Evangelio del Domingo de la Santísima Trinidad


Evangelio según San Mateo 28,16-20

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»

Palabra del Señor

EL «MISTERIO» DE LA TRINIDAD


«Sólo el Dios encontrado.
Ningún Dios enseñado puede ser verdadero,
ningún Dios enseñado.
Sólo el Dios encontrado
puede ser verdadero».

Charo Rodríguez, La luz de la niebla


Hay que reconocer que para muchos cristianos eso de la Trinidad es un “rollo”. A veces lo dicen así de claro, dando por sentado que todas esas frases del Credo Nicenoconstantinopolitano son un “rollo”, aunque se repitan en muchas Misas, porque no las entienden, y no saben qué tienen que ver con su experiencia personal de fe. ¿Tres sustancias en una esencia? ¿Tres personas en una sustancia? ¿Una naturaleza en tres personas? ¿Dos naturalezas en una sola persona? El valor que tienen nuestras definiciones y afirmaciones sobre Dios es sobre todo «sugerir», porque a Dios no podremos nunca “meterlo” dentro de una definición, por muy “ex cátedra” que sea. Estas formulaciones y otras parecidas les decían mucho a la Iglesia de Nicea o de Calcedonia… pero pueden haberse quedado vacías para nosotros después de tantos siglos y de tantos cambios. El lenguaje evoluciona muy deprisa. También nosotros tenemos no pocas dificultades para leer a Cervantes o a Santa Teresa en sus versiones originales, y sólo han pasado cinco siglos. Decía el Papa Francisco que «la misión es siempre la misma, pero el lenguaje para anunciar el Evangelio pide ser renovado con sabiduría pastoral». (Mayo 2015)

Con una sorprendente comparación, no recuerdo quién, comentaba que las fórmulas dogmáticas de los concilios son como “albóndigas teológicas”: Bien picadas y calentitas, pueden resultar muy digestivas, apetitosas y alimenticias. Pero si, después de haber estado en el horno, se han quedado frías, pueden resultar incluso indigestas, por muy buena carne que lleven. Y sería absurdo empeñarse en metérselas a la gente en la boca, por la simple razón de que, cuando fueron hechas estaban buenísimas.

Es verdad que esas afirmaciones forman parte de una riquísima Tradición, y del esfuerzo de muchos pensadores por dar respuesta a las dificultades que se iban presentando a la fe… Y por eso no podemos deshacernos de ellas a la ligera. Pero hay que prestar atención a las dificultades, retos y necesidades de la fe que tiene HOY el hombre de la calle, y no menor cuidado merece el LENGUAJE, para que pueda ser significativo en este siglo XXI. Hoy muchos se preguntan cómo encontrar a Dios en la vida cotidiana, cuáles son los caminos de la oración, qué tiene que ver Dios con el problema del mal en el mundo, si el cristianismo es la única religión “verdadera”, cuáles son los valores que hoy tenemos que defender según nuestra fe, qué se puede o se debe cambiar en nuestros ritos y tradiciones litúrgicas, en el modo de comprenderse a sí misma la Iglesia, los dogmas, la moral… Mucha tela para una sencilla homilía, claro y para este humilde misionero.

Pero vamos a intentar decir algo comprensible sobre el «Misterio» de la Trinidad.

EL «MISTERIO» DE LA TRINIDAD.

El primer sentido de “misterio” que nos viene a la cabeza es de algo incomprensible, ininteligible, jeroglífico, crucigrama sin solución, ¡tres en uno!… un rompecabezas. Pero claro, la Trinidad no quiere ser como un pasatiempo para ratos perdidos… Y sobre todo, no consta que Jesús, Mateo, Lucas o Pablo tuvieran afición a los acertijos. Ellos, al hablar de la Trinidad, estaban hablando de su experiencia vital.

También decimos que “la persona es un misterio”. Es decir, que tiene una profundidad que nunca captamos del todo, que no se puede tocar, ver, clasificar, definir, encerrar…. Nos llega algo de ella por medio de su rostro y de su aspecto… pero eso sólo no es ella. Nos ayudará el contemplar sin prejuicios su comportamiento, sus actitudes, sus ideas… Y si amamos a esa persona, todavía captamos muchos más aspectos que se escapan a los demás: quien más te quiere es quien mejor te conoce… De lejos no conocemos realmente a nadie. Y nunca conocemos a nadie del todo.

Pues para poder decir algo sobre Dios y su misterio, es necesario tener una mínima experiencia personal de él. Porque si no, convertimos a Dios en ideas, especulaciones, discusiones, discursos, normas… y no en una persona (mejor dicho, tres). Primero hay que haber “olido” a Dios:

Discutía un grupo de alumnos en qué consistía exactamente eso del ‘Dios Trinidad’. Cuando llegó el maestro, todos se abalanzaron sobre él, pidiéndole explicaciones. Él les dijo: ¿Quién de vosotros ha sentido alguna vez el aroma de una rosa? “Todos”, le contestaron al unísono. Y de nuevo preguntó: ¿Quién de vosotros puede describírnosla?

