Festividad de la Inmaculada Concepción

Lectura del santo evangelio según san Lucas (1.26-38):

En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.»
Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél.
El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.»
Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?»
El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.»
María contestó: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.»
Y la dejó el ángel.

Palabra del Señor

Queridos hermanos:

Hay cuatro libros bíblicos que llamamos “evangelios”; y, como es sabido, evangelio es una palabra griega que significa “Buena Noticia”. Según esto, toda la biblia debiera ser designada como “evangelio”, pues toda ella es Buena Noticia. Incluso cuando encontramos a Yahvé “disgustado” por comportamientos incorrectos de sus fieles, al final aparece un horizonte de vida y plenitud; esa perspectiva nunca cambia.

La solemnidad de la Inmaculada Concepción nos ofrece un gran mensaje de vida. Como en casi todas las culturas, también en la bíblico-semita la serpiente es animal temible, venenoso, portador de muerte. Pero la descendencia de la mujer, es decir, la humanidad, los hijos de Dios, le aplastará la cabeza: el mal no es el horizonte final. Y esto por decisión de Dios mismo: es él quien establece la enemistad, la incompatibilidad entre ser sus hijos y estar sometidos a poderes de muerte.

La carta a los Efesios nos habla de ese destino deslumbrante que Dios ha diseñado para todos: “ser santos e irreprochables ante Él por el amor” para ser “alabanza de su gloria”; y para ello nos ha colmado de “toda clase de bienes espirituales y celestiales”. Al proponernos esta lectura, la Iglesia quiere que, en María, contemplemos nuestro propio destino ya realizado; obedece así a la afirmación conciliar, bien fundamentada bíblicamente, de que María es el icono de la Iglesia en su plenitud (LG 65), esa Iglesia que, según la misma carta a los Efesios, Jesús quiere “presentarse a sí mismo gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5,27).

Lo que la carta a los Efesios dice de todos los creyentes, el evangelista Lucas lo dice en particular de María de Nazaret. Ella es la llena de la predilección de Dios, de “su gracia”, la que vive “a la sombra de su Espíritu y bajo la acción de su poder” (Lc 1,35); por ello es “santa e inmaculada”

Todo esto es, naturalmente, un gran regalo, en el caso de María y en el nuestro: Dios nos predestinó. Pero no es solo don, sino tarea. En el pasado se contempló a María simplemente como la “sin pecado original”, santificada de manera casi irresistible o bajo una especie de fatalismo (en el mejor sentido de la palabra). Pero el texto evangélico la presenta más bien como “activamente receptiva”, dando su consentimiento. La santidad inicialmente regalada María tuvo que hacerla presente, activa, poniendo su decisión. En torno a ella había violencia, avaricia, lascivia, resentimiento frente al poder romano, y tantas otras manifestaciones del mal; y Dios no la sacó de ese “pecado ambiental”, sino que la robusteció para que no sucumbiese a él, para que fuese capaz de discernir y optar.

La fiesta de la  Inmaculada Concepción es el día de celebrar nosotros que el don de Dios precede a todo, que Él “nos eligió antes de crear el mundo”, “nos amó primero” y que estamos llamados a decir “sí”, o “hágase en mí”, a esa orientación primordial en cada nueva situación. No es (como a veces popularmente se ha confundido) la fiesta de la virginidad de María, ni menos aún de su purificación fisiológica puerperal. Es la fiesta de la fidelidad, de su permanencia  y la nuestra en el “sí permanente” a lo iniciado por Dios en nosotros, del “no” al poder de la serpiente.

Evangelio 2° Domingo de Adviento

Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,1-8):

Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Está escrito en el profeta Isaías: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.»»
Juan bautizaba en el desierto; predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados, y él los bautizaba en el Jordán. Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre.
Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»

Palabra del Señor

UNA PALABRA DE CONSUELO

“Donde está el peligro también crece la salvación” (Friedrich Holderlin) Isaías es un profeta que vale para todos los tiempos. Su palabra no era simplemente el fruto de un rato de reflexión, sino la expresión viva de su profunda experiencia de Dios. Procuraba mirar la realidad de su tiempo, a la que estaba muy atento, con los ojos y el corazón de Dios. El profeta sabe que la historia es siempre «historia de salvación». Cuando él escribe, su pueblo está bastante perdido, desilusionado, desesperanzado, desconcertado, desanimado, – y todos los «des» que queramos añadir- por la situación política, económica y personal de todos ellos, pues se encuentran «desterrados», no tienen «tierra» bajo sus pies donde sostenerse, donde levantar sus vidas. Están de prestado, exiliados, dispersos, inseguros. La gris niebla envuelve su presente, y les impide ver su futuro. No hay futuro. Por su parte, los jefes del pueblo no están a la altura, preocupados -como tantas veces- por sus mezquinos intereses, y dominados por el miedo y la resignación. O «adaptados» a las circunstancias, procurando que les vaya lo mejor posible. No es una situación muy diferente de la nuestra. No es necesario indicar los rasgos de lo que todos estamos viviendo en estos tiempos difíciles: Desánimo, soledad, tristeza, ira, miedo, desencanto… Pues en aquellos tiempos de Isaías -y cada vez que se repiten circunstancias semejantes- Dios tiene una palabra que decir a través de los que tienen un corazón «bien lleno de Dios». Suele servirse de oráculos, de portavoces, de mediadores… para hacerse presente. En este caso Dios lanza un deseo, una petición, casi una orden a quienes puedan y quieran escucharle: «Consolad a mi pueblo y habladle al corazón». Nunca está de más una palabra de consuelo, y siempre llega más una palabra que hable al corazón que a la cabeza. No cualquier palabra: estamos saturados de palabras vacías y de mensajes de «autoayuda» que no ayudan en nada.

