Lectura del santo evangelio según san Mateo (22,15-21)
En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es licito pagar impuesto al César o no?»
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.» Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?» Le respondieron: «Del César.» Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»
Palabra del Señor
A Dios no se le puede pillar así como así. Los fariseos lo intentan una y otra vez, pero sin éxito. Jesús se mueve en otro plano. Hoy ante la trampa del «impuesto del César», además de desbaratar el ataque, nos deja abierta una perspectiva de horizonte más amplio. ¿De quién son esta cara y esta inscripción? Pues eso y solo eso le podéis dar al Cesar, DINERO, cosas que se pueden comprar con dinero es lo que os podrá exigir el Cesar. Cosas que un día, como ocurre con el dinero, se las comerá la polilla. Cosas por la que no vale mucho aferrarse.
Pero no olvidéis, -contraataca Jesús-, que hay valores que están por encima del dinero. Ésos no están en venta, porque son de Dios. Si aterrizamos esta Palabra a nuestra vida entenderemos mejor lo que está en juego en este evangelio del Domingo del Domund. Si miramos al ser humano, ¿a imagen de quien está hecho?¿De quién es esa imagen que lleva clavada en la frente? Su dignidad, su nobleza de alma, su inteligencia, su capacidad de amar, ¿de dónde le viene? ¿De Dios? Pues demos «a Dios lo que es de Dios». La dignidad del hombre no es algo que se pueda comprar, ni vender, ni menos pisotear. Es un reflejo, un eco del amor del Padre, una caricia de Aquel que nos hizo y nos espera. Jamás se nos deberá ocurrir comprar a un hombre con cualquier otra riqueza; porque sería ofenderlo.
Todo el oro del mundo no vale lo que la sonrisa de un niño o el abrazo de dos personas que se aman.
Necesitamos corazones ardientes, pies de camino que vayan gritando por el mundo estas verdades, alguien libre y despegado de esas cosas que brillan y encandilan, pero en el fondo, no vale la pena, porque llevan impreso la imagen caduca del César. Necesitamos hombres y mujeres misioneros de la alegría que vayan por ahí ayudando a los hijos más marginado de esta tierra a descubrir su dignidad de hombres y también de hijos amados de Dios. Alguien que sea voz de los que no tienen voz, hogar de los que no tienen techo, lugar del encuentro seguro y del abrazo de hermanos…. Hace falta una Iglesia misionera.
¡Gracias, Señor, por nuestros misioneros!
¿Llegaremos a entender, algún día, todo el bien que han hecho?
¡Feliz Domingo del Domud!