Evangelio 13º Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (10,37-42):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»

Palabra del Señor

Acoger al hermano es acoger a Jesús.

La primera lectura de este domingo nos cuenta la historia de una mujer que hizo sitio en su casa para acoger a un caminante. No se dice que la mujer supiese que era un profeta. Eliseo simplemente pasaba por allá. La mujer le ofrece lo que tiene: un cuarto para descansar y comida para reponer las fuerzas. La ley de la hospitalidad es una antigua ley en muchas culturas y también en nuestra cultura. Es un valor que no hay que perder sino cultivar y reforzar.

Las palabras de Jesús en el Evangelio nos dan la razón profunda por la que la hospitalidad se convierte para el cristiano en algo más que una norma o una tradición. Jesús nos dice que recibir al que se acerca a nosotros, abrirle nuestra casa y nuestra amistad es como recibirle a él. Esa es la clave. Jesús mismo es el que pasa por delante de nuestra puerta y de nuestra vida. Jesús es el que nos llama y nos pide albergue.

En nuestro mundo, sin embargo, la hospitalidad se va perdiendo. A los otros, a los desconocidos, que son la inmensa mayoría, los vemos, casi por principio, como una amenaza para nuestra tranquilidad, para nuestra paz. Los periódicos están llenos de noticias de asesinatos, robos y otras fechorías. La televisión nos trae también casi a diario imágenes preocupantes. Todo contribuye a crear un ambiente en el que nos parece lo más natural desconfiar del desconocido que se nos acerca. Valoramos mucho, quizá demasiado, nuestra seguridad, nuestra paz, nuestras cosas. Terminamos comprando armas y alarmas para protegernos y poniendo vallas alrededor de nuestras casas. Las naciones hacen lo mismo. Se refuerzan las fronteras y los ejércitos se arman hasta los dientes. No nos damos cuenta de que en el fondo así no hacemos más que poner de manifiesto nuestra propia inseguridad y lo que hacemos, en el fondo, es provocar más violencia. De alguna manera, nos parecemos a los animales que atacan porque tienen miedo.

Jesús nos invita a no vivir tan centrados en nosotros mismos. Eso es lo que quiere decir cuando habla de que debemos “perder nuestra vida”. Jesús nos pide que dejemos de mirarnos a la punta de nuestra nariz, a nuestros problemas y abramos la mano al vecino, aunque piense diferente, sea de otra raza, lengua o religión. Nos encontraremos con una persona, con parecidos problemas a los nuestros, y descubriremos que juntos podemos ser más felices que separados por barreras y armas. Pero hay algo más. Desde nuestra fe, sabemos que ése que tenemos enfrente, por amenazador que parezca, es nuestro hermano. Es Cristo mismo. ¿Le esperaremos con un arma en la mano?

Evangelio 12° domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (10,26-33):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído pregonadlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo.

¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre.

Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo.»

Palabra del Señor


Reflexión:

¡No tengan miedo!

Las personas y los pueblos a veces se sienten dominados por el miedo, por el temor. Sentimos miedo ante lo desconocido. Los otros se nos figuran como sombras amenazadoras. Su rostro, por desconocido, nos inquieta. Y de ahí es de donde surge la violencia la mayor parte de las veces.

En el Evangelio de hoy Jesús nos invita a cambiar de actitud. Invitó a los apóstoles, que eran los que escucharon sus palabras en aquel momento, a que fuesen por los pueblos y ciudades de Palestina a anunciar el Reino de Dios sin miedo.

¿A quién podían temer? ¿Qué les podía suceder?

Jesús les dijo muy claramente que podían morir incluso. Pero que no hay que tener miedo a los que pueden matar el cuerpo pero no el alma. Porque el Padre del cielo estaba de su parte. Nos puede parecer que es un mensaje duro y difícil de vivir en la práctica. Todos tenemos miedo a algo, pero quizá más que todo tenemos miedo a la muerte. Pero Jesús nos invita a situarnos en una perspectiva diferente. ¿Qué es la muerte sino el paso necesario para encontrarse con Dios, nuestro Padre? Él nos está esperando con los brazos abiertos.