Consolar significa estar con el que se siente solo, con el que sufre, con el que se encuentra en dificultades y aliviar su carga, calmar la inquietud, fortalecer su fragilidad, suavizar la angustia… de modo que pueda vivir más sosegadamente, más esperanzadamente, con más confianza. El consuelo no elimina el dolor, y tampoco lo «relativiza» (al menos no siempre) pero sí ensancha la esperanza y fortalece el coraje para afrontarlo. En el Evangelio de hoy escuchamos: «Voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor». Desierto es una palabra inquietante en nuestros días. Casi el 33% de la superficie terrestre está ocupada por desierto. Y la proporción va en vertiginoso aumento. Leo, por ejemplo, que el ritmo de deforestación en Brasil ha aumentado a unos 4.430 campos de fútbol por día y que entre agosto de 2019 y julio de 2020, 11.088 kilómetros cuadrados de selva haya sido talados en la región. Cada año cientos de miles de hectáreas de terreno cultivable se convierten en desierto. Y millones de personas, se han visto obligadas a dejar atrás sus tierras, por el desierto que avanza. Pero existe otro desierto: no fuera, sino en medio de nosotros; no en zonas remotas del planeta, sino dentro de nuestras propios ciudades: Es el «secarral» de las relaciones humanas, la soledad, la indiferencia, el aislamiento, el anonimato. El desierto es ese lugar donde si gritas nadie te oye, si yaces en tierra acabado nadie se te acerca, si una feroz bestia te asalta nadie te defiende, si experimentas un gran gozo o una gran pena no tienes con quien compartirla. ¿Y no es esto lo que ocurre en muchas en nuestras ciudades? Nuestro agitarnos yendo y viniendo y quejándonos, ¿no es también un gritar en el desierto? Y también hay un desierto, quizá más peligroso: el que cada uno de nosotros lleva dentro. Justamente el corazón puede transformarse en un desierto: árido, apagado, sin afectos, sin esperanza, infecundo. ¿Por qué muchos no logran despegarse del trabajo, apagar el móvil, la radio, la tele, el WhatsApp, los auriculares…? Tienen miedo de reconocerse en ese desierto. La naturaleza, dicen, tiene «horror del vacío», y también el hombre rehuye el vacío. Si nos examinamos honestamente, veremos cuántas cosas hacemos para evitar encontrarnos solos, cara a cara con nosotros mismos y frente a la realidad. Cuanto más crecen los medios de comunicación y las redes sociales, más disminuye la verdadera comunicación. Tenemos la sensación de que este mundo es como un desierto sin sendas. Donde los gritos de auxilio no son acogidos, no obtienen respuesta tapados por nuestros ruidos, y engañados por los espejismos y oasis que nos ayudan a olvidarnos de todo… Ante esa situación de desolación del pueblo de Israel, Dios toma partido de una vez para siempre. Se coloca al frente del rebaño como un pastor amoroso. Pero no se queda en simples palabras: su consuelo va acompañado de acciones. El texto nos lo describe muy bien: los montes se abajan, los valles se levantan y Dios mismo se pone al frente. Las acciones orientan y abren caminos. El consuelo nos habla al oído en el presente y nos infunde una esperanza que nos hace encarar el futuro desde la seguridad y la confianza de saber que no nos encontramos solos en medio del “desierto” de nuestros miedos y dudas. El apóstol Pedro nos dice que los cristianos «ESPERAMOS UN CIELO NUEVO Y UNA TIERRA NUEVA DONDE HABITE LA JUSTICIA». Pero ¿es un sueño al estilo Walt Disney? Pues no: ese sueño tiene mucho que ver con las palabras de Juan Bautista: «PREPARADLE EL CAMINO AL SEÑOR, ALLANAD SUS SENDEROS». El cristiano es un eterno inconformista, y está convencido de que hay muchos obstáculos que remover. Su esperanza no es una ilusión evasiva de la realidad, ya que somos seguidores de Alguien que se dejó el pellejo en la cruz por luchar a favor de ese Mundo Nuevo. Y además contamos con la fuerza y el discernimiento del Espíritu. Cuando escuchamos hoy: «AQUÍ ESTÁ VUESTRO DIOS», es la señal de salida para ponernos manos a la obra, empezando por nosotros mismos. Dios sale al encuentro de quien se pone a remover obstáculos: siempre podemos tender puentes a aquellos que se han alejado de nosotros por tener opiniones o criterios distintos; siempre podemos revisar nuestro consumismo desenfrenado; siempre podemos poner más ternura en las relaciones humanas; siempre podemos buscar espacios de silencio y oración para dejar que Dios nos hable al corazón y nos ayude a encontrar sendas en cualquiera de nuestros desiertos; siempre podemos ayudar a alguien a ser más feliz, a sufrir menos… y podemos porque Cristo pudo, y ser discípulo suyo es creernos que ese mundo nuevo es posible, y la lucha por él es la que da sentido a nuestro caminar. La única batalla que se pierde es aquella en la que dejamos de luchar. Nunca rendirnos ni conformarnos ni acostumbrarnos. Nunca renunciar a seguirlo intentando. Nunca perder nuestra dignidad humana y nuestra confianza en nosotros mismos y en Dios: Él es la fuerza de nuestra fuerza. Este segundo domingo de Adviento quiere consolarnos, sacarnos de nuestra desesperanza y modorra, de modo que no nos venzan las cosas malas que nos envuelven, para no dejar que nada ni nadie nos quite la paz del corazón y nuestros deseos de ser mejores y hacer un mundo siquiera un poquito mejor. Para eso vino Dios a la tierra, y sigue viniendo y no se cansa de venir. Hasta que todo esto sea realmente UN CIELO NUEVO Y UNA TIERRA NUEVA donde habite la justicia. Y la paz. Y la fraternidad.

Evangelio 1° Domingo de Adviento

Lectura del santo evangelio según san Marcos (13,33-37):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje y dejó su casa, y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!»

Palabra del Señor

«A todos lo digo: ¡Velad!»

Hoy iniciamos con toda la Iglesia un nuevo Año Litúrgico con el primer domingo de Adviento. Tiempo de esperanza, tiempo en el cual se renueva en nuestros corazones el recuerdo de la primera venida del Señor, en humildad y ocultación, y se renueva el anhelo del retorno de Cristo en gloria y majestad.

Este domingo de Adviento está profundamente marcado por una llamada a la vigilancia. San Marcos incluye hasta tres veces en las palabras de Jesús el mandamiento de “velar”. Y la tercera vez lo hace con una cierta solemnidad: «Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: ¡Velad!» (Mc 13,37). No es sólo una recomendación ascética, sino una llamada a vivir como hijos de la luz y del día.

Esta llamada está dirigida no solamente a sus discípulos, sino a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, como una exhortación que nos recuerda que la vida no tiene sólo una dimensión terrenal, sino que está proyectada hacia un “más allá”. El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, dotado de libertad y responsabilidad, capaz de amar, tendrá que rendir cuentas de su vida, de cómo ha desarrollado las capacidades y talentos que de Dios ha recibido; si los ha guardado egoístamente, o si los ha hecho fructificar para la gloria de Dios y al servicio de los hermanos.