Decir que “la Trinidad es un Misterio” es afirmar que nos desborda; que algo de Él comprendemos porque nos hemos cruzado con Él, hemos notado su rastro, hemos sentido su aroma. Intuimos que en Dios hay tanta riqueza de vida, tanta creatividad y originalidad… que ni en toda la eternidad podremos abarcarlo del todo.

Escribía el Papa Benedicto: “La doctrina de la Trinidad no pretende haber comprendido a Dios. Es expresión de los límites, gesto reprimido que indica algo más allá”. Y también: “Todo intento de aprehender a Dios en conceptos humanos lleva al absurdo. En rigor, sólo podemos hablar de Él cuando renunciamos a comprenderlo y lo dejamos tranquilo”.

Por eso debemos poner mucho cuidado con tantas “imágenes falsas de Dios”, deformaciones que hacemos, consciente o inconscientemente. Y debemos poner cuidado porque nuestra manera de entender y relacionarnos con Dios, condiciona y afecta a nuestro modo de situarnos en la vida y de vivir la fe. Dime cómo es tu Dios y te diré cómo te relacionas con él y cómo te comportas con los otros, y en la vida.

Yo no sé explicar o definir lo que es el amor o la amistad. Pero sí sé decir cuándo los siento y cuándo los recibo, o lo que me pasa cuando no están. Y eso es lo más importante. Yo no sé explicar lo que es el silencio, pero sí sé decir cómo me siento cuando me recojo y me escucho, y cómo me va en la vida cuando me falta. Y así tantas cosas importantes de mi vida: la alegría, la ternura, la comprensión, vivir con sentido, la belleza… y también Dios.

Por dar unas pinceladas. Para mí, si Dios es Padre… quiere decir que yo soy hijo, que tengo quien me ama sin condiciones, que me quiere entrañablemente y que hace todo lo posible para que sea feliz. Que de él vengo y hacia él voy. Que por mis venas corre su ADN divino.

Si Dios es Hijo… quiere decir que yo valgo mucho, porque él quiso ser como yo. Y que me enseña que sobre todo soy «hermano». Que mi tarea en la vida es construir fraternidad y comunidad. Que puedo y debo pasar por el mundo dándome, haciendo el bien, luchando contra cualquier injusticia o sufrimiento que afecte al ser humano.

Y si Dios es Espíritu Santo, me sé consagrado, perteneciente a Dios, portador de Dios… para hacerle presente donde quiera que voy, y haga lo que haga. Que estoy habitado, acompañado, fortalecido y animado por una presencia amorosa, de modo que puedo ser libremente instrumento de su amor, manos suyas, ojos suyos, pasos suyos, misericordia suya….

Por eso, en esta fiesta, yo recibo hoy la invitación a ser “buscador” de Dios. Primero con el corazón, con la experiencia. Y luego también con la cabeza. Ambas necesarias. A irlo conociendo cada día un poco más. Sabiendo -y esto es muy importante- que si Dios es Trinidad (comunión de personas), para poder conocerle, para encontrarle un poco, tendré que caminar acompañado de otros hermanos, compartiendo fe y vida. Los otros son camino hacia el Dios Trinidad. Juntos podremos rastrear mejor sus múltiples huellas en el Universo, en el hombre y en el interior de cada uno.

Evangelio Domingo de Pentecostés

Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-23):

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Palabra del Señor

LAS TAREAS DEL ESPÍRITU

Podríamos hablar de una primera etapa en la Historia de la Salvación, protagonizada por el que luego llamaríamos con más propiedad el Dios Padre. Fue el comienzo de la revelación de Dios, en la que se va dando a conocer como el Dios Altísimo, el Dios Creador, el Dios de la nube, del rayo, del diluvio, el que libera de la esclavitud del faraón y conduce a la tierra de la libertad…

Vendría una segunda etapa en la que llega al culmen esa revelación de Dios por medio de su Hijo Jesucristo, haciendo presente germinalmente el Reino de Dios. Podríamos llamarla la etapa del «Dios con nosotros», Dios uno de nosotros, Dios en medio de nosotros. El Hijo de Dios hecho carne frágil en Jesús nos ofreció las claves de la felicidad (bienaventuranzas), las claves para hacer de este mundo «otro», el Hijo de Dios empeñado en la comunión fraterna, y que nos dejó como testamento el «sed uno, amaos como yo, servid y lavaos los pies, acoged a los más pequeños»… Se trata del Hijo de Dios que venció el pecado, el mal y la muerte, y que es ya para siempre el Señor, sentado a la derecha del Padre… (Ascensión).

Y llega por fin una tercera etapa. Podríamos llamarla la del «Dios en nosotros», o también la etapa de la Iglesia y de la misión. En definitiva: el Tiempo del Espíritu.

El Espíritu es el Gran Desconocido en el cristianismo Occidental. En una de sus homilías el Papa Francisco comentaba:

El Espíritu Santo es el gran olvidado de nuestra vida. Yo quisiera preguntaros: ¿cuántos de vosotros rezáis al Espíritu Santo? Es el gran olvidado, ¡el gran olvidado! Y Él es el Don, el Don que nos da la paz, que nos enseña a amar y que nos llena de alegría.

