de Benedicto XVI en la que presentó la figura de San Bartolomé.

No es posible comprender a Jesús si no se tiene en cuenta tanto su dimensión divina como su dimensión histórica, explicó el miércoles 4 octubre de 2006 Benedicto XVI.

En su catequesis, el Santo Padre continuó meditando sobre los doce apóstoles de Jesús. En esta ocasión, el personaje escogido fue Bartolomé, que tradicionalmente es identificado también con el personaje evangélico llamado Natanael.

Al conocer a Jesús, Natanael planteó al apóstol Felipe la famosa pregunta: «¿De Nazaret puede haber cosa buena?»

«Esta expresión es importante para nosotros –reconoció el Papa–. Nos permite ver que, según las expectativas judías, el Mesías no podía proceder de un pueblo tan oscuro, como era el caso de Nazaret».

«Al mismo tiempo –añadió–, muestra la libertad de Dios, que sorprende nuestras expectativas, manifestándose precisamente allí donde no nos lo esperamos».

La historia de Natanael sugirió al Papa otra reflexión: «en nuestra relación con Jesús, no tenemos que contentarnos sólo con las palabras».

«Felipe, en su respuesta, presenta a Natanael una invitación significativa: “Ven y lo verás”».

«Nuestro conocimiento de Jesús tiene necesidad sobre todo de una experiencia viva –insistió el obispo de Roma–: el testimonio de otra persona es ciertamente importante, pues normalmente toda nuestra vida cristiana comienza con el anuncio que nos llega por obra de uno o de varios testigos».

«Pero nosotros mismos tenemos que quedar involucrados personalmente en una relación íntima y profunda con Jesús», recalcó.

El primer encuentro de Jesús con Natanael concluye con una profesión de fe pronunciada por este apóstol: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel»

Estas palabras, constató, «presentan un doble y complementario aspecto de la identidad de Jesús: es reconocido tanto por su relación especial con Dios Padre, del que es Hijo unigénito, como por su relación con el pueblo de Israel, de quien es llamado rey, atribución propia del Mesías esperado».

El Papa concluyó recogiendo la enseñanza que hoy pueden sacar los cristianos del testimonio de San Bartolomé, a pesar de que los Evangelios hablan poco de él: «la adhesión a Jesús puede ser vivida y testimoniada incluso sin realizar obras sensacionales».

«El extraordinario es Jesús, a quien cada uno de nosotros estamos llamados a consagrar nuestra vida y nuestra muerte», reconoció.

Queremos acabar esta entrada dedicando una Oración a San Bartolomé:

Oh, Dios omnipotente y eterno, que hiciste este día tan venerable con la festividad de tu Apóstol San Bartolomé, concede a tu Iglesia amar lo que el creyó, y predicar lo que él enseñó. Por Nuestro Señor Jesucristo.

Amén.

Evangelio 21° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (16,13-20):

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»
Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.»
Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías.

Palabra del Señor

NO, NO LE DA IGUAL TU RESPUESTA.

Hay palabras que no podemos decir y después hacer como si nada… “a otra cosa mariposa”. Imaginemos una película que tiene su trama romántica, por ejemplo: “ella” está desesperada porque “él” aparentemente está interesado en “ella” pero no termina de definirse y entonces “ella” se atreve a preguntarle: “¿yo soy algo para ti? ¿yo significo algo en tu vida?”. Y entonces “él” le dice: “sí, estoy enamoradísimo de ti, quiero casarme contigo, que seas la madre de mis hijos… por favor pásame ese destornillador que estoy arreglando esta silla…” ¡Qué absurdo! ¿no? Lo normal es que después de decir eso se abracen y se besen o algo así… ¿no? Se trata de un ejemplo muy tonto, pero lo que estoy tratando de decir es que el señor te está preguntando “¿quién soy para ti?” y si te pones a responder y a decirle las palabras con las que le describes como quien es en verdad para ti: “mi refugio mi escudo mi fortaleza y mi alegría, tú eres mi vida mi camino mi verdad, mi respiración, mi paz, mi consuelo…” según dices estas cosas, si no lo haces como una metralleta sino dejando que cada una de estas cosas resuene en tu corazón, lo más seguro es que no puedas reprimir la emoción. Tiene toda su lógica, tú no le puedes decir al señor quien es él en tu vida y quedarte frío como un témpano de hielo.

