Evangelio 21° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (16,13-20):

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»
Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.»
Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías.

Palabra del Señor

NO, NO LE DA IGUAL TU RESPUESTA.

Hay palabras que no podemos decir y después hacer como si nada… “a otra cosa mariposa”. Imaginemos una película que tiene su trama romántica, por ejemplo: “ella” está desesperada porque “él” aparentemente está interesado en “ella” pero no termina de definirse y entonces “ella” se atreve a preguntarle: “¿yo soy algo para ti? ¿yo significo algo en tu vida?”. Y entonces “él” le dice: “sí, estoy enamoradísimo de ti, quiero casarme contigo, que seas la madre de mis hijos… por favor pásame ese destornillador que estoy arreglando esta silla…” ¡Qué absurdo! ¿no? Lo normal es que después de decir eso se abracen y se besen o algo así… ¿no? Se trata de un ejemplo muy tonto, pero lo que estoy tratando de decir es que el señor te está preguntando “¿quién soy para ti?” y si te pones a responder y a decirle las palabras con las que le describes como quien es en verdad para ti: “mi refugio mi escudo mi fortaleza y mi alegría, tú eres mi vida mi camino mi verdad, mi respiración, mi paz, mi consuelo…” según dices estas cosas, si no lo haces como una metralleta sino dejando que cada una de estas cosas resuene en tu corazón, lo más seguro es que no puedas reprimir la emoción. Tiene toda su lógica, tú no le puedes decir al señor quien es él en tu vida y quedarte frío como un témpano de hielo.

Todas las personas de la historia desde que Jesús apareció en esta tierra, todos los hombres han tenido que medirse con él, de hecho, si no crees en él, pensarás que es un genio o que es un loco, pero desde luego indiferente es imposible que te deje como si se tratase de cualquier otro personaje de la historia. Los creyentes tenemos que responder, más allá de la teoría, tenemos que dar una respuesta y esto sabiendo que el otro, Jesús, te está mirando y no le da igual lo que respondas. Él está profundamente implicado en tu respuesta.

Dos personas que se quieren, pienso por ejemplo en un matrimonio que celebra sus bodas de oro, después de cincuenta años de casados, se conocen perfectamente; por ejemplo, uno levanta la ceja y el otro ya sabe lo que está pensando y sin embargo si el amor es verdadero si el amor es de Dios, entonces “el uno” seguirá siendo un misterio y “el otro” no podrá decir del todo lo que es para él y, desde luego no lo hará sin sentir que le afecta hondamente. Al señor no le da igual tu respuesta, no es una imagen de madera o de escayola, es una persona viva y que no le da igual tu respuesta. Este era el primer punto que quería considerar hoy: se nos pide hoy dar nuestra respuesta personal, la nuestra propia, esa que se dan mirando a los ojos del que nos pregunta.

La segunda cosa sobre la que quería meditar hoy es que Jesús felicita a Pedro, ciertamente ha dado con la clave, “se ha abierto la caja” y no lo ha hecho por casualidad, sino que ha dado con la clave correcta y la caja se ha abierto. Por eso le dice “bienaventurado tú, Simón hijo de Juan, esto se llama “fe” y es un don no es cosa suya no es fruto de su investigación concienzuda no es el esfuerzo de un sesudo razonamiento, es un don, es una gracia: “no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino que te lo ha revelado tu padre del cielo”. Esta fe, claro que es un conocimiento, pero es un conocimiento lleno de afecto y que surge de la experiencia. La fe no es una posesión, la fe es una relación y como tal aparece, crece y llega a plenitud, madura en el tiempo. Al hacer el acto penitencial que sugiere el libro de la sede hoy, ya sabéis que una posibilidad es cuando decimos “Señor ten piedad…” intercalando tres invocaciones, hemos dicho primero: “tú eres el hijo del Dios vivo”, que es lo que dice hoy en el evangelio Pedro. La segunda invocación era: “solo tú tienes palabras de vida eterna”, que es lo que responde Pedro cuando los discípulos se decepcionan de Jesús porque a mitad de su ministerio público anuncia su pasión y entonces se empiezan a ir; en concreto en el evangelio de San Juan cuando habla de comer su carne y beber su sangre dice el evangelista que uno tras otro se fueron yendo y Jesús se quedó con los apóstoles y unos pocos más y les preguntó “¿también vosotros queréis marcharos?” Y ahí Pedro otra vez como portavoz de todos responde: “señor, ¿a dónde vamos a ir? Solo tú tienes palabras que explican la vida, palabras de vida eterna, palabras que van más allá de este tiempo”. Y, por último, la tercera invocación que hemos hecho en el acto penitencial es quizá la más bonita de todas: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Porque la última profesión que hace Pedro no fue de fe sino de amor. Pedro tuvo que experimentar que se hundía en las aguas y que Jesús lo salvaba. Pedro tuvo que ser una oveja perdida porque se había separado del buen pastor para que este fuera a buscarlo y lo encontrara. Por eso, cuando el resucitado se encuentra con Pedro, al que le había dado esta misión de ser la piedra sobre la cual se edificaba la iglesia y esa piedra se había venido abajo completamente por el miedo, por el rechazo de la cruz… Jesús en vez de reprenderle y retirarle su confianza lo que hace es preguntarle simplemente: “Pedro ¿me amas?” “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Como decía, la fe es una relación, este es el segundo punto. Y como toda relación no se queda estancada, o crece, crece tu amor y tu confianza hasta que puedes descansar ciegamente en él, entregarte en brazos de Cristo o vives con indiferencia, vives con miedo, vives con precaución como si Jesucristo fuera a traerte solamente problemas y agobios.

La tercera cosa sobre la que quería llamar a atención es que Jesús hoy habla por primera vez de la Iglesia. Solo en la iglesia podemos tener acceso pleno a la persona y el ministerio de Jesús. Fuera de ella nos veremos haciendo como el National Geographic que intenta recuperar el Jesús histórico y no sé qué otras cosas más, pero en el fondo lo veremos como un personaje del pasado, una palabra, un mensaje, un profeta. Como en el evangelio: que si Juan el Bautista, que si Elías u otro de los profetas… Solo en la Iglesia encontramos al vivo. Por eso están importante que amemos a la Iglesia, y la Iglesia es esta concreta de aquí y de ahora, no la que está en tu cabeza como estaba en la cabeza de tantos herejes que antes que nosotros ya soñaron con una Iglesia más perfecta, más pura, más espiritual. La Iglesia es esta concreta que tiene como sucesor de Pedro a Francisco y como sucesor de los apóstoles al obispo de esta diócesis, esta iglesia concreta que tiene tantas limitaciones como las que ves en esta parroquia o en el párroco que está al frente de ella. Esta Iglesia que es tu madre y que te ama con locura. Ya va siendo hora de dar un paso al frente y dejar de mirar desde fuera y hablar de la Iglesia en tercera persona, la Iglesia es el lugar donde se hace palpable y visible, donde podemos escuchar a Cristo vivo hoy.