La disposición fundamental que hemos de vivir y la virtud que hemos de ejercitar es la esperanza. El Adviento es, por excelencia, el tiempo de esperanza, y la Iglesia entera está llamada a vivir en la esperanza y a llegar a ser un signo de esperanza para el mundo. Nos preparamos para conmemorar la Navidad, el inicio de su venida: la Encarnación, el Nacimiento, su paso por la tierra. Pero Jesús no nos ha dejado nunca; permanece con nosotros de diversas maneras hasta la consumación de los siglos. Por esto, «¡con Jesucristo siempre nace y renace la alegría!» (Papa Francisco).

Evangelio Festividad de Cristo Rey

Lectura del santo evangelio según san Mateo (25,31-46)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas, de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.» Entonces los justos le contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?» Y el rey les dirá: «Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.» Y entonces dirá a los de su izquierda: «Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis. Entonces también éstos contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistirnos?» Y él replicará: «Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo.» Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.»

Palabra del Señor

Este relato de Jesús tuvo que chocar enormemente a los judíos que lo escucharon. Ellos estaban acostumbrados a «ganarse» a Dios con sus prácticas religiosas, con el cumplimiento de los mandamientos y normas mil, con sus rezos, estudiando las Escrituras… Conocían de sobra lo que nosotros llamamos «obras de misericordia», pero eran un «plus» de libre opción, un complemento no necesario para estar en regla con Dios. Me atrevo a decir que una mentalidad similar se ha ido extendiendo entre nosotros desde hace bastante tiempo. Esta cultura «narcisista» y «selfie» (según subrayan muchos pensadores y analistas) ha condicionado mucho nuestra espiritualidad, y hemos aprendido a estar muy pendientes de nuestro «yo»: nos revisamos frecuentemente de nuestros fallos y defectos personales, a los que no terminamos de vencer, y que seguramente nos acompañen hasta el final de nuestra vida: el mal genio, la pereza, la envidia, los deseos, el carácter, las manías… En los exámenes de conciencia a menudo nos acusamos del incumplimiento de algunas obligaciones y prácticas religiosas, de nuestros compromisos de oración hechos un poco a medias, de si hicimos o no ayuno o abstinencia… Y con frecuencia nos quedamos en estas cosas. Una espiritualidad individlualista y escasamente comunitaria. El sentido común dice que todo lo que hagamos por ser dueños de nosotros mismos, por mejorarnos como personas, por luchar contra nuestros fallos y debilidades… ¡pues está muy bien! ¡Claro que sí! Pero para la mayoría de estas cosas no es necesario ni ser creyente, ni discípulo de Jesús. Es propio de todo ser humano. Pero el Señor, a sus discípulos, les ha puesto el acento en otras cosas, las que leemos en el Evangelio de hoy: el «otro» necesitado y la voluntad salvadora y liberadora de Dios debieran ser lo principal de nuestra espiritualidad y nuestros exámenes de conciencia. No parece que la vida espiritual, la fe, las prácticas religiosas formen parte del juicio final. No son relevantes para Cristo Rey. Por otra parte, habría que remarcar que todas nuestras prácticas religiosas y compromisos de rezar lo que sea todos los días, o acudir al culto, o a visitar al Santísimo… tienen un criterio de valoración y validación: si me ayudan y empujan a amar más, a ser más misericordioso, a entregarme a los demás… tendrán sentido y agradarán a Dios. Y de paso, los otros saldrán beneficiados. Si el proyecto de Jesús (lo que él llamaba el «Reino»), y si nuestro Padre Dios está especialmente preocupado y pendiente de los que peor lo pasan (por ejemplo lo que dice la Primera Lectura: «Yo mismo buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré a las heridas; fortaleceré a la enferma…» ) los que nos consideramos suyos… tenemos que ser sus instrumentos, sus principales agentes para que este mundo sea de otra manera, sea suyo, sea de la misericordia y del amor. Lo que «ofende» gravemente a Dios no son esas cosas que a veces decimos y confesamos referidas a nuestro propio «yo», sino antes que nada y sobre todo la falta de atención a «mis hermanos más pequeños». Jesús estaba «cansado» (incluso enfadado, si recordamos aquella escena a la entrada del Templo) de esa religión llena de solemnes liturgias y procesiones, de prácticas, de distinciones sobre lo puro y lo impuro, de normas y prohibiciones, de rezos, sacrificios y ofrendas «por mí y por los míos» … que se dejaban «fuera» -llegándose a veces al extremo de «excluir» y «condenar» en el nombre de Dios- … a los que más necesitaban la cercanía y la ternura de Dios por parte de los que se consideraban «el pueblo de Dios». Para los profetas y para el mismo Jesús esto no era sino una religión «vacía». Y con sus palabras, actitudes y gestos, deja claro lo que sí tiene sentido, lo que vale a los ojos de Dios. Intenta iluminar el presente (que es donde nos jugamos el «más allá»), dándole profundidad humana, contagiando esperanza, aliviando… Y así, hasta los gestos más triviales, como el de dar un vaso de agua, se convierten en semillas de eternidad, en opción decisiva, en algo agradable a Dios. También un no creyente puede obrar a favor o en contra de Jesucristo, aunque no lo conozca, según decida servir o no servir al hombre. Matar a un semejante o ayudarle a vivir; oprimir al hermano o liberarlo; ofender a alguien o mostrarle respeto; pisotear la dignidad de un desgraciado u honrar; explotar al prójimo o compartir el pan con él: rechazar o acoger a un emigrante/forastero; contribuir al hambre o alimentar a los pobres… significa atentar contra el señorío de Cristo o promoverlo. Ser «benditos de mi Padre» o no serlo. – Es significativo que en el texto de Mateo falta el verbo amar. Cristo no dice: «… y me amasteis», sino «me disteis de comer, me disteis de beber, me visitasteis, me hospedasteis, me vinisteis a ver… ». «Amar» es un término que puede quedarse en demasiado vago. Es difícil saber o medir si le amamos sobre todas las cosas. Jesucristo Rey se fijará más bien en si «Hicisteis esto» o «no hicisteis esto». La sentencia del juicio final está más en el verbo «hacer» en favor del hermano. O sea que para Jesús el cumplimiento y valoración del primer mandamiento está en practicar/hacer el segundo. – Resulta asombroso que los «justos» (que no tienen por qué coincidir con los «creyentes») declaren que… no reconocieron a Cristo en el pobre, en el que pasa apuros. Que no se supieron que el necesitado al que atendían era… Otro (con mayúsculas). Admitirán que lo hicieron todo por amor al hombre. Sin embargo, se salvarán igualmente, aunque no hayan logrado descubrir a Cristo en el hermano. Para Dios es suficiente que te hayas encontrado ante un rostro humano (por muy desagradable que sea) y que, sin necesidad de echar mano de motivaciones religiosas, le hayas abierto tus puertas. Lo esencial no es tu fe, sino la caridad. El amor al hombre.

