Evangelio del 4° Domingo de Pascua

Lectura del santo evangelio según san Juan (10,27-30):

En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.»

Palabra del Señor

Se celebraba en Jerusalem la fiesta de la dedicación del Templo que conmemoraba la restauración del altar profanado por los paganos, centro del culto judío. Y en este clima de multitudinaria peregrinación los fariseos le pregunta a Jesús sobre su identidad. Jesús se presenta como el verdadero Templo y la auténtica víctima, el Cordero que se alzará de nuevo para conducir al rebaño hacia las aguas de la fuente de vida. Es el Hijo de Dios, el enviado del Padre, el buen pastor que conoce a sus ovejas y llama a cada una por su nombre.
Solo el pastor, hecho cordero pasa a ser una sola cosa con su rebaño y puede así reivindicar la condición de pastor. Solo el que da su vida hasta las últimas consecuencias puede conducirlo a la fuente de la vida. Jesús nos cuida y protege y nos da la vida eterna para que no perezcan ninguno de los que el Padre le ha dado.
¡El Señor es nuestro pastor, nada nos falta! ¿Caminas confiando en su presencia, sintiendo su protección?