Vamos a pedirle al señor que amemos a la Iglesia más entrañablemente. En ella se nos han dado ni más ni menos que las llaves para abrir y cerrar, no solamente a Pedro, también a todos nosotros. Durante la pandemia… qué maravilla es tener las puertas abiertas, ¡cuánta gente necesita saber que Dios le ama y no lo sabe! Escuchar esto que tú estás oyendo y a lo mejor de tanto que lo has oído ya ni te emociona, pero algunos de los que están ahí fuera si lo oyeran por primera vez se derrumbarían de emoción. Nosotros tenemos las llaves, podemos cerrar “a cal y canto” o podemos abrir. Vamos a pedirle al señor que cada día nos enamoremos más de él y de su Iglesia, que no seamos un obstáculo para Cristo, sino que seamos un escaparate donde se le vea solamente a él, eso es lo que hace bueno al escaparate, que su cristal sea transparente, que se le vea a él. Se lo pedimos así por intercesión de María nuestra madre, madre de la Iglesia.

Evangelio 20° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (15,21-28):

En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.»
Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.»
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.»
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.»
En aquel momento quedó curada su hija.

Palabra del Señor

ALIVIAR EL SUFRIMIENTO

Jesús vive muy atento a la vida. Es ahí donde descubre la voluntad de Dios. Mira con hondura la creación y capta el misterio del Padre, que lo invita a cuidar con ternura a los más pequeños. Abre su corazón al sufrimiento de la gente y escucha la voz de Dios, que lo llama a aliviar su dolor.

Los evangelios nos han conservado el recuerdo de un encuentro que tuvo Jesús con una mujer pagana en la región de Tiro y Sidón. El relato es sorprendente y nos descubre cómo aprendía Jesús el camino concreto para ser fiel a Dios.

Una mujer sola y desesperada sale a su encuentro. Solo sabe hacer una cosa: gritar y pedir compasión. Su hija no solo está enferma y desquiciada, sino que vive poseída por un «demonio muy malo». Su hogar es un infierno. De su corazón desgarrado brota una súplica: «Señor, socórreme».

Jesús le responde con una frialdad inesperada. Él tiene una vocación muy concreta y definida: se debe a las «ovejas descarriadas de Israel». No es su misión adentrarse en el mundo pagano: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos».

La frase es dura, pero la mujer no se ofende. Está segura de que lo que pide es bueno y, retomando la imagen de Jesús, le dice estas admirables palabras: «Tienes razón, Señor; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos».

De pronto Jesús comprende todo desde una luz nueva. Esta mujer tiene razón: lo que desea coincide con la voluntad de Dios, que no quiere ver sufrir a nadie. Conmovido y admirado le dice: «Mujer, ¡qué grande es tu fe!, que se cumpla lo que deseas».

Jesús, que parecía tan seguro de su propia misión, se deja enseñar y corregir por esta mujer pagana. El sufrimiento no conoce fronteras. Es verdad que su misión está en Israel, pero la compasión de Dios ha de llegar a cualquier persona que está sufriendo.

Cuando nos encontramos con una persona que sufre, la voluntad de Dios resplandece allí con toda claridad. Dios quiere que aliviemos su sufrimiento. Es lo primero. Todo lo demás viene después. Ese fue el camino que siguió Jesús para ser fiel al Padre.

Festividad de la Asunción de Nuestra Señora María Santísima

Lectura del santo evangelio según san Lucas (1,39-56):

En aquellos días, Maria se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de Maria, saltó la criatura en su vientre.
Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.»
María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia –como lo había prometido a nuestros padres– en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.»
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.

Palabra del Señor.

REFLEXIÓN:

Hay algunas preguntas que nos rodean a lo largo de la vida: ¿Hay algo más allá de las fronteras de la vida, de nuestra existencia mortal? ¿Qué podemos dejar de nosotros a los que quedan? ¿Después de todo lo vivido aquí en la tierra, que pasará? Muchas personas estaban convencidas de que el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción como una respuesta a los horrores de la Segunda Guerra Mundial, cuando muchos cuerpos fueron profanados.

La solemnidad de la Asunción fue celebrada en la Iglesia católica por muchos siglos sin una definición doctrinal formal. La doctrina de que María fue “asunta al cielo, en cuerpo y alma” es una proclamación oficial de la Iglesia del Papa Pío XII, con la Bula Munificentissimus Deus, en 1950.

Para muchas personas de nuestro tiempo este dogma de celebrar la asunción al cielo en cuerpo y alma de la Virgen María suena raro y hasta incomprensible. Podemos decir, más allá de la motivación del Papa Pío XII, que es una fiesta que dignifica el cuerpo y el alma, es decir, la persona en su integralidad, pues es un regalo dado por Dios que hay que cuidar.

Si existe algo que responde a los interrogantes más hondos de la vida es el amor. La Sagrada Escritura afirma que el amor es para siempre, que es semilla que da fruto al encontrar un corazón dispuesto a acogerle: un corazón no doblegado sobre uno mismo, sino disponible a dejar espacio a la presencia del Otro, al don que el Señor ofrece. Así fue la vida de María, que acogió, no sin temor, la palabra del Señor y su promesa de vida: “No temas, María, que gozas del favor de Dios. Mira, concebirás y darás a luz a un hijo, a quien llamarás Jesús” (Lc 1,30-31).

María es capaz de exultarse por las maravillas que el Señor hizo en su existencia. Ella es capaz de contemplar las gracias que el Señor sigue ofreciendo al mundo, haciendo “grandes cosas” por nosotros. Ella es capaz de reconocer que la misericordia del Señor se extiende “de generación en generación”, es decir, por siempre. La fiesta de hoy del “bienaventurado tránsito” de María es una señal de que aquellas preguntas fundamentales tienen una respuesta en lo que Dios hizo con la Madre de Jesús, haciéndola partícipe de la resurrección de la carne, al concederle la gloria celestial. Que el sí de María, es un sí a la vida hecha donación, entrega a los planes de Dios.

Si un día María dijo sí a Dios, y acogió en su vida la Palabra, sin reservas, hoy celebramos el sí de Dios a la entrega de María, acogiéndola, en cuerpo y alma, es decir, integralmente, en su gloria. Somos invitados a leer esta fiesta a la luz de la resurrección, que celebra la humanidad acogida en Dios, a través de su Hijo Jesucristo y, con él, la Bienaventurada Virgen María.

Evangelio 19° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (14,22-33):

Después que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma.
Jesús les dijo en seguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!»
Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua.»
Él le dijo: «Ven.»
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame.»
En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» En cuanto subieron a la barca, amainó el viento.
Los de la barca se postraron ante él, diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios.»

Palabra del Señor

LAS TEOFANÍAS DE DIOS

Aguardar al Señor en el monte o en la llanura, saber esperarle con paciencia sin que el ánimo decaiga, tener fe en el Señor que va a pasar y se nos va a hacer cercano y presente es importante para vivir en cristiano.