Las seis «obras de misericordia» que ha enumerado Jesús se refieren a cuatro necesidades fundamentales de la condición humana:

La alimentación (hambriento y sediento).

El reconocimiento social (ser extranjero, estar desnudo).

La salud (enfermo).

La libertad (la cárcel).

Y podríamos añadir otras en esa misma línea. Por ejemplo: Una palabra amable o un oído atento pueden redimir a una persona desesperada. ¡Y hay tantas!.

Ofrecer un poco de gasolina al que se quedó tirado en la carretera, o ayudarle con un pinchazo, u ofrecer un bocadillo y acompañar mientras se lo toma…

Visitar al que estaba viejo, enfermo y solo en su casa, y hacerle la compra, limpiar un poco…

«Me vieron accidentado y me llevaron al hospital».

«Era inmigrante y me enseñaron el idioma, me ayudaron con los papeles, me facilitaron un trabajo o una vivienda, o unos libros para los críos, me acogieron bien…»

«Estaba ingresado en una residencia, con la cabeza un poco perdida, y me acompañasteis o me sacasteis de paseo».

«Había una pandemia mundial… y me ofrecí/arriesgué a probar una posible vacuna…»

Precisamente, con la que está cayendo en todas las esquinas del planeta muchas voces, eclesiales o no, incluido el Papa, llaman continuamente a la solidaridad, a la proximidad, a la atención a los más desfavorecidos… Con confinamientos y sin ellos. Una ocasión urgente para ejercitar la misericordia. O nos salvamos todos juntos… o no se salva nadie. El individualismo y el «sálvese quien pueda»… cuentan a favor de la difusión del virus. Ojalá que los seguidores de Jesús destaquemos y se nos reconozca principalmente por hacer de nuestra vida una entrega, un servicio, un compromiso por cambiar lo que sea necesario de modo que no haya tantos descartados, para que no haya tanta soledad, para que no haya tantos «prisioneros» de sus circunstancias. Y desterremos el individualismo/narcisismo de nuestra vida cristiana, así como todo lo que pueda ser sospechoso de «espiritualismo», de religión vacía. Nuestra vida entonces merecerá la pena, y el Señor podrá decirnos: «Venid, benditos de mi Padre».

Evangelio 33° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (25,14-30):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: «Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco.» Su señor le dijo: «Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor.» Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: «Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos.» Su señor le dijo: «Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor.» Finalmente, se acercó el que había recibido un talento y dijo: «Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo.» El señor le respondió: «Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadle fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes.»»

Palabra del Señor

«AQUÍ TIENES LO TUYO»

“Aquí tienes lo tuyo”. Esta fue la respuesta del tercero de los empleados. «Misión cumplida, todo en regla. Puedes comprobar que no falta nada. Estamos en paz. Ya no te debo nada. Lo que me diste, tal cual, te lo devuelvo».

Cuando alguien devuelve un regalo sin abrirlo siquiera, o aunque lo haya abierto, pero no lo ha aprovechado en absoluto… está ofendiendo tristemente a quien se lo dio.

Resulta que Dios te dice: «Aquí tienes: dejo en tus manos toda una fortuna (un talento equivalía a al sueldo de unos 20 años de trabajo de un jornalero agrícola). Esto es lo que te encomiendo y dejo a tu completa disposición. Utilízalos y distribúyelos como mejor te parezca, como tú creas que yo los utilizaría. Cuento contigo para hacer mi trabajo, mientras yo estoy lejos. Probablemente tarde en volver.»

La parábola de Jesús quiere concienciarnos de que hemos recibido muchísimo, aunque no todos lo mismo, a cada cual se le ha dado según su capacidad. Fíjate que te lo da todo para que lo uses, para que lo gastes, y no para que lo tengas guardado para ti. Es para invertirlo. Nos quiere creativos, emprendedores, con iniciativa. “Porque el cristiano arriesga, tiene la valentía de arriesgar para llevar el bien, el bien que Jesús nos ha dado, que nos ha dado como un tesoro. Arriesgar significa involucrarse”, “El cómodo criterio del ‘siempre se ha hecho así’ no vale. Hay que actuar con audacia, creatividad y repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores”. (Papa Francisco).

Limitarse a contemplar, guardar, preservar, proteger, esconder, defender… equivale a enterrar, a desperdiciar.

Aquel último empleado, a los ojos de Dios, había sido holgazán, negligente. No dice que haya hecho cosas malas, sino que ha dejado de hacer cosas buenas, que sus talentos (que son un préstamo, pues siguen siendo suyos) están sin tocar, sin abrir, sin usar. No ha sabido o no se ha atrevido a hacer algo con aquellos dones: algo bello, algo nuevo, algo que haya merecido la pena, no ha hecho que «suceda» algo. O todavía peor: «tuvo miedo». Su idea de un Dios exigente le paraliza.

«La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto. Nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones. Tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos”. (Papa Francisco) El miedo a equivocarse, el miedo a la crítica y el rechazo, el miedo a quedarse solo, el miedo a que te descalifiquen o te arrinconen… «Prefiero una Iglesia accidentada porque se arriesga y busca caminos para ser servidora en el mundo de hoy, que una Iglesia enferma recluida en sí misma, por miedo o por aferrarse a las propias seguridades y tradiciones». En cambio, el siervo fiel y cumplidor no “devuelve” nada, Sino que “presenta”. Es distinto. Y además, el amo no le pide cuentas. Le bastan los resultados. Sabe que detrás de ello habrá historias. Me imagino que en «el gozo de su señor», en la eternidad, habrá «tiempo» para escucharlas y gozar con ellas.

  • la bondad que consiguió colocar en los lugares más impensables.
  • el perdón que regaló a quien menos se lo esperaba.
  • el cariño sembrado en los corazones más resecos y doloridos.
  • la libertad y la valentía para levantar la voz defendiendo la justicia, la verdad, al pobre, al emigrante…
  • cuando no le importó invertir en las causas de los perdedores (aquí es donde consiguió los mejores intereses, curiosamente, aunque «perdiera» lo invertido).
  • las palabras amables que dejó caer en el bolsillo del corazón de aquellos que tanto las necesitaban…
  • el empeño en renovar, mejorar y recrear… cuando otros decían «no se puede hacer nada» o «no merece la pena», o «es imposible…

El amo “tarda tanto en volver”, quizá porque quiera darnos tiempo para gastarlo todo, para que calculemos y discernamos dónde y cómo emplear nuestros recursos. Él no preguntó a sus siervos si habrían podido producir más. Sin embargo, estoy seguro de que sí le interesa saber de nuestro cansancio, de la pasión con que hemos trabajado, la esperanza que nos ha guiado, los riesgos que corrimos. incluso nuestros fracasos…. Mejor si no nos hemos guardado nada “por si acaso”. Porque sólo gastando se le pueden presentar resultados. Incluso es probable que su llegada sea la ocasión de caer en la cuenta de cuánto bien hemos hecho, porque con frecuencia no vemos los frutos de lo que hemos sembrado. “El que había recibido un talento, hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor”.