Ciertamente que rezamos el Padrenuestro, rezamos al Señor Jesús, rezamos a la Virgen y a los santos… Pero himnos como este tan bello que hoy nos acompaña en la liturgia, que es el himno más antiguo al Espíritu Santo y que data probablemente del siglo XI, pocos lo saben, pocos lo usan. ¡Pocos se dirigen al «Dios-Espíritu» en su oración!

Aquí se dice que es el Padre amoroso del pobre, repartidor de dones, luz, consuelo, huésped del alma, tregua y brisa en los momentos duros, que reconforta en el duelo (en la muerte), y enjuga lágrimas, el que impide que el pecado nos derrote, que nos sintamos vacíos por dentro, riega lo que está seco, sana el corazón enfermo, doma a los espíritus rebeldes, guía al que se sale del camino, salva al que busca salvarse… En definitiva: es TODO LO QUE DIOS HACE o puede hacer EN NOSOTROS HOY. La acción del Dios vivo en los seres humanos.

Y así empezaríamos por reconocer que «no sabemos orar como conviene» (Rom 8, 26-27), y a menudo intentamos manejar a Dios en nuestro beneficio, nos llenamos de palabrería, nos evadimos de la realidad. Pero dice San Pablo que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad» y nos hace ponernos delante del Dios Padre y de su voluntad. Necesitamos pedirlo sinceramente, y el Padre «nunca lo niega a quien se lo pide» (Lc 11, 13). Y es bien importante aprender a descubrir la voluntad de Dios sobre mí (hasta lo decimos en el Padrenuestro), lo que tengo que ir eligiendo y decidiendo en mi vida, cómo distinguir la voz de Dios en mi conciencia, cómo reconocer su presencia en mi vida cotidiana y en nuestra historia. Es lo que se llama el discernimiento, que es una de las tareas del Espíritu.

La presencia del Espíritu derramado sobre nosotros nos da ocasión para profundizar en la universalidad del mensaje del Evangelio y del amor de Dios («de toda raza, lengua, pueblo y nación», Apoc 5, 9). «Todos» los que lo reciben son profetas, portavoces de Dios, de modo que «cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua». Y cada bautizado recibe dones y cualidades para el bien común (Segunda Lectura de San Pablo). Por eso, en este día dedicado al Apostolado Seglar, podemos afirmar que el «clericalismo» es un pecado contra el Espíritu Santo. Decía el Papa Francisco:

“Recuerdo ahora la famosa expresión: «es la hora de los laicos». Pues pareciera que el reloj se ha parado”. Todos ingresamos a la Iglesia como laicos, puesto que el primer sacramento, el que sella para siempre nuestra identidad y del que tendríamos que estar siempre orgullosos es el del bautismo. Nos hace bien recordar que la Iglesia no es una élite de los sacerdotes, de los consagrados, de los obispos, sino que todos formamos el Santo Pueblo fiel de Dios. Hay que poner atención al clericalismo, que lleva a la funcionalización del laicado; tratándolo como ‘recaderos’, y coarta las distintas iniciativas, esfuerzos y hasta -me animo a decir- osadías necesarias para llevar el Evangelio a todos los ámbitos del quehacer social y especialmente político”. El clericalismo poco a poco va apagando el fuego profético que la Iglesia está llamada a testimoniar en el corazón de sus pueblos. El clericalismo se olvida de que la visibilidad y la sacramentalidad de la Iglesia pertenece a todo el Pueblo de Dios (cfr. LG 9-14) Y no solo a unos pocos elegidos e iluminados”.

Sería, por tanto, oportuno e incluso urgente que revisáramos de qué manera estamos contribuyendo todos, conjuntamente, entrelazadamente, a la Iglesia de Jesús: qué aporto yo personalmente, cómo valoro y me relaciono con otros carismas, sensibilidades, espiritualidades, misiones… En el plano personal, parroquial, diocesano, nacional… Hay mucho clericalismo que superar. Pero también mucha pasividad en muchos bautizados y muchos «grupos» que trabajan por libre o incluso en contra de otros…

Es el Espíritu el que nos ayuda a salir de nuestros encierros, de nuestro cristianismo anquilosado, que pretende seguir siempre igual, aunque todo cambie alrededor… sin arriesgarnos a buscar nuevos caminos y respuestas. No sé quién afirmaba que «hay peligrosas novedades, pero hay mas peligrosas antigüedades». Ese empeño por mantener lo de ayer por ser de ayer, y rechazar todo lo que suene a cambio, novedad, búsqueda, adaptación, renovación es miedo, comodidad, el no querer leer los «signos de los tiempos»… es rechazo del Dios-Espíritu Santo, que «hace nuevas todas las cosas» (eso dice la Biblia de él: Is 43,18: Apoca 21, 5).