El Señor quiere que sepamos embarcarnos en la vida, que avancemos hacia la otra orilla, que lo precedamos, que sepamos aguantar las tormentas del desconcierto, los vaivenes de la tentación, el naufragio de la fe, las olas de la desconfianza. Porque no estamos solos. Porque viene a nuestro encuentro.

La narración mateana del evangelio de este domingo tiene el transfondo de las apariciones pascuales; “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. La ayuda misericordiosa y la presencia de Cristo resucitado son indispensables para salvar a la Iglesia, siempre que viva un momento o circunstancia de crisis. La mano que extiende Jesús a Pedro no sólo es su salvación, sino la nuestra.

El camino del creyente puede ser muchas veces un camino inestable, camino sobre el mar del mal. ¡Cuántas veces nos hundimos! El miedo es compañero de viaje, porque dudamos, porque tenemos poca fe. A Dios le encontramos y le conocemos en la calma, en la tranquilidad, en
la paz, en la dulce simplicidad.

Evangelio 18° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (14,13-21):

En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: «Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer.»
Jesús les replicó: «No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer.»
Ellos le replicaron: «Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces.»
Les dijo: «Traédmelos.»
Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.

Palabra del Señor

DADLES VOSOTROS DE COMER

La “gente” que hoy rodea, e incluso «acosa» un poco a Jesús -cuando él necesita un lugar solitario, tranquilo y apartado-, está tan interesada en escucharle, en pasar tiempo con él, que no les ha importado darse una buena caminata hasta dar con él. No les preocupa el reloj, ni el estómago, ni alejarse de sus casas… Se han olvidado de sus propias necesidades y urgencias… O si se quiere, lo han relativizado todo poniendo en primer lugar al Señor. Y se verán gratamente sorprendidos porque Jesús, en cambio, sí que cae en la cuenta de todas esas cosas, y se ocupa de ellas. No es un «predicador» al uso. No se limita a llenar la cabeza de discursos y palabras… ¡y ya está! Primero las personas y sus necesidades. Y empieza por atender a los enfermos.

O dicho de otra manera: El mensaje de Jesús, que habla de un Dios que se preocupa del hombre, le lleva al terreno práctico: esta gente tiene unas necesidades muy concretas ahora mismo. El Reino de Dios que anuncia Jesús tiene que ver con todo esto, con lo que les pasa en ese momento, con lo que necesita la gente. Las cosas de Jesús y del Reino no son simples teorías, o doctrina, ni están alejadas de su realidad concreta. Tienen que ver con su ahora. Y ahora algunos están enfermos, y muchos tienen hambre.

Jesús está cansado, y podemos dar por supuesto que también está triste e impactado porque acaban de matar a Juan Bautista. Y pretendía estar a solas con sus amigos más íntimos para comprender, interpretar y dejarse cuestionar por lo que ha pasado. Jesús profundiza en las cosas, en los acontecimientos. No se limita al chismorreo de la noticia, a quejarse contra Herodes, a hacer un acto público de condena: se pregunta qué significa aquello, cómo le afecta, cuál ha de ser su reacción… No le costará darse cuenta de que a partir de ahora el centro de atención y de acoso será él…

Sin embargo, su cansancio, su tristeza y su necesidad de reflexionar y estar un poco a solas… no le impide darse cuenta de la necesidad de la gente, sentir compasión y hacer algo por ella. No dice, hace. La palabra que ha elegido Mateo no es ni «lástima» ni «pena»: es “compasión”, que significa sufrir con ellos y buscar una solución (actuar): es la misma palabra que había usado antes en unas de las bienaventuranzas.

Los discípulos, que andaban también escuchando a Jesús, se dan cuenta de que se ha hecho tarde, y del hambre de la gente (seguramente también ellos están deseando que les dejen tranquilos) y le piden a Jesús que termine ya con la actividad. Ya se ve que no se enteran demasiado de lo que Jesús quiere transmitir con sus acciones y palabras. Aunque sí podemos apreciar en ellos lo siguiente:

  • Primero está el «darse cuenta». Jesús vio a la gente y se dio cuenta de que sufría. Por su parte, los discípulos se han dado cuenta de que se ha hecho tarde y hay que comer. Darse cuenta de lo que les pasa a los otros, por delante de lo que me pase a mí es algo propio de Jesús y de los seguidores de Jesús.
  • Segundo: plantear esas necesidades descubiertas al propio Jesús, y se les ocurre hacer una propuesta. No muy acertada, aunque parece de sentido común: Son muchos, nosotros/yo apenas tengo nada, o tengo el mismo problema que ellos, así que: «que se vayan a sus casas, a sus países, a sus gobiernos, al ayuntamiento, a los suyos, a donde sea…» para que puedan solucionarlo.
  • Tercero: Jesús les invita a hacerse cargo para encontrar una solución: Mira a ver lo que tienes/tenéis, lo que está en vuestra mano hacer. Esto es asunto tuyo y nuestro y de todos. No es sólo un problema de la gente. Y resulta que los discípulos consiguieron mucho más de lo que creían. Aquella pobre gente necesitada también aportaría lo suyo, sus «pocos»… Entre unos y otros… Jesús ha sido la mediación necesaria para ver las cosas desde otra perspectiva.

Los criterios de los discípulos no son los criterios de Jesús. Como los criterios de la sociedad, en general, y su modo de resolver los problemas, no son exactamente los de los cristianos. Unos conjugan los verbos «despedir» (echar, quitar de la vista, reducir personal, optimizar, devolver a sus países…) y «comprar» (que se apañe cada uno con lo que tiene, que cada cual se busque la vida), «no hay para todos» (es decir: no se puede hacer nada, no queremos repartir/compartir, primero los de casa/país)…

Pero Jesús nos habla continuamente de comunión, de compartir, de fraternidad, de construir comunidad, de ponerse al lado de los débiles, enfermos y necesitados… Si les “echamos”, si les decimos que vayan a “comprarse” (el dinero lo primero que hace es establecer diferencias, entre quien tiene/no tiene, tiene más/tiene menos), si pensamos que no es problema nuestro… es que no nos hemos enterado de nada de lo que Jesús ofrece y pretende de nosotros.