¡Cuántos agujeros vamos haciendo en la tierra, puede que darnos cuenta! ¡Cuánto guardamos, escondemos, arrinconamos, descartamos, minusvaloramos…!

  • Aquí tienes «tu» vida, Señor. Te la devuelvo tal cual. He estado tan ocupado, acelerado, estresado… viviéndola… que no me he parado a pensar como aprovecharla. Lo iba dejando… y al final no tuve tiempo.
  • «Aquí tienes» «tu» libertad. La he usado más bien poco. He preferido obedecer, dejarme llevar por lo que hacía casi todo el mundo, lo que me recomendaban, lo que me mandaban, lo que se esperaba de mí… Así que no me metí en problemas ni complicaciones. Aquí la tienes de vuelta.
  • «Aquí tienes» el corazón que me diste. He querido más bien poco, porque te llevas muchas desilusiones, te hacen heridas, descubren que uno es vulnerable y se aprovechan. He amado a unos poquitos escogidos, a los míos, a los que podían corresponderme…
  • «Aquí tienes» «tu» Palabra. La recibí con frecuencia “en las misas”, y la «guardaba» bien en mi memoria… algunas veces. Pero a menudo allí se quedaba, sin afectar gran cosa a mi vida, a mis decisiones…
  • «Aquí tienes» la comunidad de hermanos en la fe: no me ocupé mucho de ella; y quizá «aquí tienes» una fe poco arriesgada, poco madurada, poco formada, y «aquí tienes»…

Siempre pensé que habría estado bien que Jesús hubiera presentado un siervo con las manos vacías, sin nada. Pero luego me he dado cuenta de que sin parábola, en la realidad, ya hubo un Siervo que lo arriesgó todo, que lo entregó todo, hasta la propia vida, hasta quedarse sin nada, fracasado, abandona… Y fue el Primero en entrar en el gozo de su Señor y Padre. La invitación de la Palabra del Señor es a mirarnos las manos, y caer en la cuenta de tantos dones que nos ha encargado cuidar y administrar. No son nuestros. No recuerdo quién dijo que al Señor sólo podremos «presentarle» el día de su regreso aquello que hayamos repartido, y nos pedirá cuentas de todo lo que nos hemos guardado. ¿Qué pesará más? ¿El «aquí tienes»? ¿O el mira lo que he repartido?

Evangelio 32° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (25,1-13):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: «¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!» Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: «Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas.» Pero las sensatas contestaron: «Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.» Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: «Señor, señor, ábrenos.» Pero él respondió: «Os lo aseguro: no os conozco.» Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.»

Palabra del Señor

«¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!»

Hoy, se nos invita a reflexionar sobre el fin de la existencia; se trata de una advertencia del Buen Dios acerca de nuestro fin último; no juguemos, pues, con la vida. «El Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio» (Mt 25,1). El final de cada persona dependerá del camino que se escoja; la muerte es consecuencia de la vida -prudente o necia- que se ha llevado en este mundo. Muchachas necias son las que han escuchado el mensaje de Jesús, pero no lo han llevado a la práctica. Muchachas prudentes son las que lo han traducido en su vida, por eso entran al banquete del Reino.

La parábola es una llamada de atención muy seria. «Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 25,13). No dejen que nunca se apague la lámpara de la fe, porque cualquier momento puede ser el último. El Reino está ya aquí. Enciendan las lámparas con el aceite de la fe, de la fraternidad y de la caridad mutua. Nuestros corazones, llenos de luz, nos permitirán vivir la auténtica alegría aquí y ahora. Los que viven a nuestro alrededor se verán también iluminados y conocerán el gozo de la presencia del Novio esperado. Jesús nos pide que nunca nos falte ese aceite en nuestras lámparas.

Por eso, cuando el Concilio Vaticano II, que escoge en la Biblia las imágenes de la Iglesia, se refiere a esta comparación del novio y la novia, y pronuncia estas palabras: «La Iglesia es también descrita como esposa inmaculada del Cordero inmaculado, a la que Cristo amó y se entregó por ella para santificarla, la unió consigo en pacto indisoluble e incesantemente la alimenta y la cuida. A ella, libre de toda mancha, la quiso unida a sí y sumisa por el amor y la fidelidad».

Evangelio Conmemoración por los Fieles Difuntos

Lectura del santo evangelio según san Juan (14,1-6):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.»
Tomás le dice: «Señor, no sabemos adonde vas, ¿cómo podemos saber el camino?»
Jesús le responde: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí.»

Palabra del Señor

Ayer celebrábamos a los santos. Todos los Santos de la historia de la Iglesia. Pero hoy celebramos a los difuntos, y estos son como más nuestros. La mente y el recuerdo se nos van a nuestros difuntos, los que hemos conocido, los que han sido de nuestra familia, los que han formado parte de nuestra historia personal. Con ellos hablamos, tuvimos relación. Quizá hasta nos enfadamos y discutimos. Son nuestros difuntos. Y cuando murieron, un poco de nosotros mismos, de nuestra historia, de nuestro ser, murió con ellos.

Es una memoria agradecida. La relación con nuestros difuntos, de los que nos acordamos, fue una relación de cariño. Hasta podríamos decir que esa relación no solo fue, sino que es. Está presente en nuestros corazones y en nuestras mentes. Nos acordamos de ellos. No se trata sólo de que tengamos su foto en la cartera. Ellos están con nosotros. Es otra forma de presencia.

Es una memoria dolorosa. Porque su partida nos dejó marcados. Un trozo de nuestra propia y personal historia se fue con ellos. Alguien que formaba parte de nosotros, de nuestro yo, se fue y nos dejó más solos. Desde entonces experimentamos con más fuerza esa soledad que forma parte intrínseca de la vida de toda persona. Nos sentimos huérfanos porque ellos cuidaban de nosotros, su amistad y su cariño nos mantenía firmes y nos ayudaba a vencer las dificultades de la vida. Nos hemos quedado más solos y lo sentimos.