Pero hoy me voy a fijar en un punto: la vida «espiritual», que es la vida del Espíritu. Uno de los más grandes teólogos del Concilio Vaticano II, decía: el verdadero problema de la Iglesia es «seguir tirando con una resignación y un tedio/rutina/inercia cada vez mayores por los caminos habituales de una mediocridad espiritual» (Karl Rahner). En el corazón de muchos cristianos se está apagando la experiencia interior de Dios. La sociedad moderna ha apostado por «lo exterior». Todo nos invita a vivir desde fuera. Todo nos presiona para movernos con prisa, sin apenas detenernos en nada ni en nadie. La paz tiene difícil encontrar resquicios para penetrar hasta nuestro corazón. Vivimos casi siempre en la corteza de la vida. Se nos está olvidando lo que es saborear la vida desde dentro. Para ser humana, a nuestra vida le falta una dimensión esencial: la interioridad. Muchos no han descubierto lo que es el silencio del corazón, ni han aprendido a vivir la fe desde dentro. Y se mantienen como pueden, repitiendo oraciones aprendidas, practicando algunas costumbres tradicionales… pero con poca capacidad de contagiar algo a los que vienen detrás. Acoger al Espíritu de Dios quiere decir aprender a escucharlo en el silencio del corazón. Dejar de pensar a Dios solo con la cabeza, y aprender a percibirlo en los más íntimo de nuestro ser. No es probable que se mantenga la fe en Dios, en medio de la agitación y frivolidad de la vida moderna, sin una comunidad fraterna con la que compartirla y madurarla y testimoniarla. ¡Somos templos el Espíritu!

Lo dejo como reto, como inquietud, como propuesta, como… ¡yo qué sé! Esto es lo que me ha sugerido hoy el Espíritu… y es lo que os he dicho, con mayor o menor acierto, pero con un corazón deseando que arda como llama de amor viva (que era como Juan de la Cruz se dirigía al Espíritu) de mi alma y de nuestra alma en el más profundo centro. Espíritu que nos habitas y nos conduces: ¡VEN!

Evangelio de la Festividad de la Ascensión del Señor al Cielo

Conclusión del santo evangelio según san Marcos (16,15-20):

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: «ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.»
Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.

Palabra del Señor

EL TIRÓN DEL PADRE

Nadie puede dudar del tirón tan fuerte que el Padre ejercía sobre Jesús. Había como una «química» especial entre los dos. No hay más que escucharle hablar, porque de lo que está lleno el corazón, habla la boca (Mt 22,34). Jesús estaba permanentemente «enganchado» al Padre. Y no dejaba de hablar de él (además de hablar frecuentemente con él). Algunos especialistas sugieren que toda la vida de Jesús, y todo el Evangelio, se podrían resumir en una sola palabra: «Abbá», Padre, palabra del entorno familiar, con la que los niños se dirigían a sus padres. Nadie antes en Israel se había atrevido nunca a dirigirse a Dios de ese modo.

Jesús habla del Padre con infinita ternura, y también con añoranza. Sólo habría que contar, por ejemplo, las veces que pronuncia esta palabra en cuarto Evangelio: ¡115 veces! Le oyeron decir: Sí Abbá; aquí estoy, Abbá; lo que tú quieras, Abbá; Abbá, tú sabes que te quiero; Abbá, te doy gracias porque has revelado estas cosas a los sencillos; Padre, que se haga tu voluntad; Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu… Sin duda que Jesús vivía en el Padre, para el Padre, por el Padre, desde el Padre, con el Padre, hacia el Padre… Hasta decía que su alimento era «hacer la voluntad del Padre». Y les repetía a sus discípulos: «vuestro Padre del cielo», queriendo que también ellos gozaran de esa especial intimidad y cercanía.

Pero también el Padre, por su parte, estaba pendiente de él, y vivía en él, como dice el mismo Jesús: «Felipe, ¿no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?»; o bien: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (aquí tenéis resumida la misión del cristiano: que vean al Padre en nosotros):

+ Cada palabra de Jesús tiene los ecos de lo que ha escuchado (en su oración) al Padre.

+ Comparte los mismos sentimientos del Padre. Particularmente la compasión y la misericordia.

+ No sólo habla y siente, sino que también «hace» lo que el Padre le ha encomendado, por más que le cueste sangre, sudor y lágrimas (Getsemaní).

Por eso Jesús tuvo tanto «tirón» popular: era un canal eficaz por el que les llegaba el amor del Padre. Pasaba haciendo el bien, daba esperanza, defendía a lo más débiles, se ponía del lado de los marginados, tocaba el dolor de los enfermos, sanaba, denunciaba… en el nombre del Padre.

En uno de los más antiguos himnos cristianos, recogido por San Pablo en una de sus cartas, se nos dice que Jesús se dedicó a «bajar» a «rebajarse»: Primero bajó del cielo hasta el seno de una mujer, y bajó después a un miserable pesebre en Belén. «Bajó» al río Jordán para ser bautizado entre los pecadores. «Bajó» para mezclarse con los pobres, los marginados (que siempre están «abajo» y «debajo»). Y tanto bajar, tanto rebajarse, quedó hecho una auténtica piltrafa de hombre, colgado entre el cielo y la tierra. Y se hundió en la muerte, y bajó al sepulcro, a las entrañas de la tierra, y -como decimos en el Credo- bajó a los infiernos… No se puede bajar más abajo en todos sentidos. Al contario de tantos, empeñados hasta límites insospechados en «subir» como sea, en escalar puestos, en «estar arriba».