Por eso Jesús procura enseñar a los discípulos y también, claro a todos nosotros:

  • Nada de que se vayan, de que no nos molesten, de que “no es asunto nuestro”
  • Que les «demos». El verbo «dar» es un de los favoritos de Jesús
  • Que pongamos a su disposición nuestros «pocos» para compartir. Cuando Jesús “levanta los ojos al cielo y pronuncia la bendición” (como en la Eucaristía) no está haciendo un gesto mágico: está reconociendo que los alimentos son de Dios, y por lo tanto son de todos, y están para ser compartidos y repartidos, de modo que todos queden satisfechos, y no se desperdicie nada («recogieron lo que sobró»). Por eso cada Eucaristía nos debiera aligerar el bolsillo y el corazón, y aumentar la solidaridad… O será cualquier cosa menos la Cena de Jesús. Aún más: esta «Pre-Eucaristía»-Multiplicación solo fue posible cuando los discípulos empezaron a hacerse cargo de la gente. Jesús ya lo había hecho antes. Pero faltaban ellos.
  • Y por último: del mismo modo que en nuestras celebraciones bendecimos a Dios por los alimentos que luego compartiremos en la mesa del altar, no debiéramos perder la costumbre de bendecir a Dios antes de comer en nuestras casas; o de darle las gracias por los dones que recibimos cada día. No es que agradezcamos a Dios el tener comida, como si fuéramos mejores que quienes no la tienen,… sino de hacernos más responsables de trabajar para que a todos llegue lo mismo de lo que nosotros disfrutamos.Porque los dones de Dios son siempre para todos, para que a nadie le falte lo necesario.

No es muy difícil partir de esta reflexión para volver nuestra mirada a lo que está pasando en nuestro mundo y en nuestras comunidades, por culpa de esta pandemia: soledad, hambre, paro, abusos, injusticia, explotación… Para preguntarnos serenamente y seriamente lo que nos pide el Señor como cristianos, como comunidades, como Iglesia. No hacerlo así supondría desvirtuar el Evangelio y hacerlo «increíble» para las gentes de hoy. Y sería falsear la Eucaristía.

Evangelio 17° domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (13,44-52):

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis bien todo esto?»
Ellos le contestaron: «Sí.»
Él les dijo: «Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.»

Palabra del Señor

DISCERNIR EL REINO DE DIOS

La Escritura nos cuenta que Dios a veces se sirve de los «sueños» para ponerse en contacto con las personas. Es el caso del joven Salomón: «Pídeme lo que deseas que te dé». Si a mí me ofreciese Dios algo así, no sé muy bien lo que le pediría. No sé si para mí o para otros: capacidad para poner en marcha una empresa exitosa, encontrar una pareja que merezca le pena, inteligencia para obtener buenas titulaciones académicas… ¡qué sé yo! Acabar con el hambre en el mundo, capacidad para sanar tantas enfermedades, habilidad para consolar tantos sufrimientos y curar tantas heridas del corazón… Lo que cada uno llega a ser depende radicalmente de las elecciones que haga. Porque lo que elige lo va convirtiendo en un tipo concreto de persona. El joven Salomón, consciente de su poquedad y de las responsabilidades que le esperan, pendiente de las personas a las que debe guiar y atender… pide «un corazón atento para juzgar (hacer justicia) a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal». Y Dios le concede «un corazón sabio e inteligente». Cada palabra es importante. Y la suya es una oración conveniente y necesaria para todos los bautizados, porque todos (cada cual según su vocación) tenemos la tarea de cuidar del «inmenso» pueblo de Dios (la Iglesia, pero no sólo: el pueblo de Dios es también la humanidad). Un corazón «atento», que sepa hacer «justicia» (era ésta una tarea especialmente querida por Dios para sus reyes), y «discernir» el bien del mal.

Del discernimiento se ha ocupado repetidamente el Papa Francisco, porque seguramente es una urgencia hoy en el mundo y en la Iglesia: son dones del Espíritu: sabiduría y discernimiento. Tomo algunas ideas de su exhortación apostólica Gaudete et Exsultate (167-169):

Hoy día, el hábito del discernimiento se ha vuelto particularmente necesario. Porque la vida actual ofrece enormes posibilidades de acción y de distracción, y el mundo las presenta como si fueran todas válidas y buenas. Sin la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos fácilmente en marionetas a merced de las tendencias del momento.

Cuando aparece una novedad en la propia vida, hay que discernir si es el vino nuevo que viene de Dios o es una novedad engañosa del espíritu del mundo o del espíritu del diablo. En otras ocasiones las fuerzas del mal nos inducen a no cambiar, a dejar las cosas como están, a optar por el inmovilismo o la rigidez. Entonces impedimos que actúe el soplo del Espíritu. Somos libres, con la libertad de Jesucristo, pero él nos llama a examinar lo que hay dentro de nosotros -deseos, angustias, temores, búsquedas- y lo que sucede fuera de nosotros -los «signos de los tiempos»- para reconocer los caminos de la libertad plena: «Examinadlo todo; quedaos con lo bueno» (1 Ts 5,21).

El discernimiento no solo es necesario en momentos extraordinarios, o cuando hay que resolver problemas graves, o cuando hay que tomar una decisión crucial. Es un instrumento de lucha para seguir mejor al Señor, para estar dispuestos a reconocer los tiempos de Dios y de su gracia, para no desperdiciar las inspiraciones del Señor, para no dejar pasar su invitación a crecer.

El discernimiento espiritual no excluye los aportes de sabidurías humanas, existenciales, psicológicas, sociológicas o morales. Pero las trasciende. Ni siquiera le bastan las sabias normas de la Iglesia. Recordemos siempre que el discernimiento es una gracia. Se trata de entrever el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno y que se realiza en medio de los más variados contextos y límites. No está en juego solo un bienestar temporal, ni la satisfacción de hacer algo útil, ni siquiera el deseo de tener la conciencia tranquila. Está en juego el sentido de mi vida ante el Padre que me conoce y me ama, el verdadero para qué de mi existencia que nadie conoce mejor que él. El discernimiento, en definitiva, conduce a la fuente misma de la vida que no muere, es decir, conocer al Padre, el único Dios verdadero, y al que ha enviado: Jesucristo (cf. Jn 17,3). No requiere de capacidades especiales ni está reservado a los más inteligentes o instruidos, y el Padre se manifiesta con gusto a los humildes (cf. Mt 11,25). Me parece suficiente apuntar estas claves… que darían de sí para una más larga reflexión y comentario. Cada cual vea la conveniencia y el modo de hacerlo. Sí que importa que caigamos en la cuenta de la relevancia de las elecciones (u omisiones) que vamos haciendo en nuestro seguimiento del Señor, en la búsqueda de su voluntad. Lo que voy eligiendo me va «haciendo» o me va «alejando» de lo que estoy llamado a ser. Podemos enlazar aquí con el contenido del Evangelio. En él encontramos a alguien que tiene que discernir qué hacer cuando encuentra «por casualidad» un tesoro en un campo. Un comerciante que, «buscando» perlas finas, encuentra una especialmente valiosa. Y unos pescadores que, después de echar la red, tienen que «discernir» entre los peces buenos y los malos. Sirven a Jesús estos ejemplos para seguir hablando del Reino:

* El Reino de Dios o de los cielos es «aquello que pertenece a Dios» y que se nos propone como proyecto, como sentido, como objetivo para nuestra existencia. Es todo un «contenedor» de valores que nos vienen de Dios… para que vayamos discerniendo y construyendo el andamio de nuestra vida personal y de nuestra sociedad aquí en la tierra.