Es una memoria esperanzada. Porque desde la fe creemos que esta vida no termina en estos límites que impone la duración de nuestro cuerpo. La fe en Jesús Nazareno nos invita a mirar más allá del horizonte de la muerte. No sabemos bien cómo pero creemos que hay vida más allá de la muerte. Estamos convencidos de que tanto amor, tanta amistad, tanto cariño, no puede desaparecer de golpe. Que Jesús resucitó es la afirmación más importante de nuestra fe. Desde ella todo el Evangelio cobra sentido. Amar, servir, entregarse por los demás, tiene un sentido nuevo. Nada es en vano. Nos encontraremos más allá –no sabemos de qué manera– y ese amor, esa amistad, ese cariño llegará a su plenitud.

Por eso, hoy recordamos a nuestros difuntos. Y, aunque nos duela su memoria y su recuerdo, sabemos que la vida de Dios es más fuerte que la muerte. Cuando escuchamos el mandato evangélico de amarnos unos a otros, sabemos que ese amor no se perderá. Porque Dios es amor y es vida. Y nosotros mantenemos alta la mirada y firme la esperanza. Aunque nos duela el recuerdo de nuestros seres queridos.

Evangelio de la Festividad de Todos los Santos

Lectura del Santo Evangelio según san Mateo (5,1-12)

«Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»

Palabra del Señor

«Alegraos y regocijaos»

Hoy celebramos la realidad de un misterio salvador expresado en el “credo” y que resulta muy consolador: «Creo en la comunión de los santos». Todos los santos, desde la Virgen María, que han pasado ya a la vida eterna, forman una unidad: son la Iglesia de los bienaventurados, a quienes Jesús felicita: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Al mismo tiempo, también están en comunión con nosotros. La fe y la esperanza no pueden unirnos porque ellos ya gozan de la eterna visión de Dios; pero nos une, en cambio el amor «que no pasa nunca» (1Cor 13,13); ese amor que nos une con ellos al mismo Padre, al mismo Cristo Redentor y al mismo Espíritu Santo. El amor que les hace solidarios y solícitos para con nosotros. Por tanto, no veneramos a los santos solamente por su ejemplaridad, sino sobre todo por la unidad en el Espíritu de toda la Iglesia, que se fortalece con la práctica del amor fraterno.

Por esta profunda unidad, hemos de sentirnos cerca de todos los santos que, anteriormente a nosotros, han creído y esperado lo mismo que nosotros creemos y esperamos y, sobre todo, han amado al Padre Dios y a sus hermanos los hombres, procurando imitar el amor de Cristo.

Los santos apóstoles, los santos mártires, los santos confesores que han existido a lo largo de la historia son, por tanto, nuestros hermanos e intercesores; en ellos se han cumplido estas palabras proféticas de Jesús: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Los tesoros de su santidad son bienes de familia, con los que podemos contar. Éstos son los tesoros del cielo que Jesús invita a reunir (cf. Mt 6,20). Como afirma el Concilio Vaticano II, «su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad» (Lumen gentium, 49). Esta solemnidad nos aporta una noticia reconfortante que nos invita a la alegría y a la fiesta.

Evangelio 30° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (22,34-40):

En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?»
Él le dijo: «»Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.» Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.»

Palabra del Señor

Amar a Dios, amor de Dios, amar como Dios

• Lo de amar a Dios y al prójimo lo tenemos archisabido. Lo sabemos y a menudo lo procuramos. Pero pocas veces tenemos en cuenta que nuestro corazón, espontáneamente, no tiende a amar así por las buenas a cualquier «prójimo», sino que tiende a buscar, amar, seleccionar y corresponder a aquellos que percibe como amigables y agradables, mientras se encoge o cierra con los adversarios, con los distintos o, simplemente, ignora a los que no le interesan especialmente. Y nos parece natural, y no nos causa especial inquietud. salvo contadas excepciones.

• Ya es un primer paso acoger esa Palabra de Dios que nos advierte para que no dejemos entrar en nosotros al resentimiento, el odio, la revancha… porque nos daña principalmente a nosotros mismos. Pero saltar a amar a todos es bastante más complejo, porque el instinto natural sólo entiende de amigos; no fluye espontáneamente de nosotros la actitud y generosidad de amar a todos. Y casi diríamos «¡ni falta que hace!». Con respecto a lo de conformarnos con amar sólo a los nuestros (aunque tampoco sobran a veces las dificultades), ya lo valoró Jesús en otro momento: si saludáis a los que os saludan, ¿qué merito tenéis? ¿Si amáis a los que os aman? ¿Qué merito tenéis? También lo hacen así los paganos (Lc 6, 32-33). ¿Qué hacéis de extraordinario? Y levanta el listón: «Amaos los unos a los otros, amad a los que os odian, rezad por los que os persiguen, si te piden medio, da entero»… Es decir: que como discípulos de Jesús tenemos que llegar más allá de ese espontáneo amar a los nuestros, a los que nos corresponden.

• Para asumir estos retos de Jesús hay que empezar, por aceptarnos a nosotros mismos, tal como somos y estamos. Y al mismo tiempo también, aceptar la misericordia de Dios, que al amarnos y comprendernos en nuestra miseria, nos posibilita tratar a los otros con la misma generosidad e incondicionalidad. Sería tarea imposible pretender llevarnos bien con todos los demás sin aceptarnos a nosotros mismos y, sin haber experimentado el amor y el perdón de Dios.

Por eso, antes que nada necesitamos amarnos como Dios nos ama, para poder después amar a los demás como a nosotros mismos. El amor a nosotros mismos no puede ser, sin más, el punto de referencia para tratar a los demás, porque descubrimos comportamientos de puro egoísmo, de inadaptación y falta de autoaceptación, la irritabilidad o el descontento personal, el tener una autoestima demasiado elevada o excesivamente baja, heridas sin cerrar… y todo esto nos causa daño a nosotros y lo acabamos reflejando en los demás. Si yo no estoy bien… será muy difícil tratar a los demás bien. Y si yo estoy mal conmigo mismo…. los otros experimentarán sin duda las consecuencias.

Jesús, en su único y nuevo mandamiento, reformuló el «como a ti mismo»… por «como yo os he amado». Mucho mejor y más claro si el punto de referencia no soy «yo mismo», sino su modo concreto y extremo de amarnos. Por eso, más allá de amarnos a nosotros mismos, será necesario amarnos como Dios nos ama y como Jesucristo ama.