¡Tanto bajar! ¡Tanto bajar! Aunque nunca bajaba solo. El Padre lo acompañaba en todos esos «abajamientos». Los largos y frecuentes ratos de oración a solas con Él, le despertaban su sed de infinito, su añoranza del cielo (también esto nos ocurre al resto de los mortales, cuando oramos «cristianamente»). Así que, una vez cumplida su misión, es el momento del «tirón» definitivo del Padre, del reencuentro final. Y así nos hemos podido enterar de que el destino del hombre no está «abajo», sino arriba. El destino del hombre no es el fracaso, sino la gloria. El futuro del hombre no son los gusanos y el olvido, sino la eternidad y la gloria de Dios. Con palabras de San Agustín: «Nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto (desasosegado) hasta que no descanse en Ti».

Y allá que se fue. Como decimos en el Credo, a «sentarse a la derecha del Padre». Es un modo de hablar, claro. En el cielo no hay asientos, ni Dios tiene derecha ni izquierda. Con palabras menos «teológicas», diríamos: Se fue a fundirse con el Padre en un abrazo tan inmenso, que saltaron las chispas del Espíritu, sobre la tierra, desparramándose sobre nuestras cabezas, llenándonos de dones. Lo celebraremos el domingo próximo.

Pero, como todas las despedidas, también aquí hay una sombra de «tristeza» en el que se va, y en los que se quedan. El Señor se aleja físicamente de sus queridos discípulos, y ellos… se quedan sin él. Siempre se acaba queriendo a aquellos con quienes compartimos la intimidad y la vida, tantos buenos como malos momentos. Toda despedida, toda «partida» siempre supone un «partirse», porque nos dejamos un trozo de nosotros, algo/alguien que quisiéramos llevarnos y no puede ser… Esto mismo le ocurre a Jesús. El corazón se le parte un poco, y así se lo confiesa a sus amigos:

– Me voy, pero vuelvo, no tardaré mucho

– Me voy, pero me seguiréis más tarde

– Me voy, pero es para prepararos un sitio en la casa de mi Padre

– Me voy, pero no os olvidaré, porque os llevo en el corazón

– Me voy, pero volveréis a verme

– Me voy, pero os enviaré al Espíritu Defensor, Consolador, Espíritu de la Verdad, el mismo Amor…

– Me voy, pero el Padre seguirá cuidando de vosotros, como lo hizo conmigo, para que ninguno se pierda.

Por eso, mientras andemos por aquí abajo, y siguiendo el ejemplo del Señor, necesitaremos con frecuencia dirigirnos al Padre Nuestro que estás en los cielos. Para que nuestra esperanza y nuestros proyectos no se queden alicortos, para que veamos siempre más allá de la cruda realidad, para que soñemos el sueño de Jesús, para que no nos importe bajar y rebajarnos cuando sea necesario, o incluso cuando nos «bajen» por la fuerza… Porque «el de arriba» ya tirará de nosotros cuando andemos hundidos. Lo ha dicho con bellas palabras la segunda lectura de hoy: «Que el Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros». De este modo, podremos tomar el relevo al Señor Jesús, poniendo todo lo que somos y podemos al servicio de lo único importante: El Reino y la justicia. El Espíritu será nuestra fuerza interior y nos ayudará a discernir los caminos para llevar adelante la tarea. Inmensa tarea en la que todas las manos son pocas: el encargo es hacer discípulos de todos los pueblos. Como ha escrito el Papa Francisco (EG 20):

Hoy, en este “id” de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva “salida” misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar esta llamada: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio.

Así que el cielo lo miraremos de reojo (porque allí está el Padre que nos espera), pero para llenarnos de fuerza, porque el trabajo lo tenemos aquí abajo, en la tierra, donde el Espíritu del Señor sigue cooperando y actuando para que se haga su voluntad aquí en la tierra como en el cielo.

Evangelio 6° Domingo de Pascua

Lectura del santo evangelio según san Juan (15,9-17):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.»

Palabra del Señor

DIOS ES AMOR

La primera gran palabra que existió jamás, y origen de todas las palabras bellas y de todas las cosas buenas es «amor».

En el principio fue el Amor de Dios. Y como el Amor es comunicación y expresión, el Amor se puso a hablar y a cambiarlo todo: fue vencido el caos, el desorden, la oscuridad, y creó la luz, la vida, el equilibrio, el paraíso… y al ser humano para que recibiese todo lo que él era y daba, y lo hizo capaz de entregarse, dialogar, fundirse y amar. Y como todo era fruto del Amor, todo era muy bueno. El Amor sigue diciendo muchas veces «hágase», y lo hace todo bueno, vital, luminoso, humano.