* El Reino de Dios significa cómo son las cosas cuando Dios anda por medio, cómo son las personas cuando se dejan hacer y guiar por Dios. Es decir: cómo es el mundo cuando nada se opone a la voluntad de Dios. Por eso podemos identificar perfectamente el Reino con la persona de Jesús: alguien que es pura voluntad y obediencia al Padre.

* O sea que hablar del Reino es lo mismo que hablar de la «felicidad profunda» a la que aspira cualquier ser humano, y que Dios mismo ha tomado como su primera ocupación y su principal empeño y objetivo. Y nos importa mucho conocer cómo es ese Reino de Dios, cómo es ese proyecto de Dios, cómo puedo encontrarme con el Dios que me busca y se preocupa por mi plenitud/felicidad aquí, y también después. ¡Esto sí que es un tesoro, o una perla preciosa! Algunos apuntes y criterios para ir discerniendo el Reino: «Todo lo estimo basura, con tal de conocer a Cristo y el poder de su resurrección» «A los que aman a Dios todo les sirve para el bien». «Hemos sido predestinados a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos» (San Pablo). Para conseguir el tesoro o la perla especial… hay que deshacerse, renunciar, prescindir: sólo puedo «comprar» si me deshago de lo que tengo (y que vale menos). Y que lo que encuentro tan valioso… y me hace renunciar a todo… no lo vivo como una renuncia, pues, me llena de alegría, precisamente porque es lo más valioso. Para terminar, me permito recoger unas afirmaciones de Fernando Cordero, sscc, sobre esas ocasiones en que nos encontramos por sorpresa con el Reino presente, invitándonos a reconocer y encontrar tantas más: hay tanto reino escondido por esos campos de Dios… incluido el campo que yo soy.

“El reino de los cielos se parece a aquel enfermo que, en medio de la crisis del Covid-19, llenó de esperanza a todos los que tenía a su alrededor”.

“El reino de los cielos se parece a aquella madre que saca adelante a sus hijos ella sola”.

“El reino de los cielos se parece a aquella misionera que, a pesar de sus años, atiende como enfermera a las personas de un poblado de África”.

“El reino de los cielos se parece a aquella empresaria generosa que actúa más con el corazón que con los criterios de la empresa”.

“El reino de los cielos se parece a aquel dibujante que, cuando la pandemia azotaba a la población, él seguía repartiendo esperanza y alegría”.

“El reino de los cielos se parece a aquella mujer que busca encontrar unos días para irse de retiro”.

“El reino de los cielos se parece a aquel matrimonio que comparte su estupendo ático para que otros puedan ver las vistas desde su casa”.

“El reino de los cielos se parece a tantos capellanes que, a pesar del riesgo de contagio, no dejaron a un lado a los enfermos de Covid-19”.

Y ahora, seguid, vosotros…

Evangelio 16° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (13,24-43):

En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola a la gente: «El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, su enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?» Él les dijo: «Un enemigo lo ha hecho.» Los criados le preguntaron: «¿Quieres que vayamos a arrancarla?» Pero él les respondió: «No, que, al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero.»»
Les propuso esta otra parábola: «El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas y vienen los pájaros a anidar en sus ramas.»
Les dijo otra parábola: «El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina y basta para que todo fermente.»
Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada. Así se cumplió el oráculo del profeta: «Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré los secretos desde la fundación del mundo.»
Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: «Acláranos la parábola de la cizaña en el campo.»
Él les contestó: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será el fin del tiempo: el Hijo del Hombre enviará sus ángeles y arrancarán de su reino a todos los corruptos y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su padre. El que tenga oídos, que oiga.»

Palabra del Señor

NO SABEMOS… COMO CONVIENE

Israel ha ido descubriendo, madurando, purificando, profundizando el rostro de Dios a lo largo de su historia, conforme iban pasando por diversas situaciones históricas. Y así ha quedado recogido en los distintos libros de la Biblia, por lo que podemos encontrar diferentes y hasta contradictorios rostros de Dios. También nos pasa lo mismo a nosotros: según vamos experimentando diferentes acontecimientos en nuestra vida, según vamos reflexionando, estudiando, viviendo… vamos conociendo y experimentando e incluso corrigiendo nuestras vivencias sobre Dios.

El Libro de la Sabiduría es de los últimos en escribirse antes de Jesucristo. Los judíos se encontraban dispersos por el mundo, por el Imperio Romano, y la mayoría vivía en grupos aislados, con apuros económicos y discriminados, aunque permanecían fieles a Dios. Y lógicamente se preguntaban: ¿Por qué estamos así, por que Dios permite que los paganos prosperen, y nosotros suframos la injusticia? ¿Por qué no interviene ahora, como hizo en otros tiempos? ¿Ha perdido su poder?

En tiempos de crisis, de conflicto, de dificultades… estas preguntas vuelven de nuevo. Sobre todo (y pasa precisamente en estos momentos) los más frágiles, los que no cuentan, los que no pueden… sufren con mayor intensidad y experimentan la injusticia de los que tienen en su mano el poder.

El autor de este libro comienza diciendo algo que sí sabían: Sólo existe un Dios Creador y Señor de todo, Omnipotente y providente que ama a todas sus criaturas. Pero… tal vez no recordaban o «no sabían» que su señorío le hace compasivo con todos, le «hace perdonar/ser indulgente con todos». Los hombres echamos mano de la fuerza para imponer temor y respeto, para someter y dominar a los más débiles, para conseguir que triunfen nuestros critrios. Dios, por el contario, a pesar de ser el dueño de la fuerza, no la usa para imponer su soberanía; no recurre a castigos y escarmientos, ni a la venganza… sino que se muestra con todos, ¡también con los malvados!, manso e indulgente (vv. 17-18). Quiere enseñar a su pueblo que: el justo debe ser humano y amar a los hombres. A pesar de que actúen de modo inaceptables y rechazable, ningún hombre es despreciable, todos merecen ser amados y esperar su arrepentimiento. Dios no quiere la muerte del malvado, sino que: «se convierta de su conducta y viva» (Ez 18,23); por eso deja siempre la puerta abierta a la posibilidad del arrepentimiento. Nosotros no sabemos todavía ser así (v.19).