Todas las personas de la historia desde que Jesús apareció en esta tierra, todos los hombres han tenido que medirse con él, de hecho, si no crees en él, pensarás que es un genio o que es un loco, pero desde luego indiferente es imposible que te deje como si se tratase de cualquier otro personaje de la historia. Los creyentes tenemos que responder, más allá de la teoría, tenemos que dar una respuesta y esto sabiendo que el otro, Jesús, te está mirando y no le da igual lo que respondas. Él está profundamente implicado en tu respuesta.

Dos personas que se quieren, pienso por ejemplo en un matrimonio que celebra sus bodas de oro, después de cincuenta años de casados, se conocen perfectamente; por ejemplo, uno levanta la ceja y el otro ya sabe lo que está pensando y sin embargo si el amor es verdadero si el amor es de Dios, entonces “el uno” seguirá siendo un misterio y “el otro” no podrá decir del todo lo que es para él y, desde luego no lo hará sin sentir que le afecta hondamente. Al señor no le da igual tu respuesta, no es una imagen de madera o de escayola, es una persona viva y que no le da igual tu respuesta. Este era el primer punto que quería considerar hoy: se nos pide hoy dar nuestra respuesta personal, la nuestra propia, esa que se dan mirando a los ojos del que nos pregunta.

La segunda cosa sobre la que quería meditar hoy es que Jesús felicita a Pedro, ciertamente ha dado con la clave, “se ha abierto la caja” y no lo ha hecho por casualidad, sino que ha dado con la clave correcta y la caja se ha abierto. Por eso le dice “bienaventurado tú, Simón hijo de Juan, esto se llama “fe” y es un don no es cosa suya no es fruto de su investigación concienzuda no es el esfuerzo de un sesudo razonamiento, es un don, es una gracia: “no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino que te lo ha revelado tu padre del cielo”. Esta fe, claro que es un conocimiento, pero es un conocimiento lleno de afecto y que surge de la experiencia. La fe no es una posesión, la fe es una relación y como tal aparece, crece y llega a plenitud, madura en el tiempo. Al hacer el acto penitencial que sugiere el libro de la sede hoy, ya sabéis que una posibilidad es cuando decimos “Señor ten piedad…” intercalando tres invocaciones, hemos dicho primero: “tú eres el hijo del Dios vivo”, que es lo que dice hoy en el evangelio Pedro. La segunda invocación era: “solo tú tienes palabras de vida eterna”, que es lo que responde Pedro cuando los discípulos se decepcionan de Jesús porque a mitad de su ministerio público anuncia su pasión y entonces se empiezan a ir; en concreto en el evangelio de San Juan cuando habla de comer su carne y beber su sangre dice el evangelista que uno tras otro se fueron yendo y Jesús se quedó con los apóstoles y unos pocos más y les preguntó “¿también vosotros queréis marcharos?” Y ahí Pedro otra vez como portavoz de todos responde: “señor, ¿a dónde vamos a ir? Solo tú tienes palabras que explican la vida, palabras de vida eterna, palabras que van más allá de este tiempo”. Y, por último, la tercera invocación que hemos hecho en el acto penitencial es quizá la más bonita de todas: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Porque la última profesión que hace Pedro no fue de fe sino de amor. Pedro tuvo que experimentar que se hundía en las aguas y que Jesús lo salvaba. Pedro tuvo que ser una oveja perdida porque se había separado del buen pastor para que este fuera a buscarlo y lo encontrara. Por eso, cuando el resucitado se encuentra con Pedro, al que le había dado esta misión de ser la piedra sobre la cual se edificaba la iglesia y esa piedra se había venido abajo completamente por el miedo, por el rechazo de la cruz… Jesús en vez de reprenderle y retirarle su confianza lo que hace es preguntarle simplemente: “Pedro ¿me amas?” “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Como decía, la fe es una relación, este es el segundo punto. Y como toda relación no se queda estancada, o crece, crece tu amor y tu confianza hasta que puedes descansar ciegamente en él, entregarte en brazos de Cristo o vives con indiferencia, vives con miedo, vives con precaución como si Jesucristo fuera a traerte solamente problemas y agobios.