Cuando decimos que Dios «es» amor, estamos diciendo que Dios «ama», que está hecho de amor, que sólo sabe y sólo puede amar, y que todo lo que hace es por amor, para hacer crecer el amor, para sostener el amor, para hacer posible el amor. El amor es lo que está detrás y antes de mi nacimiento. Él me amó y quiso que yo existiera. Y el amor será el abrazo final que recibiré cuando se acabe mi existir. Y entre el nacimiento y el descanso eterno, el amor es la «fórmula secreta» para llenar de sentido la vida y hacerla fecunda.

Si esta es la «definición» de Dios, quiere decir que donde está Dios, allí hay amor. Por tanto, todo el que se acerque a Dios tiene que amar, porque el amor lo empapa y lo envuelve y sale siempre hacia afuera, se expande, se multiplica, se contagia.

Cuanto más cerca está uno de Dios, más tiene que notarse por su amor; todo el que es tocado por Dios, aunque no se haya dado cuenta, aunque diga que no cree en Dios, se habrá contagiado de amor y esto vale para todos y para siempre… porque nada ni nadie existe sin el amor de Dios.

Nadie puede decir con verdad que ha visto a Dios, que conoce a Dios, que cree en Dios, que ama a Dios, que ha comulgado el sacramento del amor, que ha hablado con Dios… si su corazón está frío, duro, violento, egoísta, si es individualista, si su corazón hace distinciones, si ama selectivamente, si ama exigiendo correspondencia, si ama poseyendo y dominando, si ama absorbiendo o aislando, si ama con celos, controlando.

«Dios es amor» quiere decir también que donde hay amor allí está Dios.

Si encuentras señales de amor auténtico, estás rastreando las huellas de Dios. Donde hay personas que se ayudan, se perdonan, se unen, se comprometen entre sí y en favor de los otros, es que están movidas -aunque quizá no lo sepan- por el Espíritu de Dios, que es el Amor de Dios derramado en nuestros corazones.

Es cierto que la palabra «amor», tan corta, tan sencilla pero tan rica, se usa sin mucha precisión, sin respeto, vaciándola de contenido, confundiéndola con otras cosas.

Y acabamos por llamar «amor» a casi cualquier cosa. Y luego vienen los desengaños. Salpicamos la palabra con nuestro barro y llegamos a decir «amor» a lo que es puro egoísmo, manipulación, dominio, atracción física, deseo o sentimentalismo, dependencia, necesidad…. Por eso es importante y necesario que cuando hablemos de amor o queramos llamar a algo «amor» miremos al que más sabe de amor: A Dios Padre en Jesucristo por el Espíritu.

El auténtico amor es LIBERADOR.

No soporta ver al otro enredado, sin dignidad, esclavo, limitado, usado, disminuido. Y entonces se pone a romper cadenas y a plantar cara a cualquier faraón que pretenda aprovecharse. Así se presentó Dios a Moisés en la zarza, y a ello dedicó Jesús toda su vida.

El auténtico amor es DIALOGANTE.

Cuando el otro se ha equivocado, ha fallado, ha metido «la pataza», se esconde, se escapa…. Cuando el otro piensa distinto, cuando tiene sus propios criterios… Sabe salir a buscarlo allá donde esté escondido, deprimido, avergonzado, sufriente, y pregunta, echando un punte: «¿Dónde estás? ¿qué te ha pasado?»… para procurar restaurar la comunión, tender puentes, hacer posible el encuentro.

El auténtico amor REVELA LA PROPIA INTIMIDAD, se atreve a confiar lo más secreto.

Ahí tenemos a Jesús «desvelando» a sus discípulos su entrañable relación con el Padre: «A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». El silencio, la oración, las inquietudes, los sueños, las lágrimas, los miedos, el discernimiento cuando hace falta tomar decisiones… también son compartidos.

El auténtico amor es SACRIFICIO. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó lo que más quería, su Hijo único», para hacer posible el amor entre nosotros.

Cuando el amor es verdadero y limpio, es capaz incluso de quitarse de en medio para no ser un obstáculo: «te quiero tanto, que te quiero feliz… aunque sea sin mí». «Me importas más tú que yo mismo». «Seré feliz si tú lo eres, aunque me cueste y me duela no estar contigo». Esto lo saben muy bien los padres y madres. Pero también todos los que entienden lo que es un auténtico amor.

Y «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». Es la máxima renuncia a los propios y justos deseos o intereses personales. Con tal de hacer posible la felicidad del otro, quien ama está dispuesto a la máxima renuncia: renunciar a uno mismo y al otro. Así es Dios, así lo hizo Jesús. Así lo debemos hacer también nosotros. Y de ese modo, el auténtico amor SE MULTIPLICA y crece.