El domingo pasado meditábamos en que la creación vive con la esperanza de ser liberada y «está gimiendo con dolores de parto». Y nosotros, aun poseyendo las primicias del Espíritu «gemimos en nuestro interior suspirando porque Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo». Y hoy San Pablo afirma que «no sabemos orar como conviene». La creación que gime, nuestra conciencia de ser hijos y la necesidad de ser liberados son, deben ser, contenido de nuestra oración. Pero a menudo nuestra oración anda por otros derroteros: intentando «presionar» a Dios para que cumpla nuestros deseos, demasiado centrados en nuestras cosas, en los nuestros (individualismo, egocentrismo…), con demasiada palabrería («ya sabe el Padre todo lo que necesitáis aun antes de pedírselo», nos advertía Jesús. Con horizontes demasiado bajos y frecuentemente con rutina y dando vueltas a los mismos asuntos. Menos mal que «el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad e intercede por nosotros». Desde nuestro más profundo interior, donde él reside, haciéndonos su Templo, podemos orar para buscar la voluntad de Dios, para que avance el Reino, para plantearnos cómo vivir en esta creación -esta casa común- que hoy gime, para discernir los signos de los tiempos, para colaborar cada cual desde su propia vocación, con el proyecto salvador de Dios. No sabemos hacerlo como conviene, por eso ¡precisamos contar, invocar, dejarnos acompañar por el Espíritu en nuestras oraciones! Personal y comunitariamente. Para orar «como conviene». Ven Espíritu Divino…

Jesús había comenzado su tarea hablando del Reino y de la felicidad que él supone y que ya está presente (bienaventuranzas y sermón del Monte). En la cabeza de la gente y de los mismos discípulos, había muchos sueños, ideas y deseos sobre la acción de Dios en el mundo, alimentadas a veces por los mismos profetas. Pero… después de un cierto tiempo… el resultado es desalentador. No pasa lo que ellos esperaban con tanto anhelo. ¿Por qué? Aún más: ¿pueden ellos hacer algo para que las cosas mejoren?

Jesús quiere centrarles, aclararles las cosas, invitarles a la responsabilidad, a la esperanza y a la paciencia. Para ello se sirve de algunas parábolas. Resumiendo y subrayando:En el mundo, en la Iglesia y en cada uno de nosotros conviven el bien y el mal. Todos tenemos sembrada semillas buenas, pero un «enemigo» ha sembrado también cizaña. Y se nota que ambas crecen juntas. ¿Hacemos una buena limpieza y quitamos estorbos para que el resultado sea mejor? Pues no. No tenemos datos ni criterios suficientes para actuar de jueces: tarea que sólo corresponde a Dios. Y de hacerlo, tendríamos el riesgo de arrancar también lo bueno. El sembrador (como en la primera lectura) prefiere seguir haciendo caer su lluvia sobre malos buenos… hasta el momento de la siega… confiando incluso que las malas yerbas se «conviertan» y produzcan frutos.

En segundo lugar Jesús compara el Reino no con los grandes cedros del Líbano, con un ciprés o algún otro árbol majestuoso. Se sirve del humilde árbol de mostaza, que puede llegar a medir hasta tres metros en el mejor de los casos, pero es pequeño. Sin embargo tiene capacidad de acoger a todos los pájaros que busquen refugio. Es la grandeza de lo pequeño. Desmonta así los deseos de grandeza, de grandiosidad, de triunfo espectacular, de ser muchos, de arrasar con su poder. No son esos los caminos de Dios. Sino crecer, desarrollarse y acoger a los hermanos que quieran refugiarse en sus ramas. Han sido ésas grandes tentaciones de la Iglesia de todos los tiempos. También de hoy. Pero no por ser grandes, no por tener muchos recursos o buenos contactos y pactos, no por ser muchos… se cumplen mejor los proyectos de Dios. Puede que todo lo contrario. Cuidar la comunidad, las relaciones, la acogida, en cambio, sí que le importa al Señor. Es lo que conviene ser.

Por último, la parábola de la «desproporción». Tres medidas de harina vendrían a ser 22 litros… menudo pedazo de pan resulta con un poco de levadura. La masa es mucha, como el mundo, y seguirá siendo masa… pero la presencia discreta y mínima, pero muy potente, de la levadura, hace posible el pan para comer, lo cambia todo. Así también el Reino, la comunidad cristiana, la Palabra de Jesús… «poca cosa», ni se ve, pero su tarea es que todo sea distinto. Así ha sido (y todavía), por ejemplo, la presencia callada de la Iglesia y de muchas personas buenas aliviando esta situación terrible del coronavirus. Acompañando, ofreciendo comida, orando, dando refugio en sus locales, y también esperanza. Sin hacer ruido, sin que se note, sin que una inmensa mayoría se entere. Ha sido levadura. Es lo que tenía que ser, convenía actuar así. Lo sabemos porque Jesús nos lo había dejado claro.

Evangelio 15° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (13,1-23):

Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó, y la gente se quedó de pie en la orilla.
Les habló mucho rato en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y, como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga.»

Palabra del Señor

UNA TIERRA QUE «ESCUCHE»

Después de contar esta parábola, Jesús concluye así: «el que tenga oídos, que oiga». Cuando pasa a explicar a los discípulos su narración, le dice: «oíd lo que significa». Y por fin, al concluir el relato: «lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la palabra».

Esto significa que la clave para comprender el mensaje de Jesús tiene que ver con el oído, con la escucha de su palabra, de la PALABRA del Reino. Él está preocupado porque el corazón de su pueblo está «embotado», son «duros de oído». Y por eso proclama una nueva bienaventuranza: «Bienaventurados vuestros oídos porque oyen».

Evidentemente que Jesús no se refiere a la «capacidad auditiva» de captar unas palabras y enterarse, informarse de su contenido. Sino a permitir que esas palabras sean comprendidas (cabeza), afecten al corazón (a la propia vida: sentimientos, valores, opciones…) y a las manos: hacer, transformar, dar frutos.

Los judíos oraban (y oran) varias veces al día un texto básico del libro del Deuteronomio que comienza así: «Escucha Israel (Shemá)… y estas palabras que te mando hoy estarán sobre tu corazón; y les enseñarás diligentemente a tus hijos, y hablarás de ellos cuando te sientes en tu casa, y cuando camines por el camino, y cuando te acuestes, y cuando te levantes. Y los atarás como una señal en tu mano, y serán como frontales entre tus ojos. Y las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas» (Dt 6, 4-5).

No podemos pasar por alto el contexto, el momento concreto en que Jesús cuenta esta parábola. Las cosas no le están yendo tan bien como cabría esperar: ha sido expulsado de su pueblo de Nazareth, en Cafarnaúm le han tachado de loco, los fariseos ya empiezan a moverse para quitarlo de en medio, y bastantes discípulos se van retirando. ¿Cómo es posible esto si, según el profeta Isaías, «así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo». Los discípulos han podido escuchar otra parábola de Jesús que habla de que la simiente crece sola, por la fuerza que tiene en sí misma (Mc 4, 26-28). Pero la realidad de cómo está siendo acogida la palabra de Dios, y a Jesús mismo que es la Palabra parece indicar otra cosa, parece apuntar al fracaso de la misión. Por eso Jesús intenta dar ánimo a sus discípulos, y explicar por qué la semilla queda infecunda, por qué no hay «resultados».