La tercera cosa sobre la que quería llamar a atención es que Jesús hoy habla por primera vez de la Iglesia. Solo en la iglesia podemos tener acceso pleno a la persona y el ministerio de Jesús. Fuera de ella nos veremos haciendo como el National Geographic que intenta recuperar el Jesús histórico y no sé qué otras cosas más, pero en el fondo lo veremos como un personaje del pasado, una palabra, un mensaje, un profeta. Como en el evangelio: que si Juan el Bautista, que si Elías u otro de los profetas… Solo en la Iglesia encontramos al vivo. Por eso están importante que amemos a la Iglesia, y la Iglesia es esta concreta de aquí y de ahora, no la que está en tu cabeza como estaba en la cabeza de tantos herejes que antes que nosotros ya soñaron con una Iglesia más perfecta, más pura, más espiritual. La Iglesia es esta concreta que tiene como sucesor de Pedro a Francisco y como sucesor de los apóstoles al obispo de esta diócesis, esta iglesia concreta que tiene tantas limitaciones como las que ves en esta parroquia o en el párroco que está al frente de ella. Esta Iglesia que es tu madre y que te ama con locura. Ya va siendo hora de dar un paso al frente y dejar de mirar desde fuera y hablar de la Iglesia en tercera persona, la Iglesia es el lugar donde se hace palpable y visible, donde podemos escuchar a Cristo vivo hoy.

Vamos a pedirle al señor que amemos a la Iglesia más entrañablemente. En ella se nos han dado ni más ni menos que las llaves para abrir y cerrar, no solamente a Pedro, también a todos nosotros. Durante la pandemia… qué maravilla es tener las puertas abiertas, ¡cuánta gente necesita saber que Dios le ama y no lo sabe! Escuchar esto que tú estás oyendo y a lo mejor de tanto que lo has oído ya ni te emociona, pero algunos de los que están ahí fuera si lo oyeran por primera vez se derrumbarían de emoción. Nosotros tenemos las llaves, podemos cerrar “a cal y canto” o podemos abrir. Vamos a pedirle al señor que cada día nos enamoremos más de él y de su Iglesia, que no seamos un obstáculo para Cristo, sino que seamos un escaparate donde se le vea solamente a él, eso es lo que hace bueno al escaparate, que su cristal sea transparente, que se le vea a él. Se lo pedimos así por intercesión de María nuestra madre, madre de la Iglesia.

Evangelio 20° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (15,21-28):

En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.»
Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.»
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.»
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.»
En aquel momento quedó curada su hija.

Palabra del Señor

ALIVIAR EL SUFRIMIENTO

Jesús vive muy atento a la vida. Es ahí donde descubre la voluntad de Dios. Mira con hondura la creación y capta el misterio del Padre, que lo invita a cuidar con ternura a los más pequeños. Abre su corazón al sufrimiento de la gente y escucha la voz de Dios, que lo llama a aliviar su dolor.

Los evangelios nos han conservado el recuerdo de un encuentro que tuvo Jesús con una mujer pagana en la región de Tiro y Sidón. El relato es sorprendente y nos descubre cómo aprendía Jesús el camino concreto para ser fiel a Dios.

Una mujer sola y desesperada sale a su encuentro. Solo sabe hacer una cosa: gritar y pedir compasión. Su hija no solo está enferma y desquiciada, sino que vive poseída por un «demonio muy malo». Su hogar es un infierno. De su corazón desgarrado brota una súplica: «Señor, socórreme».

Jesús le responde con una frialdad inesperada. Él tiene una vocación muy concreta y definida: se debe a las «ovejas descarriadas de Israel». No es su misión adentrarse en el mundo pagano: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos».