Me resulta muy significativo que Jesús, después de esa «declaración» amorosa hacia sus discípulos, después de llamarles «amigos», de revelarles su intimidad, y todo lo demás, no reclama amor hacia sí mismo. Habría sido lógico oírle decir: «Amadme así también vosotros». Pero no: la prueba de que le amamos a él, de que hemos acogido y valorado su amor… es el amor que nos tengamos entre nosotros. Sorprendente exigencia. La señal de que amamos a alguien (incluido Dios), es que creamos alrededor comunión, comunidad, fraternidad. Sentimos la necesidad de que también los que estén a nuestro alrededor se amen y se sientan amados. Todavía más: que cualquier hombre o mujer se sienta amado, y con más razón aquellos que andan escasos o más necesitados de amor: los enfermos, los hambrientos, los que viven sin dignidad, los fracasados en la vida, los que no pueden estar en su tierra, los sometidos, los enfermos, los mayores, los emigrantes sin recursos…

«Oséase»: que es imprescindible recordar y saborear a menudo que Dios es Amor y todo lo que ha hecho por nosotros por amor… para que nosotros, que fuimos hechos a su imagen y semejanza, pongamos el amor por delante, sobre todo con obras, con hechos: ¡Hay tanto que amar! ¡Y podemos amar tanto más! Permaneciendo a tiro de su inmerecido Amor. Su Amor es el que hace posible el nuestro.

Hermano mío: yo te amo. Yo te quiero por mil razones:

Yo te amo porque Dios quiere que te ame y me ha hecho tu hermano.

Te amo porque Dios me lo manda. Te amo porque Dios te ama.

Te amo porque Dios te ha creado a su imagen y para el cielo.

Te amo porque Dios derramó su sangre para darte la vida.

Te amo por lo mucho que Jesucristo ha hecho y sufrido por ti.

Y como prueba del amor que te tengo haré y sufriré por ti todas las penas y trabajos, incluso la muerte si fuera necesario.

Te amo porque era amado de María, mi queridísima Madre.

Te amo, y por amor te enseñaré de qué males te debieras apartar, qué virtudes debes desarrollar, y te acompañaré por los caminos de las obras buenas y del cielo. (San Antonio M Claret)

Evangelio 5° Domingo de Pascua

Lectura del santo evangelio según san Juan (15,1-8):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.»

Palabra del Señor

CREER Y DAR FRUTOS


No hay sarmientos sin vid: quedan reducidos a unos palos secos, que dicen que son estupendos para asar chuletas o preparar una paella, o calentarse con una buena fogata. Y poco más. Tampoco hay vino sin uvas, en número suficiente. Con una sola uva no hacemos nada. Ni siquiera con un racimo. Por lo tanto: Si nosotros somos los sarmientos, y Cristo es la vid, sin estar unidos a él no podemos hacer nada. Nos quedamos «secos». Y estando unidos a él y al resto de los sarmientos… debiéramos dar frutos suficientes como para poder tener buen vino. La afirmación de Jesús es: «Yo soy la vid, vosotros (en plural) los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis (en plural de nuevo) hacer nada». Es un mensaje referido especialmente a la comunidad de seguidores. Estas sencillas afirmaciones, no necesitan que les demos muchas vueltas: se comprenden muy bien. Otra cosa es que seamos coherentes con ellas.

En cuanto al fruto abundante al que se refiere Jesús (y ya que él es el grano enterrado que da mucho «fruto») tiene que ver con una vida entregada, como la suya, y con el Reino… que es descrito con palabras como «justicia, paz, servicio, misericordia, compromiso con el pobre, el enfermo, el emigrante…, acogida, libertad, perdón, fraternidad…». Palabras todas ellas relacionadas y referidas a los otros. Aunque hay que tener cuidado con las «palabras» porque, como advierte hoy la carta de Juan: no nos quedemos en las palabras, en las creencias, en las ideas, en los discursos, en las grandes afirmaciones, no amemos de «boquilla», sino con obras, con hechos. O sea: dando frutos. «Este es su mandamientos: «que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó». Creer en Jesucristo es amar, amarnos.

Estamos, pues, ante un punto central: ¿Qué aporta la fe realmente a nuestra vida?¿En qué consiste para nosotros «tener fe»?

La fe no se juega en el terreno de los sentimientos: «Ya no siento nada… debo estar perdiendo la fe», dicen algunos. No hay duda de que la fe toca el corazón, se siente, se experimenta, se disfruta, a veces duele… Pero sería un error reducirla a sentimientos y aún peor a «sentimentalismo»: tendría fe si me emociono, si se me saltan las lágrimas, si «siento algo» cuando comulgo, etc. La fe -como el amor auténtico- es una actitud responsable y razonada, una decisión personal, un compromiso: haya o no haya sentimientos.

La fe no es tampoco una opinión. Cada creyente tiene la responsabilidad de aceptar a Dios en su vida, e ir madurando y profundizando lo que supone ser discípulo de Jesús hoy, en sus circunstancias personales y sociales concretas. Cada cual vive su fe de un modo personal, único e intransferible. Pero no significa caer en el subjetivismo: «yo tengo mis propias ideas y creo lo que a mí me parece». La fe no es un «menú» que yo elijo con lo que me apetece, lo que me viene bien, lo que está de acuerdo con mis opciones previas, y la vivo con los que tienen ideas parecidas a las mías… pero dejando a un lado lo que no me gusta, no me encaja o no me viene bien. No puedo hacerme un dios a mi imagen y semejanza, ni puedo construirme una fe sin los otros, sin contrastar y discernir honestamente, para ir purificando y madurando lo que fuera necesario. No puedo ignorar o rechazar a los «distintos» por el simple hecho de serlo, ni estar siempre a la defensiva y con el impermeable puesto para todo lo que no vaya conmigo. Eso es más propio de las sectas, o quizá de los partidos políticos, pero no del cristiano. Como dice san Pablo, el criterio principal ha de ser el «bien común», la construcción del Cuerpo de Cristo.