• Por la fe yo puedo experimentar: «Tú eres amado». Esto es bien importante: Dios te ama, Dios te ama como eres y como estás, Dios te ama a pesar de todo, Dios te regala su amor, para que puedas amar con él. Déjame que te lo repita: Tú eres amado. Aunque puedas verte con mil limitaciones y dificultades, y te pueda parecer que no «mereces» ser amado. El amor verdadero no precisa los «méritos» del otro, porque es «incondicional». Dios te ama así, y porque sí, porque es Amor, y es su amor el que te hace capaz y fuerte para amar. El amor de otros siempre nos hace más fuertes y mejores amantes, y el de Dios con mucha mayor razón.

Si llegamos a pasar por la dolorosa experiencia de traicionar -como Pedro- su amor, y que nos venza el miedo, la incoherencia… y se nos escapen las lágrimas por nuestra fragilidad, también experimentaremos cómo el Señor nos mira sin reproche, con ternura, con esperanza, nos sentiremos perdonados… La aceptación de la propia fragilidad, y el reconocerla delante de Dios es la ocasión para que el Señor nos encomiende -como a Pedro- que cuidemos de los demás: «Como yo te amo, te perdono y te miro con ternura después de tu caída… te encomiendo que te acerques a los otros y los cuides en mi nombre». No se lo había pedido antes de caer, sino después. Nuestra flaqueza y nuestro pecado nos permiten y ayudan a acercarnos a los otros desde la misericordia, desde la ternura, desde la acogida…

• Dando un paso más, debiéramos amar a los demás como a Cristo en persona. Hacernos conscientes de que al amar, no amamos a otro diferente que al mismo Cristo. Convertiríamos así nuestras relaciones en un verdadero sacramento. Si procuráramos con nuestros ojos de fe reconocer en los demás al mismo Hijo de Dios, temblarían nuestras manos, y el corazón sobrecogido pondría en cada uno de nuestros gestos la ternura, la delicadeza, la misericordia, el amor más intenso. Leemos en la Primera Carta de San Juan: el que ama a Dios, ame a su hermano (1Jn 4, 20-21). Y es tan fuerte esa relación entre Cristo y los otros, que él mismo dirá un día: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y «me» disteis de comer, «me» disteis de beber, me acogisteis enfermo, o emigrante… Nuestro corazón debiera estremecerse al tener cada día tantas oportunidades para amar y servir al mismo Cristo en persona, amando a cuantos viven y pasan cerca de nosotros. Pero aunque hiciéramos el bien y amáramos sin ver en ellos a Cristo (tantos hombres buenos lo hacen), será él quien lo tenga en cuenta y nos dirá aquel día: Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis”.

• Todavía podríamos señalar otra vía para el amor: Amar como si nosotros mismos fuéramos Cristo. Cristo, aquel que perdonó, curó, acogió, se sentaba con pecadores, hizo el bien por donde pasaba… Que pusiéramos la ternura del Maestro en nuestros oídos; hablásemos con calma y anunciáramos la Buena Noticia con nuestras humildes palabras y actitudes. Todo nuestro cuerpo y nuestro corazón, nuestro pensamiento pueden ser los del propio Jesucristo. ¡Qué vocación más admirable, que quien nos vea, le vea a Él!. Cristo pudo afirmar de sí mismo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». Todos sus discípulos tenemos planteado el mismo reto: que al amar nosotros le vean a él, le experimenten a él, para que el mundo crea: “Mirad cómo se aman”, que se decía de las primeras comunidades.

• Y ¿cuál sería la clave para sentirme profundamente amado, a pesar de mis limitaciones, y que mis obras y actitudes reflejen ese amor de Dios? La respuesta está en Cristo. Él se sentía continuamente bajo la mirada amorosa de su Padre. Y a Él levantaba los ojos a la hora de una decisión, de curar, o de hacerse Pan partido. El Señor sabía encontrar tiempo para estar con Él a solas. Y hacía de la voluntad del Padre su principal alimento. Éste era su «truco», si se puede decir así. Y el nuestro: tenemos a nuestro alcance las fuentes del amor de Dios: su palabra, la Eucaristía (que llamamos sacramento del amor de Dios, donde él se nos entrega siempre que lo busquemos), la comunidad de hermanos que comparte, se entrega y ama, el don del Espíritu Santo (el Amor de Dios en mí) y que Dios nunca niega a quienes se lo piden…

• Nuestro amor, por ser sacramento del mismo Cristo, está llamado a abrir el horizonte de los hombres y colocarlos directamente ante Dios para que se sientan amados por él. LA TAREA Y LA MISIÓN ES QUE A TRAVÉS DE MÍ SIENTAN Y SE ENTEREN DE QUE QUIEN DE VERDAD LES AMA ES CRISTO, ES DIOS. COMO ME AMA A MÍ, COMO PROCURO AMARLOS YO.

Evangelio 29° Domingo del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (22,15-21):

En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta.
Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es licito pagar impuesto al César o no?»
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.»
Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?»
Le respondieron: «Del César.»
Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»

Palabra del Señor

¿QUÉ SIGNIFICA HOY DAR A DIOS LO QUE ES DE DIOS?

Lo del César y lo de Dios. Lo de Dios y lo del César. A Jesús le quieren tentar los fariseos y herodianos para que tome partido por una de las dos opciones. Es una pregunta trampa: si optara por el César… llevaría la contraria a la Ley de Dios, pues Dios está por encima de todas las cosas, de todos los reyes, de todos los poderes. Es el mandamiento principal… y no estaría conforme con la fe judía. Si opta por Dios… es denunciable al césar, porque nadie puede anteponerse a él. Los fariseos estarían esperando la primera opción, pues son totalmente contrarios al sometimiento a Roma del pueblo judío. Los herodianos, en cambio, no consentirían que alguien se oponga a la autoridad del César… y lo denunciarían. La respuesta que Jesús les ha dado se ha prestado a múltiples interpretaciones, actualizaciones y aplicaciones… procurando cada cual arrimar el ascua a su sardina. Y la separación y distinción y mutua implicación entre política y religión, entre Estado e Iglesia no termina de estar suficientemente clara en muchos ámbitos.

