Lectura del santo Evangelio según san Lucas (18,1-8)
En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario.» Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara.»»
Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»
Palabra del Señor
¡Qué fructífero es el “trabajo” de la oración! Porque Dios acabará dándole la razón al que ora a tiempo y a destiempo, en todo momento y ocasión.
La oración cristiana no es otra que la oración misma de Cristo, pues su Espíritu ora en nosotros como nosotros mismos no sabemos hacerlo.
La oración aparece como la respiración honda que eleva al mundo hasta el destino prometido: Dios justifica el esfuerzo de los hombres.
Echar puentes entre el mundo y Dios, entre nuestro hoy laborioso y los cumplimientos inesperados: tal es la grandeza de la oración.
Vivamos la oración como si fuera nuestro mejor oficio, nuestra mejor vocación: hacer vivir al mundo rezando a Dios.
¡Feliz domingo!