La fe no es simple costumbre o tradición recibida de los padres, y que a menudo se queda en cumplir con ciertos ritos y obligaciones religiosas. Eso puede ser un comienzo, un buen comienzo… pero después hay que personalizar, madurar, aplicarlo a la propia vida, trabajar y buscar el encuentro personal con Dios, responder a la propia vocación. Traducirlo en «obras», para que sea la fe de/en Jesús.

La fe no se reduce a una especie de «tranquilizante», que me ayudaría a sentirme bien, o evadirme de la realidad en ciertos momentos. Creer en Dios es, sin duda, fuente de paz, consuelo y serenidad, pero la fe no es sólo un «agarradero» para los momentos críticos: «yo cuando me encuentro en apuros acudo a la Virgen o a San Antonio que es muy milagrero». Creer es el mejor estímulo para luchar, trabajar y vivir de manera digna y responsable, un impulso para levantarse y salir adelante cuando las cosas vienen mal. Para comprometerse y transformar la realidad. A Jesús su tarea misionera le trajo muchas complicaciones, y acudía al Padre no tanto para sacarle favores (o «mercedes», como se decía antes), cuanto para preguntarle cuál era en cada momento su voluntad y para contar con su fuerza.

La fe no es simplemente un conjunto de recetas morales, o autoexigencias con las que podamos estar en orden delante de Dios. Es muy limitada la fe que se centra en corregir los defectos, fallos y debilidades personales, donde el yo y mi propia perfección son el centro de mi examen de conciencia y de mis propósitos… El AMOR es lo que debe ocupar el centro, mi entrega, mi servicio, mi compromiso en favor del Reino. Cierto que cometemos errores, que estamos condicionados por defectos y hábitos que nos cuesta mucho corregir. Y nos cuesta liberarnos de la idea de que por eso Dios nos rechaza y nos condena, del mismo modo como nos condena nuestro corazón/conciencia. Muy luminoso lo que nos decía la Carta de Juan: si nos comprometemos con un amor práctico al hermano, ya no tenemos que tener miedo de nuestras miserias, de nuestra fragilidad y ni siquiera del juicio severo de nuestra conciencia; de lo que ésta pueda reprocharnos. Podemos tranquilizarnos, porque “Dios es más grande que nuestro conciencia” (v. 20).

El amor a los hermanos, la justicia, el trabajar por la comunión, el construir un mundo mejor para todos son los frutos que el Señor espera de sus sarmientos. Que dejemos de mirarnos tanto a nosotros mismos, y nos preocupemos de producir las «uvas» PARA QUE COMAN/BEBAN OTROS, para alegrar y hacer mejor la vida de los otros. La obra de Jesús fue vivir entregándose. Y su «savia» en nosotros tiene que producir lo mismo, aunque el sarmiento pueda ser feo, imperfecto o estar muy retorcido por la vida. Si permanecemos unidos a la vid… daremos frutos, que es lo que al Labrador le importa.

La verdadera fe tiene, sobre todo, tres grandes pilares, según nos enseñan las lecturas de hoy:

La Palabra de Jesús, que permanece en nosotros y nos va «limpiando», podando, purificando para que aumenten los frutos de Amor. «Si mis palabras permanecen en vosotros…». Por tanto en encuentro frecuente con la Palabra en nuestras celebraciones y en nuestra vida espiritual.

La Eucaristía, como el medio excepcional para estar en comunión con él, para recibir su savia. Es decir: que la Eucaristía es importante y necesaria. Imprescindible. No como algo obligatorio con lo que «cumplir» los días de precepto, sino como la fuerza que necesitamos para amar y entregarnos «por Cristo, con él y en él». «Comulgar» no es simplemente «comer» un trozo de Pan. Sino ir haciendo de mi vida un «pan» que se parte, se reparte y se entrega, «en memoria suya». Es identificarme con el Señor, y permitirle que se entregue hoy a través de mí.

Y en tercer lugar la Comunidad. La comunión con la vid es al mismo tiempo, inseparablemente, comunión con el resto de los sarmientos. La Eucaristía no es un alimento privado, para mí, para mi devoción, para mis necesidades individuales, para hacer yo mis rezos a solas. La Eucaristía es una comida fraterna. Si la consecuencia de mi «comulgar» no me lleva a implicarme con la comunidad de hermanos, sino me lleva a sentir la necesidad de caminar con ellos… será otra cosa distinta a lo que quiso el Señor: «Tomad, comed y sed uno», «Tomad, comed y amaos como yo», «Tomad, comed y lavaos los pies unos a otros».

Al final, lo que «permanece» es el Amor, que es lo que nos mantiene vivos.