No es difícil, por tanto, que esta parábola y su contexto tengan mucho significado para nosotros hoy. El pasado septiembre el Papa Francisco marcaba en el calendario litúrgico un «Domingo de la Palabra de Dios». El Concilio Vaticano II quiso «recuperar» la Escritura como parte esencial de la celebración eucarística, como elemento indispensable en el discernimiento de la voluntad de Dios, como centro de la oración cristiana, como libro que convenía estudiar con criterios científicos para comprenderlo mejor, dándole un lugar insustituible en la oración eclesial (personal y comunitaria). Casi podríamos decir que es un «sacramento», porque Dios/Jesús se hacen presentes cuando es proclamada, buscando el diálogo con los creyentes. Así lo aclamamos al final de cada lectura en nuestras Eucaristías: «Palabra de Dios», Dios nos ha hablado, gracias Señor por expresarnos tu voluntad.

Sin embargo nos queda muchísimo camino por recorrer, muchos esfuerzos que hacer para que estos objetivos se vayan cumpliendo.

La experiencia nos dice que bastantes hermanos llegan a las celebraciones en medio de la Liturgia de la Palabra, y mientras se centran y prestan atención… se les ha escapado esa Palabra. O la han escuchado, pero no se les ha quedado casi nada. O no la entienden en su mayor parte (no es un libro fácil, la verdad). La Liturgia de la Palabra parece como una especie de «introducción» a la parte «importante» de la Misa. Pocos son los que se toman el trabajo de repasarla antes o después en casa, o tenerla en cuenta a lo largo de la semana. A menudo quienes salen a leerla no se la han preparado adecuadamente para leerlas con un mínimo de corrección: cualquier espontáneo, vale. Y, también hay que decirlo, las homilías no siempre se preparan estudiando y orando el texto (¡con la inmensa cantidad de buenos subsidios que se pueden encontrar!, y no me refiero a homilías ya redactadas por otros) y no ayudan lo que debieran a comprender y aterrizar esa Palabra.

Es verdad que se ha reducido enormemente nuestra capacidad de escucha: tanta verborrea, tanto estímulos visuales y auditivos, tantos mensajes, tanta indigerible información… nos embotan. Y nuestras agendas superocupadas apenas tienen sitio para una reflexión serena sobre la propia vida, los acontecimientos…

Pero mejor nos fijamos en las disposiciones del terreno que recibe la semilla, tal como las describe Jesús, para entender por qué la poderosa Palabra de Dios… puede quedar estéril:

• Existe el corazón duro. El terreno, a base de pisarlo y pisotearlo, se va endureciendo, y no hay manera de que pueda recibir la semilla y el agua que la haría germinar. Y esto ocurre cuando el ambiente social, otros valores, otros intereses, otras voces… van machacando y anulando una tierra que habría podido producir algo. Pero queda «uniformada», la semilla rebota, no nos dice nada, no la entendemos, no va con nosotros, acaba al borde del camino, fuera de nuestra vida. Y la semilla «nos la roban» sin que nos demos por enterados. No hay pretensión en este terreno de discernir, de cuestionarse, de buscar, de cambiar… Es la pasividad y la indiferencia ante la semilla. No me interesa.

• Está también el corazón inconstante, De primeras se ilusiona, tiene sinceras ganas de cambiar, de mejorar, de tomarse las cosas en serio… Pero si no dispone de «medios», herramientas concretas que mantengan esa ilusión… al poco tiempo estamos como antes. Después de estos confinamientos que nos han venido encima, hay quienes se han replanteado muchas cosas de su vida, quieren vivir de otra manera. Pero si no concretan y escalonan unos objetivos, si no miden sus fuerzas, si no buscan algún tipo de acompañamiento espiritual y algunos apoyos necesarios… esa sincera ilusión acaba en desánimo, y vuelven tristes a lo de siempre.

• También hay corazones llenos de abrojos, de hierbajos, de malas hierbas, terrenos superficiales que se dejan enredar más de la cuenta por asuntos cotidianos, por valores y estilos de vida incompatibles con el Evangelio de Jesús, que ahogan el trigo bueno. Jesús subraya expresamente la seducción de las riquezas. Pero también ciertas ideologías políticas, filosóficas, e incluso teológicas… filtran tanto la semilla, la condicionan tanto… que es imposible que eche raíces y produzca nada. Y esos estilos de vida acelerados, superocupados, atolondorados….

• Por último, el corazón bueno capaz de producir ciento, sesenta o treinta por uno. Es el terreno que hace un sano ejercicio de «ecología auditiva» para no dejarse atontar con tantos ruidos. Que presta atención a la Palabra que Dios le dirige personal y comunitariamente, que está en disposición de ir cambiando lo necesario, que busca espacios de silencio, que hace con frecuencia su examen de conciencia descubriendo retos, procurando hacer crecer sus talentos, que «abona» su vida de fe y se arrima a otros que también intentan crecer, construyendo el Reino con ellos. Puede que no sean muchos, pero no tienen que desanimarse por ello: el Reino no es cuestión de números, de multitudes, de grandes medios… sino de que cada cual produzca lo que pueda: cien… o treinta. Lo que pueda. El sembrador, por su parte, no deja cada día de depositar en nosotros nuevas semillas… y tarde o temprano brotan.

Evangelio 14° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (11,25-30):

En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»

Palabra del Señor

A LA BÚSQUEDA DE LOS CANSADOS Y AGOBIADOS

Se puede decir: «Dime cómo es tu Dios -tu experiencia de Dios-, y te diré cómo es tu comportamiento con los hombres». Si el rostro de Dios que has encontrado es el de un ser exigente, controlador, al margen de tu vida cotidiana, un Dios lleno de normas y obligaciones, un Dios que me pone condiciones y espera mis esfuerzos y sacrificios para hacerme caso… O si es un Dios que siempre me perdona aunque caiga una y otra vez en lo mismo, que se alegra con mis alegrías y me quiere libre y es fuente de mis alegrías y de mi paz, que me ha elegido para transformar el dolor y el mal del mundo, etc… mi conducta humana estará amasada con todos estos rasgos, y mi trato con los demás también.

Pues bien: El rostro de Dios que ha experimentado, del que vive y habla Jesucristo es alguien cercano, a quien, en cualquier momento del día, y en cualquier lugar, en medio de las cosas cotidianas, le dirige espontánea y sencillamente lo que siente y lleva en el corazón. Y este modo de sentir y vivir a Dios, le lleva a descubrirse y actuar como una persona pendiente de «los cansados y agobiados»

Esa experiencia de libertad interior y de gozo le lleva a buscar, y convocar («venid») a quienes no la tienen para revelársela, para ayudarles a descubrirla. Su Padre se conmueve ante los perdidos y abandonados de la sociedad y de las estructuras religiosas, ante los que no tienen esperanza, ante quienes se ven sobrecargados de preceptos, normas, condiciones, ritos minuciosos, prohibiciones, condenas… incluso «en el nombre de Dios»… Por eso mismo Jesús se siente llamado a ofrecer «otra cosa». Hoy parece como si se le hubiera «escapado» delante de todos, una plegaria fresca, gozosa, agradecida. Y en ella se descubre el rostro de un Dios misericordia, consuelo, descanso, liberación…

Jesús es un profeta sobre todo «acogedor», y que ha formado un grupo de discípulos acogedores, para que salgan a buscar, como él, a quienes se sienten señalados, juzgados, rechazados, marginados, olvidados… Y los acojan con gestos, palabras, actitudes y hechos… A su lado, tienen que sentirse incondicionalmente queridos y aceptados. Por eso hoy la Iglesia -cada bautizado-, tiene que ser capaz de proclamar con mucha fuerza y claridad a los hombres de hoy y de todos los tiempos: «Venid a mí… ven a mí tú que…»

* Ven a mí, tú que estás agobiado con tantas normas y prohibiciones e imposiciones religiosas, con tantas cosas que hay que cumplir para estar en regla. Tú necesitas que te alivien, que te quiten tantos fardos de encima. Sólo una «norma», una carga: la del amor.