La frase es dura, pero la mujer no se ofende. Está segura de que lo que pide es bueno y, retomando la imagen de Jesús, le dice estas admirables palabras: «Tienes razón, Señor; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos».

De pronto Jesús comprende todo desde una luz nueva. Esta mujer tiene razón: lo que desea coincide con la voluntad de Dios, que no quiere ver sufrir a nadie. Conmovido y admirado le dice: «Mujer, ¡qué grande es tu fe!, que se cumpla lo que deseas».

Jesús, que parecía tan seguro de su propia misión, se deja enseñar y corregir por esta mujer pagana. El sufrimiento no conoce fronteras. Es verdad que su misión está en Israel, pero la compasión de Dios ha de llegar a cualquier persona que está sufriendo.

Cuando nos encontramos con una persona que sufre, la voluntad de Dios resplandece allí con toda claridad. Dios quiere que aliviemos su sufrimiento. Es lo primero. Todo lo demás viene después. Ese fue el camino que siguió Jesús para ser fiel al Padre.

Festividad de la Asunción de Nuestra Señora María Santísima

Lectura del santo evangelio según san Lucas (1,39-56):

En aquellos días, Maria se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de Maria, saltó la criatura en su vientre.
Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.»
María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia –como lo había prometido a nuestros padres– en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.»
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.

Palabra del Señor.

REFLEXIÓN:

Hay algunas preguntas que nos rodean a lo largo de la vida: ¿Hay algo más allá de las fronteras de la vida, de nuestra existencia mortal? ¿Qué podemos dejar de nosotros a los que quedan? ¿Después de todo lo vivido aquí en la tierra, que pasará? Muchas personas estaban convencidas de que el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción como una respuesta a los horrores de la Segunda Guerra Mundial, cuando muchos cuerpos fueron profanados.

La solemnidad de la Asunción fue celebrada en la Iglesia católica por muchos siglos sin una definición doctrinal formal. La doctrina de que María fue “asunta al cielo, en cuerpo y alma” es una proclamación oficial de la Iglesia del Papa Pío XII, con la Bula Munificentissimus Deus, en 1950.

Para muchas personas de nuestro tiempo este dogma de celebrar la asunción al cielo en cuerpo y alma de la Virgen María suena raro y hasta incomprensible. Podemos decir, más allá de la motivación del Papa Pío XII, que es una fiesta que dignifica el cuerpo y el alma, es decir, la persona en su integralidad, pues es un regalo dado por Dios que hay que cuidar.

Si existe algo que responde a los interrogantes más hondos de la vida es el amor. La Sagrada Escritura afirma que el amor es para siempre, que es semilla que da fruto al encontrar un corazón dispuesto a acogerle: un corazón no doblegado sobre uno mismo, sino disponible a dejar espacio a la presencia del Otro, al don que el Señor ofrece. Así fue la vida de María, que acogió, no sin temor, la palabra del Señor y su promesa de vida: “No temas, María, que gozas del favor de Dios. Mira, concebirás y darás a luz a un hijo, a quien llamarás Jesús” (Lc 1,30-31).

María es capaz de exultarse por las maravillas que el Señor hizo en su existencia. Ella es capaz de contemplar las gracias que el Señor sigue ofreciendo al mundo, haciendo “grandes cosas” por nosotros. Ella es capaz de reconocer que la misericordia del Señor se extiende “de generación en generación”, es decir, por siempre. La fiesta de hoy del “bienaventurado tránsito” de María es una señal de que aquellas preguntas fundamentales tienen una respuesta en lo que Dios hizo con la Madre de Jesús, haciéndola partícipe de la resurrección de la carne, al concederle la gloria celestial. Que el sí de María, es un sí a la vida hecha donación, entrega a los planes de Dios.

Si un día María dijo sí a Dios, y acogió en su vida la Palabra, sin reservas, hoy celebramos el sí de Dios a la entrega de María, acogiéndola, en cuerpo y alma, es decir, integralmente, en su gloria. Somos invitados a leer esta fiesta a la luz de la resurrección, que celebra la humanidad acogida en Dios, a través de su Hijo Jesucristo y, con él, la Bienaventurada Virgen María.