Si damos la palabra a los Santos Padres, por ejemplo a san Hilario y Lorenzo de Brindisi:

  • Conviene por lo tanto que nosotros paguemos a Dios lo que le debemos, esto es, el cuerpo, el alma y la voluntad. La moneda del César está hecha en el oro, en donde se encuentra grabada su imagen; la moneda de Dios es el hombre, en quien se encuentra figurada la imagen de Dios; por lo tanto dad vuestras riquezas al César y guardad la conciencia de vuestra inocencia para Dios».
  • «Hay que pagar al César la moneda que lleva su efigie y la inscripción del César, a Dios lo que ha sido sellado con el sello de su imagen y semejanza… Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26). Eres hombre, ¡oh cristiano! Eres la moneda del tesoro divino, una moneda que lleva el sello y la inscripción del emperador divino. Por tanto, pregunto con Cristo: «¿De quién son esta imagen y esta inscripción?» Tú respondes: «De Dios.» Yo te respondo: ¿Por qué, entonces, no das a Dios lo que es suyo?»». Quiere decirse, entonces, que el hombre, todo hombre, merece un respeto que ningún «emperador», partido político, ideología, interés económico, religioso, nacionalista o cualquier otro, pueden pretender ignorar o suprimir. Y que es nuestra tarea como seres humanos y como seguidores de Jesús… defender y proteger esa «moneda» que solo pertenece a Dios y de la que nada ni nadie se puede apropiar: el ser humano, todo ser humano.

No dar a Dios lo que es de Dios (por poner unos pocos ejemplos) significa y supone:

  • Que muchos jóvenes, inmigrantes y personas mayores de 45 años tengan que asumir contratos abusivos y horarios agobiantes, para poder llevar algo de dinero a casa.
  • Que cuando los poderosos de la tierra se reúnen a organizar la economía mundial, tengan como criterio prácticamente exclusivo el beneficio económico de los países más ricos
  • Que cuando los organismos internacionales (incluida la Iglesia) hablan del hambre en el mundo, la destrucción de la naturaleza, y el creciente abismo entre ricos y pobres… no seamos capaces de tomar decisiones y empezar a renunciar a parte de nuestra comodidad y lujos, y cambiar estilos de vida.
  • Que llevemos un estilo de vida tan acelerado, con la agenda atiborrada, y nos falte tiempo para estar con la familia, comer juntos, tener una conversación tranquila… o encontrar tiempos y espacios de silencio para la oración y la meditación, la lectura reflexiva. Aunque sí encontramos «tiempo» para estar enganchados a las redes sociales, ir al cine, ver la televisión, o dejar pasar las horas de manera inconsciente y con poco sentido.
  • Que sigamos empeñados en meter en la cabeza de los jóvenes la importancia de estudiar y conseguir un buen puesto de trabajo, ser los primeros a toda costa… aunque luego sean unos egoístas, insolidarios, exigentes, comodones y señoritos. Los «valores» y el cultivo de lo que nos hace personas (la vida interior) están de capa caída, aunque seguramente harían esta sociedad mucho más humana.
  • Que ir a comprar no sea ya consecuencia de la necesidad de adquirir un producto determinado o necesario, sino una costumbre y un placer: «a ver qué encontramos». Luego nos vamos llenandoos de chismes inservibles y de cosas que realmente no necesitamos, y que no sabemos dónde poner, y acabamos buscando a quién dárselas porque ya no están de moda, no es «lo último», ocupa sitio…
  • Al césar tenemos que pagarle el tributo de tener un determinado aspecto físico -como sea, incluso llegando a enfermar -, invertir dinero en ropa no para vestir, sino para presumir y dar buena imagen; acudir a ciertos lugares de moda, ver tales películas, tener ciertos discos-libros-programas de ordenador, ver ciertos partidos de fútbol… mientras procuramos no ver a quienes ni agua tienen para lavarse…
  • Que las relaciones personales, en lugar de ser de verdadera amistad, se conviertan en «relaciones sociales» donde los favores se apuntan y se cobran… pero donde hay escasa confianza, libertad, gratuidad, confidencia…
  • Que la atención sanitaria y la futura vacuna excluya a los que no tienen recursos, a los que son muy mayores para ocupar una cama de hospital…
  • Que la fe se quiera arrinconar en el ámbito privado, o se ridiculice, o se convierta en acontecimiento turístico o folklórico, y que no repercuta ni afecte a la cultura, a las opciones políticas, al arte, a la educación… porque estas cosas son todas del «cesar» y Dios no tiene nada que decir.
  • Que además de las desastrosas consecuencias que está teniendo el coronavirus, y que se hagan (menos mal) tantos esfuerzos por encontrar una solución, nos «olvidemos» de que en 2018 enfermaron de tuberculosis 10 millones de personas, de las cuales 1,5 millones fallecieron a causa de la enfermedad. O que el número de personas que sufren hambre en el mundo llegó a 690 millones en 2019, unos diez millones más que en 2018. En América Latina y el Caribe, esa cifra alcanzó los 47,7 millones, hilvanando así cinco años consecutivos de aumento de ese lastre en la región.

¿Y QUÉ SERÁ, ENTONCES, DAR A DIOS LO QUE ES DE DIOS?

Pues lo de Dios es la felicidad del hombre. De toda persona: da igual su edad, sexo, condición social o económica, etnia…

Pueden usarse otros sinónimos: salvación, conversión, comunión, fraternidad universal (hay un solo Dios y padre de todos, por tanto Tutti Fratelli). Lo de Dios, tal como lo leemos en toda la escritura, es lo que huela a justicia, paz, compartir, curar, liberar de esclavitudes, madurar y profundizar en nosotros mismos y en nuestras relaciones, dar sentido a las pequeñas cosas de cada día, y también a las decisiones importantes… Dar a Dios lo que es de Dios es impedir que cualquier «hombre» o institución se tome atribuciones que no le corresponden para lograr sus propios beneficios en contra del ser humano, y en especial, de los colectivos más frágiles. Y, desde luego, no servirse del nombre de Dios (2 mandamiento) para «justificar» lo que es incompatible con Él. Esta es la tarea de todo ser humano, pero especialmente es la tarea de los que «son de Dios», de cualquier creyente que sabe cuál es el interés máximo del Dios de Jesús, y el modelo de vida que presentó Jesús, que es la Imagen de Dios por excelencia a la que intentamos parecernos. Hoy hace falta que todos los bautizados nos hagamos mucho más conscientes de que «dar a Dios lo que es de Dios» es el primero de los 10 mandamientos. Mientras no reconozcamos y adoremos el rostro de Dios no en un euro o un dólar, sino en el rostro de los más pobres de la tierra, no estaremos siendo fieles a nuestra fe. Es lo que Jesús nos ha pedido hoy: «Dad a Dios lo que es de Dios». Menos mal que a veces los «Ciros» de turno (primera lectura), aún no siendo conocedores de Dios, hacen mucho en su favor, sin saberlo. Bienvenido sea.