* Ven a mí, tú que estás cansado de que quienes tienen el poder saquen tajada, y redacten las leyes que les beneficien, dejando tantas veces desprotegidos a los más débiles, a los más pequeños. Ven, que te voy a enseñar la felicidad que brota de servir y cuidar a los otros, ven que te voy a mostrar quiénes son los favoritos de mi Padre del cielo, y lo que está dispuesto a hacer por ellos, por ti, por vosotros.

* Ven a mí tú que tanto intentas ser mejor, que te esfuerzas en corregir tus fallos y errores sin conseguirlo o con pocos resultados, y te acabas desanimando y cansando de luchar… Ven, que te quiero enseñar a apoyarte en mi Padre, a mirarle más a Él que a ti mismo. Él es la Fuerza de nuestra fuerza.

* Ven a mí tú que te siente agobiado por tu futuro, por tus problemas, porque no te llega el dinero, porque te falta un trabajo digno, por tu salud… Ven, verás que te enseño a vivir todo eso con más paz, porque mi Padre quiere que te preocupes por otras cosas, y dejes éstas en sus manos. Él quiere que mires al cielo, que le mires a Él y descubras que ninguna de esas cosas te puede ni te debe hundir. ¡Yo las he vencido para ti!

* Ven, tú que estás cansado de hacer todos los días lo mismo, que te ves envuelto en la rutina y el aburrimiento, que te faltan ilusiones para vivir, que piensas que ya «no hay nada nuevo bajo el sol», que no encuentras un sentido a tu vivir: Ven, toma mi yugo ligero, sujétate a mí con fuerza, y vamos a recorrer nuevas sendas; ya verás que aún hay mucho que hacer, que siempre hay algo más, algo nuevo que puedes hacer, alguien a quien amar… hasta el día en que descanses definitivamente en los brazos de mi Padre.

* Ven tú que estás «cargado» de convencionalismos sociales, esclavo de las modas, esclavo de tu aspecto físico, esclavo de tu historia personal, esclavo de tus limitaciones y defectos, esclavo del «qué dirán»… Acércate a mí, que te voy a ayudar a liberarte de todo eso, para que seas tú mismo, para que seas como mi Padre ha soñado que seas. Sólo tiene que asumir la carga que yo te dé, una carga ligera, porque la llevaremos juntos; una carga agradable, porque se trata de que te ocupes de tus hermanos, que hagas tuyos sus pesos y sufrimientos, que los alivies, que compartas lo que ellos quieran darte… en la medida de tus fuerzas.

* Ven tú que estás triste porque entre los que se llaman discípulos míos hay «carrerismos», luchas de poder, amiguismos, oscuras alianzas con los poderosos, lejanía de mis ovejas, zancadillas, chismes… Ven tú, porque en mi Iglesia también se encuentran muchos que viven confiando, amando, sirviendo calladamente, humildemente, con sencillez. Ellos serán tu apoyo, como lo soy yo para que la cizaña no ahogue tu trigo.

No ha prometido el Señor que se van a «esfumar» las dificultades o que vamos a tener éxito. No. Ha dicho: «Yo os aliviaré… y encontraréis descanso para vuestras almas…».

Por eso su Iglesia (cada discípulo, también tú yo) sigue llamando incansablemente: Ven… Ven… Ven… tu sitio está aquí, junto con todos nosotros… Acudamos nosotros a él continuamente para que nos alivie y descanse… y abramos también puertas, corazones, espacios, instituciones… para que tantos más «vengan».

Evangelio 13º Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (10,37-42):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»

Palabra del Señor

Acoger al hermano es acoger a Jesús.

La primera lectura de este domingo nos cuenta la historia de una mujer que hizo sitio en su casa para acoger a un caminante. No se dice que la mujer supiese que era un profeta. Eliseo simplemente pasaba por allá. La mujer le ofrece lo que tiene: un cuarto para descansar y comida para reponer las fuerzas. La ley de la hospitalidad es una antigua ley en muchas culturas y también en nuestra cultura. Es un valor que no hay que perder sino cultivar y reforzar.

Las palabras de Jesús en el Evangelio nos dan la razón profunda por la que la hospitalidad se convierte para el cristiano en algo más que una norma o una tradición. Jesús nos dice que recibir al que se acerca a nosotros, abrirle nuestra casa y nuestra amistad es como recibirle a él. Esa es la clave. Jesús mismo es el que pasa por delante de nuestra puerta y de nuestra vida. Jesús es el que nos llama y nos pide albergue.

En nuestro mundo, sin embargo, la hospitalidad se va perdiendo. A los otros, a los desconocidos, que son la inmensa mayoría, los vemos, casi por principio, como una amenaza para nuestra tranquilidad, para nuestra paz. Los periódicos están llenos de noticias de asesinatos, robos y otras fechorías. La televisión nos trae también casi a diario imágenes preocupantes. Todo contribuye a crear un ambiente en el que nos parece lo más natural desconfiar del desconocido que se nos acerca. Valoramos mucho, quizá demasiado, nuestra seguridad, nuestra paz, nuestras cosas. Terminamos comprando armas y alarmas para protegernos y poniendo vallas alrededor de nuestras casas. Las naciones hacen lo mismo. Se refuerzan las fronteras y los ejércitos se arman hasta los dientes. No nos damos cuenta de que en el fondo así no hacemos más que poner de manifiesto nuestra propia inseguridad y lo que hacemos, en el fondo, es provocar más violencia. De alguna manera, nos parecemos a los animales que atacan porque tienen miedo.

Jesús nos invita a no vivir tan centrados en nosotros mismos. Eso es lo que quiere decir cuando habla de que debemos “perder nuestra vida”. Jesús nos pide que dejemos de mirarnos a la punta de nuestra nariz, a nuestros problemas y abramos la mano al vecino, aunque piense diferente, sea de otra raza, lengua o religión. Nos encontraremos con una persona, con parecidos problemas a los nuestros, y descubriremos que juntos podemos ser más felices que separados por barreras y armas. Pero hay algo más. Desde nuestra fe, sabemos que ése que tenemos enfrente, por amenazador que parezca, es nuestro hermano. Es Cristo mismo. ¿Le esperaremos con un arma en la mano?