Además siendo él nuestro Padre, no dejará que nos suceda nada malo. Hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados. Al final, todos nos tendremos que enfrentar al momento de la muerte por mucho que no nos guste hablar de ello. Lo que Jesús nos invita es a vivir ese momento con la confianza puesta en Dios. Ese momento y toda nuestra vida. Porque así viviremos de un modo diverso. Con una actitud diferente. Sentiremos la alegría de vivir y disfrutar de este inmenso regalo que Dios nos ha hecho. Cada uno de sus minutos y segundos. Y comunicaremos a los que viven cerca de nosotros esa alegría y esa confianza. Tendremos fuerza para luchar con las dificultades que nos vayamos encontrando, porque Dios, estamos convencidos, está con nosotros.

Eso fue lo que Jesús dijo a los discípulos. No debían tener miedo porque Dios Padre estaba con ellos. Y porque difícilmente se puede anunciar un mensaje tan alegre como el del Reino si el que lo anuncia vive atemorizado.

Hoy somos nosotros los portadores de ese mensaje. Y nadie nos creerá si no nos ve vivir con alegría y confianza. Porque sabemos que nuestra alegría y nuestra confianza se apoyan en Dios mismo. Esa es la verdadera alegría. Y la tristeza nace en el momento en que nos olvidamos de Dios. Entonces hasta las carcajadas se nos vuelven amargas. Pero no hay que permitir que eso suceda.

La eucaristía de cada domingo nos recuerda que Dios está con nosotros, que no nos abandona y que se hace alimento para nuestra vida. Para que encontremos la verdadera alegría y perdamos el temor.

Festividad de la Santísima Trinidad

Lectura del santo evangelio según San Juan (3,16-18):

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

Palabra del Señor

Tanto amó Dios al mundo!

Este domingo de la Trinidad se puede decir que marca el final de las celebraciones más importantes del año litúrgico. Adviento y Navidad traen consigo la primera pascua: el Nacimiento de Jesús. Cuaresma y Semana Santa nos llevan a la segunda pascua: la Resurrección de Jesús. Y los cincuenta días de Pascua nos guían hacia Pentecostés, la tercera pascua, la venida del Espíritu Santo.

Se ha culminado así el proceso de la revelación de Dios, que se nos ha manifestado en Jesús. A través de sus palabras, de sus acciones y de su estilo de vida, nos ha revelado al Padre.

Y cuando él desaparece de este mundo, nos envía su Espíritu Santo para que siga alentando en nuestros corazones el mismo fuego que nos dejó su presencia. Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No es cuestión de entrar en discusiones teológicas. Pero sí de dejar que llegue a nuestro corazón un mensaje claro: Dios es amor. Y no es otra cosa.

Padre, Hijo y Espíritu Santo son relación de amor entre ellos. Y en ese amor viven en la más perfecta unidad que imaginarse pueda. Tanto que son un solo Dios. Y lo que es más: ese amor se vuelve hacia nosotros.

En Jesús se nos revela el amor del Padre y el Espíritu nos ayuda a reconocerlo con nuestra mente y con nuestro corazón. Hay que volver a leer el texto del evangelio de Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. Es decir, se entregó a sí mismo. Se dio totalmente por nosotros. Sin medida. Sin condiciones.

¿Cómo es posible que haya gente que todavía piense que Dios anda persiguiéndonos para castigarnos, para ponernos dificultades y piedras en el camino, para condenarnos incluso?

Hay que repetir muchas veces ese texto: “Tanto amó Dios al mundo…” Y dejar que nos llegue adentro ese cariño inmenso de Dios y darnos cuenta de la incongruencia que supone pensar que Dios pueda estar planificando nuestra condenación o que pueda tener pensada la destrucción de este mundo y de sus hijos.

Dios, lo dice también el evangelio de hoy, quiere que “el mundo se salve”. Pero, ¿nos dejaremos salvar? Porque también es verdad lo que dice la primera lectura del libro del Éxodo: que somos un pueblo de cerviz dura, que a veces no somos capaces de aceptar la mano que Dios nos tiende para salvarnos.

Hoy es tiempo de volver nuestros ojos a lo alto y reconocer que Dios está ahí, siempre deseoso de echarnos una mano, de ayudarnos, de estar a nuestro lado, de acogernos, de enseñarnos a perdonar (generalmente nos cuesta mucho perdonarnos a nosotros mismos y por eso nos cuesta también aceptar el perdón de Dios).

Levantemos los ojos y nos daremos cuenta de que el Dios del amor y de la paz está con nosotros (segunda lectura). Para siempre.

¿No es tiempo de darle las gracias?