Evangelio de la Festividad de la Ascensión del Señor al Cielo

Conclusión del santo evangelio según san Marcos (16,15-20):

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: «ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.»
Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.

Palabra del Señor

EL TIRÓN DEL PADRE

Nadie puede dudar del tirón tan fuerte que el Padre ejercía sobre Jesús. Había como una «química» especial entre los dos. No hay más que escucharle hablar, porque de lo que está lleno el corazón, habla la boca (Mt 22,34). Jesús estaba permanentemente «enganchado» al Padre. Y no dejaba de hablar de él (además de hablar frecuentemente con él). Algunos especialistas sugieren que toda la vida de Jesús, y todo el Evangelio, se podrían resumir en una sola palabra: «Abbá», Padre, palabra del entorno familiar, con la que los niños se dirigían a sus padres. Nadie antes en Israel se había atrevido nunca a dirigirse a Dios de ese modo.

Jesús habla del Padre con infinita ternura, y también con añoranza. Sólo habría que contar, por ejemplo, las veces que pronuncia esta palabra en cuarto Evangelio: ¡115 veces! Le oyeron decir: Sí Abbá; aquí estoy, Abbá; lo que tú quieras, Abbá; Abbá, tú sabes que te quiero; Abbá, te doy gracias porque has revelado estas cosas a los sencillos; Padre, que se haga tu voluntad; Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu… Sin duda que Jesús vivía en el Padre, para el Padre, por el Padre, desde el Padre, con el Padre, hacia el Padre… Hasta decía que su alimento era «hacer la voluntad del Padre». Y les repetía a sus discípulos: «vuestro Padre del cielo», queriendo que también ellos gozaran de esa especial intimidad y cercanía.

Pero también el Padre, por su parte, estaba pendiente de él, y vivía en él, como dice el mismo Jesús: «Felipe, ¿no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?»; o bien: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (aquí tenéis resumida la misión del cristiano: que vean al Padre en nosotros):

+ Cada palabra de Jesús tiene los ecos de lo que ha escuchado (en su oración) al Padre.

+ Comparte los mismos sentimientos del Padre. Particularmente la compasión y la misericordia.

+ No sólo habla y siente, sino que también «hace» lo que el Padre le ha encomendado, por más que le cueste sangre, sudor y lágrimas (Getsemaní).

Por eso Jesús tuvo tanto «tirón» popular: era un canal eficaz por el que les llegaba el amor del Padre. Pasaba haciendo el bien, daba esperanza, defendía a lo más débiles, se ponía del lado de los marginados, tocaba el dolor de los enfermos, sanaba, denunciaba… en el nombre del Padre.

En uno de los más antiguos himnos cristianos, recogido por San Pablo en una de sus cartas, se nos dice que Jesús se dedicó a «bajar» a «rebajarse»: Primero bajó del cielo hasta el seno de una mujer, y bajó después a un miserable pesebre en Belén. «Bajó» al río Jordán para ser bautizado entre los pecadores. «Bajó» para mezclarse con los pobres, los marginados (que siempre están «abajo» y «debajo»). Y tanto bajar, tanto rebajarse, quedó hecho una auténtica piltrafa de hombre, colgado entre el cielo y la tierra. Y se hundió en la muerte, y bajó al sepulcro, a las entrañas de la tierra, y -como decimos en el Credo- bajó a los infiernos… No se puede bajar más abajo en todos sentidos. Al contario de tantos, empeñados hasta límites insospechados en «subir» como sea, en escalar puestos, en «estar arriba».

¡Tanto bajar! ¡Tanto bajar! Aunque nunca bajaba solo. El Padre lo acompañaba en todos esos «abajamientos». Los largos y frecuentes ratos de oración a solas con Él, le despertaban su sed de infinito, su añoranza del cielo (también esto nos ocurre al resto de los mortales, cuando oramos «cristianamente»). Así que, una vez cumplida su misión, es el momento del «tirón» definitivo del Padre, del reencuentro final. Y así nos hemos podido enterar de que el destino del hombre no está «abajo», sino arriba. El destino del hombre no es el fracaso, sino la gloria. El futuro del hombre no son los gusanos y el olvido, sino la eternidad y la gloria de Dios. Con palabras de San Agustín: «Nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto (desasosegado) hasta que no descanse en Ti».

Y allá que se fue. Como decimos en el Credo, a «sentarse a la derecha del Padre». Es un modo de hablar, claro. En el cielo no hay asientos, ni Dios tiene derecha ni izquierda. Con palabras menos «teológicas», diríamos: Se fue a fundirse con el Padre en un abrazo tan inmenso, que saltaron las chispas del Espíritu, sobre la tierra, desparramándose sobre nuestras cabezas, llenándonos de dones. Lo celebraremos el domingo próximo.

Pero, como todas las despedidas, también aquí hay una sombra de «tristeza» en el que se va, y en los que se quedan. El Señor se aleja físicamente de sus queridos discípulos, y ellos… se quedan sin él. Siempre se acaba queriendo a aquellos con quienes compartimos la intimidad y la vida, tantos buenos como malos momentos. Toda despedida, toda «partida» siempre supone un «partirse», porque nos dejamos un trozo de nosotros, algo/alguien que quisiéramos llevarnos y no puede ser… Esto mismo le ocurre a Jesús. El corazón se le parte un poco, y así se lo confiesa a sus amigos:

– Me voy, pero vuelvo, no tardaré mucho

– Me voy, pero me seguiréis más tarde

– Me voy, pero es para prepararos un sitio en la casa de mi Padre

– Me voy, pero no os olvidaré, porque os llevo en el corazón

– Me voy, pero volveréis a verme

– Me voy, pero os enviaré al Espíritu Defensor, Consolador, Espíritu de la Verdad, el mismo Amor…

– Me voy, pero el Padre seguirá cuidando de vosotros, como lo hizo conmigo, para que ninguno se pierda.

Por eso, mientras andemos por aquí abajo, y siguiendo el ejemplo del Señor, necesitaremos con frecuencia dirigirnos al Padre Nuestro que estás en los cielos. Para que nuestra esperanza y nuestros proyectos no se queden alicortos, para que veamos siempre más allá de la cruda realidad, para que soñemos el sueño de Jesús, para que no nos importe bajar y rebajarnos cuando sea necesario, o incluso cuando nos «bajen» por la fuerza… Porque «el de arriba» ya tirará de nosotros cuando andemos hundidos. Lo ha dicho con bellas palabras la segunda lectura de hoy: «Que el Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros». De este modo, podremos tomar el relevo al Señor Jesús, poniendo todo lo que somos y podemos al servicio de lo único importante: El Reino y la justicia. El Espíritu será nuestra fuerza interior y nos ayudará a discernir los caminos para llevar adelante la tarea. Inmensa tarea en la que todas las manos son pocas: el encargo es hacer discípulos de todos los pueblos. Como ha escrito el Papa Francisco (EG 20):

Hoy, en este “id” de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva “salida” misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar esta llamada: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio.

Así que el cielo lo miraremos de reojo (porque allí está el Padre que nos espera), pero para llenarnos de fuerza, porque el trabajo lo tenemos aquí abajo, en la tierra, donde el Espíritu del Señor sigue cooperando y actuando para que se haga su voluntad aquí en la tierra como en el cielo.

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